estaba más cerca de los lugares donde estudiaban sus hijos, en universidades de Norteamérica, pero las condiciones económicas de Regina eran fatales aquí. Como una forma de hacerla regresar, su marido le había suspendido el estipendio conyugal y Regina era incapaz de pagar su independencia. Estaba en ese forcejeo. El marido la ahogaba económicamente para recuperarla y ella resistía sin habilidad ninguna para manejar los recursos que le habían quedado en la mano, es decir, el penthouse que estaba a su nombre, los cuadros, los muebles que había ido vendiendo para financiar su resistencia. Tomamos té y hablamos. Por primera vez quiso saber en detalle el tema de alguno de mis libros, el último. Se lo expliqué largamente, pensando mientras lo hacía que el libro esencial de mi relato era el que debía haber escrito. Los autores debiéramos al final de nuestra vida volver sobre los demasiados libros que hemos escrito y hacer versiones cardinales que puedan leerse en una tarde. Trajo una botella de oporto y sirvió dos copas. "Tengo una duda", dijo. "¿Es inmoral que las mujeres de casi sesenta años tengan deseos de muchacha?" "Depende de la frecuencia de los deseos", dije yo. "¿Sería capaz de inspirarte a mis años al menos un pecado venial?", me preguntó Regina. "Los únicos pecados que me has inspirado siempre son mortales", contesté. "¿Te gusto un poco todavía?", dijo. "Como siempre: más que nunca", dije.
»En el amor, todo es más lento con la edad. También, a veces, más intenso. El orgasmo en el joven es un llamado del más acá, una afirmación de la vida. En el viejo el orgasmo es un llamado del más allá, un asomo a la muerte. Redimí todas las boletas de empeño e hice traer todos los muebles al departamento, hasta reponerlo en sus más ínfimos detalles. Puse una renta mensual en manos de Regina. Cuando esa seguridad llegó, tuvo un colapso nervioso del que volvió luego de una cura de sueño. Se había ido pálida y espiritual. La devolvieron sanguínea y glotona, como no la había visto en mi vida. Comía chocolates por primera vez, golosa y torvamente. Se dejó crecer las lonjas sin culpa en un cuerpo que había estado siempre seguro de sus buenas líneas, lo cual hace siempre, durante toda la vida, cierta diferencia con quienes fueron gordos de arranque. Permítame esta digresión banal sobre los cuerpos. Quienes han sido gordos desde que recuerdan están siempre incómodos dentro de sí mismos. Quienes han sido esbeltos están a gusto dentro de sí aun si la vida los embarnece como gordos originales. La única excepción a esta molestia original del cuerpo de los gordos, es el de los gordos con ritmo, los gordos que desde pequeños bailaban bien, recibían en su cuerpo el llamado de la música. Pero esas son excepciones de la grasa, no su norma. Fin de la digresión. Regina engordó y comió esos días como si fuera la flaca sin culpa que siempre fue. Yo fui el goloso compañero de ese modo extraño que ella tuvo de envejecer engordando, luego de haber sido toda su vida una palmera que mecía el viento, como las que había en el parque frente a su penthouse.»
– ¿Qué me está contando usted? -le dije-. ¿Recobró a sus mujeres?
– Recobrar es un verbo exigente. La idea de que eran "mis" mujeres, es más exigente aún.
– ¿De quién sino de usted?
– De ellas mismas -dijo Adriano-. De nadie más. Fueron mujeres de muchos hombres y yo sólo de ellas. No me quejo: una más me hubiera abrumado, me hubiera quitado la unidad de las otras. Quizá pueda intentar una recapitulación en nuestra siguiente cita. Ahora se me ha acabado la pila. Hable usted, cuénteme de esa mujer policía que mató a sus dos amantes por infieles.
En la última comida que dedicó al tema, Adriano hizo algo semejante a la recapitulación prometida.
– Me pregunto lo que pensaría de mi relato cualquier mujer inteligente de estos días -dijo Adriano-. Quizá lo encuentre más cínico o más promiscuo de lo que es en realidad. Quizá lo vea sólo como lo que es en mi memoria, la parábola de una bienaventuranza. Me pregunto cuál sería la opinión de las mujeres que son parte del relato. Les molestarán los detalles, supongo, la aglomeración. Ninguna desconoce el cuadro, pero ninguna lo ha visto de cerca, en todos sus detalles. Se preguntarán: ¿después de todo, éste a quién quiso más? Una pregunta competitiva, típicamente masculina, que nunca falta en las mujeres: "Mi marido habrá sido un mujeriego, pero a nadie quiso como a mí", etcétera. Me pregunto si mis mujeres se llamarán a escándalo, como alguna vez hicieron, por, llamémosla así, la multifuncionalidad amorosa de esta historia. Puestas todas las mujeres juntas en la vida de un solo hombre, la historia amorosa de ese hombre parecerá la de un cínico. Pero puestas por separado las historias de mis mujeres, acaso resulten más plurales que la mía. Las conozco bien, sé que mi historia ha sido menos variopinta que la de ellas, aunque más extravagante. Digamos que he tenido una vida agitada y fiel. Ahora bien, del mismo modo en que el rasgo más acusado de un carácter es invisible para su poseedor, acaso yo haya sido un mujeriego de unas cuantas mujeres, que es como decir un escritor prolífico de sólo cinco libros.
– Depende del tamaño de los libros -dije.
– Depende de los libros, claro. En todo caso, mis mujeres no fueron libros donde sólo yo escribí. Fui, en todo caso, uno de sus múltiples redactores. Fueron y vinieron a mis estantes, y en ese ir y venir, al final se quedaron. Viví con todas ellas a intervalos, sin agobiarnos con las obligaciones de las parejas. Encontramos la manera de acomodarnos a la pluralidad de nuestras vidas. Todas se fueron otra vez, tuvieron otros hombres, los quisieron, los engañaron con otros, entre ellos yo. Pero todas volvieron a mí, y yo a ellas. Las acepté como un destino gozoso, como la prueba de una vida no estéril. Ellas terminaron asumiéndome a mí, supongo, como a un mendigo sentimental (una especialidad femenina: recoger indigentes sentimentales). Yo fui su refugio amoroso contra el fracaso en otros frentes, y una solución económica en momentos difíciles de la adversa fortuna. Puesto todo junto, terminé siendo una parte de sus vidas que no pudieron dejar atrás, suplir ni rechazar. Entre otras cosas porque nada exigía de ellas, salvo esa compañía tolerante, que terminó siendo más profunda que ninguna otra. Envejecí con ellas y ellas conmigo, sin darnos cuenta, al pasar de los días limados de Góngora: Las horas que limando van los días / los días que limando van los meses / los meses que limando van los años. Los años que limando van las vidas, añado yo. Con una vivía un tiempo, otra era mi amante semanal, las otras mis amantes ocasionales. A una la mantenía, a otras la acompañaba en sus cuitas, a todas en sus enfermedades. Las amaba a todas al punto de seguirlas queriendo mientras las veía envejecer, cada vez más viejas en sus cuerpos, pero no en mis recuerdos. Estaban libres del tedio y de la rutina. Y, en ese sentido, libres de mi desamor. Envejecimos juntos en una clandestinidad que fue una condena y una gloria.
«En los últimos años, todo lo que había existido entre nosotros sucedió de nuevo. María Angélica reincidió en Galio y salió huyendo de él por tercera vez. Se dejó tentar después, visto que nunca viviría conmigo, por la oferta de ser la segunda encargada de la gran biblioteca latinoamericana de la Universi dad de Texas. Detrás de su pasión por los libros, en el orden sereno de las bibliotecas, sospeché la presencia de un hombre. Lo hubo en la figura de un antropólogo más joven que yo, que resultó la antípoda de Galio: tan imposible de aguantar por su índole apacible como Galio lo había sido por su fuego mercurial. Antes, durante y después de aquella nueva elección de pareja, María Angélica vino con frecuencia a arreglar asuntos. Nos veíamos, reincidíamos, me contaba las razones de su viaje. Yo solía descubrir, no sin vanidad, que la mayor parte de sus razones inaplazables para viajar podían resumirse en la razón de vernos.