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»No sé bien lo que quería decir, pero eso quería decir. Había tenido celos en mi vida pero no verdadero espíritu de posesión. La vida abierta del amor me había agudizado siempre el impulso misántropo del encierro, me había rendido a las sensualidades sin comparación de mis mujeres como el monje que acepta sus debilidades o como el adicto que acepta su dependencia. Había sido feliz hasta el punto del hedonismo, pero no había arriado nunca las banderas defensivas del ermitaño. Conforme dejé la abogacía y entré en la edad adulta, aparte de los brazos de aquellas mujeres, sólo me sentía bien alejado de ellas, entre libros abstrusos y papeles viejos. Pero el contacto con aquella dicha me había abierto una ventana y no sabía dejar de mirar por ella. Era una ventana, lo entendí poco a poco, donde no había una ni dos de mis mujeres llamándome, sino todas ellas, cada una a su manera, cada una de forma distinta, aunque en mí fuera volviéndose cada vez más importantes la compañía que los cuerpos, la felicidad que el placer, y la felicidad de ellas antes que la mía. María Angélica, que fue en un sentido la más inteligente de todas, percibió antes que nadie ese cambio, la forma en que se iban imponiendo las cursilerías de la comunión sobre las infanterías del deseo.

»"Supe que volviste a ver a Ana", me dijo una noche. "¿Cuándo lo supiste?", dije. "Al volver de mi viaje. ¿Te interesa saber cómo lo supe". "No", le dije. "Lo supe por la misma Ana", me dijo María Angélica. "¿Qué supiste?", pregunté. "Todo. Quería que lo supieras". Cortó el hilo y me dijo: "Hay un programa de compra y catalogación de archivos privados en la biblioteca de la Universidad de Texas. Creo que debieras ofrecerles el tuyo. Es probable que yo reciba una oferta de trabajo en esa biblioteca. Si es así, me gustaría ser la curadora de tu archivo." "¿Qué debe incluir mi archivo?", pregunté. "Todos tus papeles personales, en especial cartas, manuscritos. Los borradores y notas de tus libros. Tu hemerografía completa. Los diarios, las agendas, todo." "Hay cosas que no quiero que nadie vea", dije. "Las destruyes si quieres", dijo María Angélica. "Aunque una decisión más profesional es que reservas su consulta para dentro de diez, veinte o treinta años." "Suena cursi", le dije. "Son reglas universales a las que se acogen todos, los vanidosos y los tímidos. Traje el folleto con las reglas y la descripción del fondo. Todo está previsto ahí, si te interesa." "Me interesa", dije. "A mí también", dijo María Angélica. "Tengo una gran cantidad de papeles tuyos, y no sé qué hacer con ellos. Quedarían bien en tus archivos, junto con todo lo demás." "¿Pondrías el tríptico en esos papeles?", pregunté. El tríptico llamábamos a un escrito en sátira que le envié a María Angélica cuando la presencia de Regina disparó en Ana y en ella nuestra ruptura. "Incluso eso", dijo María Angélica, saltándose mi provocación. "Veo que han vuelto a ser amigas", comenté. "Si tú puedes andar con Ana y conmigo", dijo María Angélica, encendiéndose un poco, "yo puedo vivir con Ana y contigo. Y Ana conmigo. Y con la otra también." "¿La otra?", pregunté, abusando de la posición. "La que nos puso locas a Ana y a mí", dijo María Angélica. "Esa con la que no se puede competir, según Ana, porque ocupa el lugar primigenio." "Estás muy enojada para estar tan tranquila", dije. "Entre más lo pienso, más enojada", dijo María Angélica. "Aprovecha esta calma, dicho sea en medio de la calma: si a esta edad en que los amores escasean, el precio de tu amor es aguantar a la loca, estoy dispuesta a pagar el precio." "¿Quién es la loca aquí?", pregunté. "Yo, desde luego", dijo María Angélica. "Pero me estaba refiriendo a la otra, a la niña. Es decir, a tu niña, o sea, a la anciana que nos hizo enojar a Ana y a mí." "Lleva dos años fuera del país", dije, tontamente. "¿Quién está hablando de lugares y países, Adriano?", saltó María Angélica. "Pareces menor de edad."

»Me había irritado al principio la falta de celos de María Angélica, su levitación, angelical como su nombre, por encima del hecho duro de mi reencuentro. Me maravilló ahora la extensión de su armisticio hasta el posible territorio de Regina. Admiré a las mujeres, entendí que la edad juega a su favor: son más sabias entre más grandes, menos esclavas de las pasiones de su juventud, más capaces de amar lo que les toca, lo que el tiempo les reparte y el azar les deja. "¿Estás segura de todo lo que me has dicho?", pregunté. "No", dijo María Angélica. "Sólo estoy segura de que te lo dije y de que estoy dispuesta a sostenerlo. ¿Me invitas a cenar esta noche a la calle, donde todos nos vean?" "Desde luego", dije. "De pronto tuve urgencia de que nos vean", explicó María Angélica. "Estamos juntos aunque no nos vean", dije yo. "Y aunque no nos veamos." Había un toque demagógico en ese pronunciamiento, pero había un fondo mayor de verdad. Para ese momento de nuestra vida estaba diciéndole a María Angélica lo que con toda precisión empezaba a suceder entre nosotros.

»Bueno, ahora hábleme usted de la Repúbli ca, porque mi pila se agotó. Apenas puedo decir cómo me llamo.»

Volvimos al restaurante una semana después. Luego de hacerme recordar dónde había dejado su relato, Adriano siguió:

– Un momento culminante de aquella reposición del triángulo en que habíamos vivido María Angélica, Ana y yo, fue la salida de mi libro sobre los jesuitas en América, su siembra indeleble del patriotismo criollo. De aquel patriotismo, hijo del resentimiento más que del orgullo, habrían de brotar todas las grandezas y todas las miserias de nuestro sentimiento nacionalista. Entre las grandezas, el amor por la tierra natal. Entre las miserias, la envidia y la xenofobia de los que quieren para sí, por pertenencia geográfica, lo que no obtienen por mérito humano. Fue un libro largo. Cuando lo empecé era un proyecto de cuatro páginas. Al terminarlo tenía setecientas. Lo investigué con mis alumnos durante los tiempos de mi soledad, luego de la desbandada de mi imperio polígamo. María Angélica dejó sentir su presencia, independiente de su orgullo herido, en la fidelidad de algunos de aquellos alumnos que hubiera podido apartar de mí. Durante la hechura de aquel libro, poco después del año de mi dicha mayor, Ana mantuvo su ausencia sin concesiones. Cecilia Miramón estaba encerrada en su sobriedad. La única llama amorosa que alumbró aquel tiempo de estudio fue Regina Grediaga, también ida entonces, prófuga con su marido y sus hijos. Encontró la manera de restablecer su presencia, del modo más extraño. Había tenido siempre hacia mi vida intelectual una indiferencia tan estricta como pueden tenerla ante la textura de los ladrillos las mujeres de los ladrilleros, o ante los misterios de los plásticos las mujeres de los ingenieros químicos. Lo poco o lo mucho que me hubiera querido Regina, había sido estrictamente por mí, sin adherencia externa de oficio o beneficio, por la única flaca rotundidad de mi ser puesto en el mundo. El hecho es que Regina topó con una compilación de prólogos míos a otras obras, el primero de los cuales estaba firmado justamente en los tiempos en que nos reencontramos por primera vez, luego de su primer descalabro matrimonial y la pérdida de Ademar, su hijo pequeño. Regina había leído la fecha de su escritura, la fecha la había derramado sobre su memoria. Me escribió una carta sobre una servilleta de tela, diciéndome algo así como esto: "Me puse a llorar porque vi el año de ese escrito, el año en que yo te busqué porque Ademar había muerto. Me diste refugio y hablamos de todo, pero ni una palabra de este texto que estabas escribiendo. Ahora lo llevo conmigo a todas partes, lo leo y lo releo, aunque no entiendo bien, pero me regresa a aquella época nuestra, y me gusta, y me pongo a llorar." Recuerdo haber pensado entonces: "Si un prólogo abstruso, escrito hace treinta años, puede quedarse vivo todo ese tiempo y tocar esos botones en la memoria de alguien, hay que escribir libros, hay que escribir este libro sobre los jesuitas. Algún día tendrá su propia vida ante la mirada de alguien." Escribí el libro, según le dije ya, como un antídoto para la soledad, interrumpiéndome aquí y allá por alguna conferencia o algún ensayo. Me faltaba un año para terminarlo cuando acudí en busca de María Angélica al congreso donde nos reencontramos. Me disponía a darle los últimos toques cuando fui al reencuentro con Ana, un año después. Lo terminé en los días que María Angélica volvió de su curso en Texas, el día que cumplí cincuenta y nueve años. María Angélica me informó entonces del asunto de los archivos junto con su pacto de tolerancia conmigo, con Ana, con Regina, con ella misma.

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