– Tu hermano me contó lo que escuchó aquella noche -contínuó diciendo Helena-.’Tú estabas con él, pero eras muy pequeño y seguramente no recuerdas nada. Pero él, sí. Él ya tenía edad para entender y para tomar partido.
– ¿Qué te contó? -preguntó Ismaíl desde una voz ronca que parecía salida del fondo de una caverna, pero en realidad estaba tratando de recordar él mismo, forzándose hasta el límite de su memoria sin lograrlo.
– Me dijo que tu padre le dio a Ella la opción de elegir. Al principio, la discusión había empezado de una forma violenta, con voces subidas de tono y algún golpe sobre la mesa de mármol, que fue lo que alarmó a Viktor. Zanum le preguntó varias veces adónde pensaban ir. Tu madre no cesaba de negarlo todo, pero estaba muy asustada y balbuceaba. Decía que Gjorg jamás había conspirado contra el poder popular, que tenían que ser pruebas falsas, una insidia de alguien interesado en su ruina. Pero Zanum no la dejó acabar de hablar. Le mencionó una serie de nombres y dijo algo que tu hermano recuerda muy bien, dijo: «Quien ha sido capaz de engañar a un amigo, por qué no iba a poder traicionar a su país.» Entonces fue cuando Ella debió de darse cuenta de que todo estaba perdido, de que estaban ya sentenciados. Después, curiosamente, la intensidad de la disputa fue rebajándose poco a poco, ella dejó de resistirse, como esos náufragos que al final, cansados de una lucha inútil, ya no se esfuerzan por sobrevivir y se entregan resignadamente. Le puso a tu padre una mano sobre el antebrazo y le dijo: «Por favor, decide tú lo que haya que hacer.» Ésa es la frase que escuchó tu hermano.
Ismaíl alzó los ojos despacio. A veces una mirada puede ser la mayor concentración de misterios a la medida del hombre; de la tristeza llana o impotente; del abatimiento; de la curiosidad momentánea e inaplazable; del miedo arrastrado durante años de premoniciones y lentos exterminios.
– ¿Piensas que Ella era totalmente consciente de lo que significaba aquel veredicto? -preguntó.
– Seguramente. Yo creo que lo único que quería era acabar de una vez con todo aquello. -Helena se había echado de lado sobre los almohadones y tenía la cabeza apoyada sobre una mano mientras con la otra acariciaba indolentemente a Ismaíl, como si rozase el lomo de un cachorro adormecido. Desde esa posición continuó hablando sin dejar de confortarlo con una ternura lánguida, casi furtiva-. Después de esa conversación, tu madre se levantó cansinamente y se fue a su cuarto. Zanum todavía permaneció sentado en el jardín durante un buen rato. Sólo se oía su respiración entrecortada por un llanto agitado y fuerte; una respiración de animal viejo. Tu hermano Viktor lo vio así, llorando, y esa imagen lo impresionó profundamente, más que todo cuanto había oído hasta entonces. -Helena se quedó un rato en silencio y luego añadió-: Viktor siempre quiso mucho a tu padre. De pequeño le tenía auténtica devoción.
– ¡Quieres decir que le pareció bien! -exclamó Ismaíl con incredulidad.
– No era más que un niño -le replicó Helena, saliendo en defensa de su marido.
– ¿Y ahora? ¿Qué piensa ahora de aquello? -El tono de Ismaíl se había vuelto irritado y áspero como el pellejo de un estercón.
– Supongo que en el fondo de su alma está convencido de que todos nos traemos nuestras propias desgracias y de que, en mayor o menor medida, también somos responsables de ellas. -Helena se ausentó unos minutos con la mirada y dejó de acariciar la espalda de Ismaíl como si se hubiera abstraído de pronto en una reflexión íntima.
– ¿Cómo se enteró mi padre de la relación entre Ella y el doctor Gjorg?
– Yo creo que lo supo siempre -respondió Helena, saliendo de su ensimismamiento-, o al menos desde que volvisteis de aquel viaje a los Alpes, después de tu convalecencia. Según me contó Viktor, no eran capaces de ocultarlo, se les notaba en la manera de hablar, de mirarse.
En ese momento, Helena e Ismaíl se miraron también sin decir nada, como si hasta entonces no hubieran caído en la cuenta de que también ellos se encontraban en una situación similar y que, del mismo modo, podían atraer la desgracia o el infortunio hacia sus propias vidas o hacia las de otros. Entonces, Ismaíl rodeó el rostro de Helena con las manos y la besó suavemente en la frente, como si quisiera borrar con sus labios la negrura de aquel pensamiento.
– Al principio trataron de tomar precauciones -continuó ella con la voz más débil, pero sin perder el hilo-, incluso intentaron dejarlo, y parece que Gjorg quiso poner tierra por medio. Se fue al Cáucaso, creo, varios meses. Pero regresó y entonces ya no se pudo hacer nada.
– ¿Y por qué mi padre no tomó medidas contra él cuando todavía estaba a tiempo, en lugar de vengarse en mi madre?
– No lo sé… Tal vez pensaba que las cosas entre hombres se resuelven de otro modo.
– ¿Y Gjorg no trató de defenderla, no hizo nada para evitar su muerte?
– Creo que no supo lo que estaba pasando hasta el final. Los síntomas de envenenamiento por ricina son muy parecidos a los de una gripe: fiebre, malestar general, pérdida de peso. La ricina era la sustancia empleada habitualmente por los servicios secretos con los disidentes de dentro del aparato. Las últimas semanas Zanum consintió en añadir ala infusión unas gotas de cloral a la dosis para calmarle el dolor, cuando Ella ya estaba muy enferma.
Helena calló de nuevo. Hizo otra pausa y se incorporó, sentándose con la espalda contra la pared y las piernas cruzadas en la posición del loto. Tenía el cabello suelto por encima de los hombros, sobre el jersey oscuro, que resaltaba todavía más el color de oro viejo de su melena. Al verla así, Ismaíl recordó de golpe una escena muy remota que había presenciado en una aldea marinera cercana a Durrés donde veraneaban de niños. Una tarde, los pescadores sacaron del fondo del mar entre sus redes la máscara funeraria de una princesa micénica, y la llevaron en barca hasta la orilla. Después la colocaron en un tractor de la vendimia lleno de flores, mientras una procesión de mujeres la seguía hasta el pueblo en silencio. A Ismaíl le había intrigado sobre todo el rostro de la princesa, con un ojo hundido, su serenidad, el color dorado exactamente del mismo tono que el cabello de Helena, de un oro muy puro, y la barbilla ligeramente abollada por algún golpe. Él era muy pequeño entonces, pero percibió en aquella escena algo extraño que no conocía. Quizá lo que más llamó su atención fue una especie de fervor oculto que notaba entre los pescadores, como si llevasen a una virgen. Una mezcla de miedo y de ofrenda. No estaba acostumbrado a los misterios de la fe.
Ismaíl se quedó unos segundos abismado en el recuerdo, mirando el cielo verde y efervescente que se recortaba como la piel de una ciruela por encima de la cofa acristalada de la Rotonda, los ojos brumosos, una pierna montada sobre la otra, balanceándose en silencio, las manos hundidas hasta las muñecas en el cabello de Helena, que descansaba sobre un almohadón de arabescos.
Vivían en el interior de una burbuja, casi enemigos hasta pocos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada del otro, en la voz, en las confidencias; vinculados no sólo por los sentimientos complicados, tumultuosos y transgresores que los atormentaban, sino también por otras pasio~ nes anteriores a la suya, por su oscuridad y su vacío.
– ¿Qué sientes? -le preguntó ella en voz muy baja.
– Remordimientos -dijo.