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Viktor no parpadeó ni le tembló la voz cuando señaló a Ismaíl, delante del inspector, haciendo alarde de una serenidad granítica: «Él lo hizo», dijo, imperturbable, mirando fijamente a su hermano con una dureza extrema y compacta, midiéndolo con los ojos. Estaban los dos de pie, uno enfrente del otro, a menos de cinco pasos. En aquel momento ya no eran dos hermanos huérfanos criados bajo el mismo techo, sino dos seres adultos, espoleados por un resorte muy antiguo, el mismo que late en el corazón del lobo y del cordero. También en los duelos entre hombres existe ese instante de máxima tensión en que la sangre se enfría dentro de las venas, señalando un límite. Pero lo que reflejaba el rostro de Viktor no era el arranque temperamental de un impulso súbito, sino la frialdad que proporciona el cálculo, una concentración de sombras minúsculas y oscuras en la frente, como si hubiera estado premeditando aquella denuncia durante varios días. Su frase era una oración definitiva que no admitía hipótesis ni conjeturas de ninguna clase. La frase de quien acusa sin vacilación. «Él lo hizo», sólo eso. Y bastó su palabra para que Ismaíl fuese sentenciado de inmediato. Así habían funcionado siempre las cosas, no se necesitaban pruebas, y en caso de que fueran necesarias, se falsificaban.

Una denuncia de cualquiera era suficiente para ser condenado, especialmente si el que formulaba la acusación era un militar y un miembro tan destacado del partido como Viktor Radjik.

Por qué Ismaíl no intentó siquiera defenderse nadie lo sabe. Tal vez necesitó fermentar aquella calumnia dentro de sí mismo, en silencio. La inocencia se vuelve muda tantas veces ante la inquina. Permaneció así, inmóvil, durante algunos segundos, como la presa que se queda paralizada ante su destino, sabiendo que el destino no es el azar, sino el resultado natural de unos hechos cruciales, apretados, no siempre comprensibles, como puede no ser comprensible a veces la soledad, el deseo sediento de placer y de venganza o el egoísmo y la compasión. Pero quizá ni siquiera se extrañó. En ocasiones, en el mismo instante en que algunas cosas suceden, uno experimenta la enigmática sensación de que ya las ha vivido, como si hubiera sabido desde siempre que iban a ocurrir. No acontecen tantas sorpresas en la vida, si se piensa. Había también en el ensimismamiento de Ismaíl algo cálido, una ligera expresión de lástima o añoranza que alteró su rostro con un minúsculo rubor, un pesar íntimo que acaso se remontaba al tiempo lejano de los juegos y de las carreras por el monte Dajú, y a un tren con cinco vagones de plata que brillaba en el fondo del túnel de su conciencia. Se quedó callado con una sonrisa inexplicable en los labios. Era una sonrisa cansada. Casi dulce.

Inculpar, persuadir con la mentira, resultaba fácil. Aun así, el inspector no renunció a hacer las preguntas reglamentarias. Pese a su aspecto un poco vulgar, aquel funcionario poseía una mente observadora e interpretativa. No necesitaba formular ningún juicio, para opinar, lo hacía para sus adentros.

No utilizaba malos modos. Era eficaz y educado. Debían de quedar pocos así en el ministerio. Se loveía más inclinado hacia la hipótesis del asesinato que hacia la del suicidio. Ismaíl no se extrañó por ello. También él empezaba a admitir esa posibilidad. Pero en su caso no tenía tanto mérito, al fin y al cabo, él había visto el cadáver tal como se encontraba originariamente, con la sábana subida cubriéndole el cuerpo. Ciertamente era un detalle mínimo, y en el momento no le concedió mayor importancia. Sin embargo, ahora no paraba de darle vueltas en la cabeza. Era difícil que un muerto pudiera arroparse a sí mismo.

A la mente de Ismaíl vino entonces el recuerdo de un ruido muy leve, apenas una vibración en el cristal de la biblioteca, y después un ligero movimiento en el ramaje del seto, la luna saltando sobre las hojas como una cresta de plata.

Otra vez volvió a tener la sensación de que estaba percibiendo las cosas de un modo onírico, fogonazos de escenas descabaladas. Imaginó a Zanuni escudriñando detrás del ventanal de la biblioteca, un hombre ya viejo y deprimido, con las facultades algo deterioradas, que tal vez no llegase a reconocer los rostros y los cuerpos que brillaban en la penumbra, y se viese asaltado por la certeza de haber regresado por efecto de algún prodigio a una noche pasada de hacía más de veinte años.

Igual que entonces, el anciano pudo ver la silueta de una mujer muy joven casi desnuda, apenas cubierta con un finísimo chal de gasa azul, y acaso vio también a un hombre alto que hundía las manos en su larga cabellera como en un río. Dos cuerpos que irradiaban un rescoldo luminoso, la fosforescencia del amor en la piel. Tal vez oyó los jadeos de placer, tan semejantes a otros gemidos lejanos que más bien parecían su repetición o sueco, sonidos oscuros cuyo fiero gozo le estallaba enla cabeza y casi llegaba a percibir en el aire el mismo olor fuertemente sexuado que emanaba de los cuerpos. Una cosa que recuerda a otra, como el reflejo de un rostro delante de un espejo. «Igual que el que toma el espectro y persigue el sueño es aquel que vive entre sombras.»

Pero también podría ser que el viejo hubiese reconocido los rostros y los nombres de los amantes, y entonces las cosas habrían sucedido de otro modo.

Puede que hubiese perseguido a Helena por el interior de la casa, su nuera adúltera, la mujer de su hijo predilecto, y la hubiera amenazado con su voz acusadora, o la hubiera chantajeado y se hubiera enfrentado a ella, y hubiese urdido una trama para hundirla y la hubiese maldecido igual que había hecho un día con su propia esposa, y hasta hubiera pronunciado las mismas palabras atroces.

Pero quién sabe. Quién puede saber a ciencia cierta lo que es verdad si la vida depende tantas veces de lo que uno cree o sueña o ha imaginado, y hasta la más apacible de las existencias se halla llena de enigmas y episodios inexplicables o difuminados. Todo se difumina con el tiempo. Aunque también es verdad, como había dicho Hanna, que nada de lo que ocurre se borra jamás por completo.

Antes de ser esposado y conducido al automóvil negro que esperaba abajo, Ismaíl se asomó a la ventana y olfateó el aire con expresión ausente, como si nada de lo sucedido tuviese que ver con él.

Lo embargaba la sensación de haber permanecido inmerso en la vida de otros, en tramas que se remontaban más de veinte años atrás.

Poco después, el coche oficial abandonaba la mansión, haciendo crujir la grava de la senda, suavemente curvada. Por el espejo retrovisor, Ismaíl pudo ver a Helena por última vez. Sus ojos estaban extrañamente nublados. Había algo allí contenido, un cansancio indulgente, una sabiduría muy antigua, la misma expresión de fatalidad de las oréades de las leyendas albanesas. Hizo un gesto lívido con la mano al despedirse de él. En aquel momento a Ismaíl le pareció una mujer menos joven, pero mucho más bella.

Por el este se avecinaban unas nubes muy densas que aplastaban el cielo de Tirana y oscurecían la carretera de Elbasan con las pequeñas villas construidas antes de la guerra, rodeadas de árboles y algunos macizos de flores. El bulevar de los Mártires ofrecía un aspecto desolado, las fachadas grises de los edificios oficiales, una plaza abierta con frontones de mármol y la estatua ecuestre del héroe Scanderberg levantando su espada de bronce en la mano derecha, con el semblante grávido, erigido para la eternidad y quizá por ello ya melancólico. Cuando pasaron por delante del palacio presidencial, el cielo había tomado un color de basalto entre pinceladas de azufre. Quedaba aún un hueco en el aire sólo horadado por el chasquido de la electricidad.

«Dentro de muy poco -pensó Ismaíl- comenzará a arreciar la lluvia.»

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