Para defenderse de la soledad, Ismaíl se refugió en los árboles y en la lectura. Había cumplido doce años y a esa edad empezó a construir su mundo imaginario. Cuando no se encontraba en la biblioteca leyendo las aventuras de Marco Polo o la saga de Scanderberg, desaparecía en el jardín. Su escondite preferido se hallaba en el interior de un castaño muy frondoso, rematado por una copa de brazos apretados. Trepaba ya con una agilidad felina adquirida en las lejanas excursiones al monte Dajú.
La horquilla cimera era amplia y estaba revestida por una capa mullida de musgo. Allí fue donde estableció su trono. Sentado a horcajadas sobre las ramas aprendió a divisar el mundo con una perspectiva nueva, diferente de la que se puede tener a ras del suelo. Imaginaba a lo lejos el cabo de los Perfumes, la ciudad celestial del viajero veneciano con sus doce mil puentes. Desde lo alto escuchaba el rumor del viento, lánguido a veces, y otras, creciente o arremolinado, que ascendía por un claro entre el follaje. Le gustaba especialmente asistir al nacimiento de una rama o al brote de una hoja tierna, cuya suavidad le recordaba tanto a la piel humana que no se atrevía ni a tocarla, tan necesitado estaba de acariciar y ser acariciado.
Descubrió el mundo de los líquenes jaspeados de azafrán, de la savia que rezumaba por el interior de la madera, de los erizos que cuajaban la copa, revestidos de un caparazón verde de agujas, hinchados con el fruto hasta que éste caía por su peso sobre la hierba con la corteza reventada. Allí pasaba horas y horas, mientras se le ensanchaban los pulmones con el olor a humus infundiéndole una sensación nueva de apetencia física todavía muy vaga que tenía que ver con las estaciones que se le declaraban en la sangre y que provocaban en él fuertes estados de exaltación y otros de repentino ensimismamiento, preludiando los cambios físicos que todos los muchachos experimentan a una edad. La sola visión de una enagua colgada en un tendedero le aceleraba el pulso y convocaba en su imaginario escenas de una crudeza voluptuosa sólo intuidas a través de las páginas de alguna novela que devoraba a escondidas. Cómo le hubiera gustado entonces que Viktor le hubiese hecho alguna confidencia de hermano mayor y sin duda ya experimentado. En alguna ocasión lo había visto demorarse en un portal de la calle Fier, junto a la estación de autobuses, con una joven de melena rizada y leonina, a la que tenía ceñida por el talle mientras cuchicheaba en su oído palabras quizá tiernas, porfiantes o turbias, que él no alcanzaba a oír. Ismaíl sentía que ante sí se abría un mundo misterioso y denso, pero tan inaccesible como el abismo que marca la distancia entre las posibilidades del deseo y su consumación. No se encontraba a gusto dentro de su cuerpo todavía infantil, las rodillas huesudas, los hombros frágiles que apenas podían sostener el ímpetu de la energía nueva. Sólo se hallaba a salvo en su trono de las alturas. Cuando el rápido ensombrecimiento de la luz lo obligaba a bajar del árbol y regresar a la casa, se sentía extraño y ajeno a todo. Desarrolló el instinto al máximo y la imaginación, como cualquier ser humano que se ve obligado a una soledad prematura.
Aunque la verdadera soledad no estaba hecha exactamente de ausencia ni de abandono, sino de hundimiento. Como si nada se acumulara, ni hubiera peso ni fondo, todo sin cómputo. Así al menos lo creía Ismaíl, y de este modo lo expresaría muchos años después en sus poemas:
«Si fueras para más que temerte
hondura de tiniebla o soledad,
si fueras muerte…»
Cientos de ojos miraban esa tiniebla desde los postigos entornados en el interior de las casas. Aun algunos años después de la ejecución del almirante Teme Sejko, un gran miedo desazonaba las calles. De Gjirokastra había llegado un nuevo comisario con poderes ¡limitados para desarticular una supuesta trama de la URSS contra Albania.
En aquellos años Kennedy y Jruschov estaban inaugurando la doctrina de la coexistencia pacífica. Sin embargo las relaciones de Moscú con China atravesaban por su peor momento. Entre las dos grandes potencias comunistas empezaba a abrirse un abismo fraguado soterradamente. La gente no podía explicarse lo que estaba ocurriendo en realidad. Todos los contratos comerciales entre los dos países quedaron anulados. Pero el territorio en el que de verdad iba a derímirse esa fractura era Albania. Había en el aire de las calles una quietud extraña, como la calma que precede a la turbonada de un ciclón. Las medidas dictadas por Jruschov contra el régimen albanés provocaron que los delegados chinos se retiraran abruptamente del Congreso del Partido Comunista de la URSS. La ruptura quedaba así sellada.
Los nuevos decretos y la nieve de aquel invierno dejaron a Tirana aislada, como sitiada por un ejército silencioso. En febrero las heladas hicieron bajar a los lobos de las montañas. Nadie sabía quiénes eran las personas de las que poder fiarse. Los rumores sobre supuestos complots contrarrevolucionarios crecían día a día y los hombres caminaban en silencio, mirando sus propios pasos.
La reacción del régimen de Hoxha hacia el bloque soviético no se hizo esperar. La persecución se inició en Tirana y se extendió en poco tiempo por todo el país. Muchos albaneses fueron secuestrados cuando estaban en sus lugares de trabajo, o fueron detenidos en sus casas y trasladados después a la Dirección General de Seguridad, otros desaparecieron sin que nadie volviera a saber nada de ellos, esfumados, borrados de la faz de la tierra, y para ellos la soledad sería hondura de tiniebla, noche silenciada. El gran Zanum subrayaba los informes con su estilográfica y añadía anotaciones en los márgenes con implacable rigor, «colaborador del Servicio Secreto soviético», escribía, «agente del KGB», dictando, remachando, engrosando las acusaciones de la delación, cargando la tinta con tanta sombría fijeza que más parecía movido por un resorte personal que por convicciones ideológicas. A veces hablaba con Viktor de estas cosas. Se proyectaba en su hijo mayor, quería fortalecer sus aptitudes. A las tímidas objeciones que oponía el muchacho solía responder: «Un buen comunista no discute, obedece.» Y a continuación se explayaba en el nuevo discurso oficial maoísta, erguido por encima de su propia voz, insistiendo en que la revolución era una conquista de orden material y político que habría de llevar a la victoria del hombre sobre sí mismo. La lejana China había pasado a ser el aliado de Albania.
Por ese tiempo, el gran Zanum enfermó de cataratas, se le aflojó la piel en las mejillas y la tez fue adquiriendo un tono terroso o de corteza de tronco derribado de golpe. Su ojo izquierdo se volvió de color ceniza, una hoguera apagada, el otro era castaño aún, como el de los halcones, a veces traslúcido y moteado de negro, igual que la cerveza de Westfalía que bebía cada vez con mayor frecuencia, otras, más claro, casi transparente, como la infusión de hierbas que solía reposar sobre la mesa de noche cuando Ella aún vivía, al lado de una caja de píldoras para dormir que en los últimos meses tomaba regularmente. Aunque una noche no tuvo tiempo de tomar ni las pastillas ni la infusión. La taza fría, intacta, junto al cabezal de la cama, la había visto alguien después, demasiado tarde, con la mirada asociativa que tiende a establecer vínculos, cuando los objetos son observados ya con ojos indagatorios, pero inútiles. El ojo derecho del comandante tenía casi siempre una cualidad más bien líquida, pero a veces también se volvía mineral de la textura del cobre, filoso y biselado como el borde de una hacha prehistórica, según la luz, según la sombra de los pensamientos, quizá, o los recuerdos.
El tiempo que Viktor pasaba en la mansión seguía compartiendo el mismo cuarto con su hermano. Muchas noches permanecían callados antes de dormirse, cada uno dentro de su silencio. En una ocasión, Ismaíl se fijo en los cinco vagones plateados del tren que reposaba sobre la estantería y una gran congoja se le agolpó en la garganta.