Tenía muchos mapas, como suelen tenerlos aquellos que desean fervientemente viajar y aún no han salido de su país.
Junto a los mapas, enmarcadas y colgadas de la pared había dos fotografías. Ambas eran en blanco y negro. En una se veía a un hombre y a una mujer sentados a la puerta de su casa. El hombre se parecía a Juan Stein, el pelo rubio pajizo y los ojos azules rodeados por unas ojeras profundas. Eran, nos dijo, su padre y su madre. La otra era el retrato -un retrato oficial- de un general del Ejército Rojo llamado Iván Cherniakovski. Según Stein, aquél había sido el mejor general de la Segunda Guerra Mundial. Bibiano, que entendía de esas cosas, nombró a Zhukov, a Koniev, a Rokossovski, a Vatutin, a Malinovski pero Stein se mantuvo firme: Zhukov había sido brillante y frío, Koniev era duro, probablemente un hijo de puta, Rokossovski tenía talento y tenía a Zhukov, Vatutin era un buen general pero no mejor que los generales alemanes que tuvo enfrente, de Malinovski se podía decir casi lo mismo, ninguno podía compararse a Cherniakovski (tal vez si se juntara en una sola persona a Zhukov, a Vassilievski y a los tres mejores comandantes de tropas blindadas). Cherniakovski poseía un talento natural (si es que esto es posible en el arte de la guerra), era amado por sus hombres (hasta donde pueden querer los soldados a un general) y además era joven, el más joven de los generales al mando de un ejército (llamados «frentes» en la Unión Soviética) y uno de los pocos altos mandos muerto en primera línea, en 1945, cuando ya la guerra estaba ganada, a los treinta y nueve años de edad.
Pronto comprendimos que entre Stein y Cherniakovski había algo más que una admiración por las dotes de estratega y de táctico del general soviético. Una tarde, hablando de política, le preguntamos cómo era posible que él, un trotskista, se hubiera rebajado a pedir a la embajada soviética la foto del general. Hablábamos en broma, pero Stein no lo entendió así y confesó inocentemente que la foto era un regalo de su madre, la cual era prima carnal de Iván Cherniakovski. Fue ella quien la pidió a la embajada, muchos años atrás, en calidad de pariente directa del héroe. Cuando él se marchó de su casa para venir a estudiar a Concepción, la madre le dio la foto sin decirle nada más. Después habló de los Cherniakovski de la Unión Soviética, judíos ucranianos muy pobres, y de los destinos disímiles que los habían desparramado por el mundo. En claro sacamos que el padre de su madre era hermano del padre del general, lo que a él lo hacía sobrino. A Stein ya lo admirábamos, diría que incondicionalmente, pero a partir de aquella revelación nuestra admiración creció hasta el infinito. Sobre Cherniakovski, con los años, supimos más cosas: fue jefe de una división blindada en los primeros meses de la guerra, la 28- División de carros de combate, combatió, siempre retrocediendo, en los Países Bálticos y en la zona de Novgorod, después estuvo sin destino hasta que le dieron el mando de un cuerpo (que en la terminología militar soviética equivale a una división) en la región de Voronesh, supeditado al mando del 60- Ejército (que en la terminología militar soviética equivale a un cuerpo) hasta que durante la ofensiva nazi del 42 destituyeron al comandante del 60- Ejército y le ofrecieron el puesto a él, el oficial más joven, provocando las consiguientes envidias y resquemores, que estuvo bajo las órdenes de Vatutin (por entonces al mando del Frente de Voronesh, que en la terminología militar soviética equivale a un ejército, pero creo que esto ya lo he dicho) a quien respetaba y apreciaba, que convirtió al 60º Ejército en una máquina de guerra invicta, que avanzó y avanzó por las tierras de Rusia y luego por las tierras de Ucrania sin que nadie lo pudiera detener, que en 1944 fue ascendido al mando de un Frente, el Tercer Frente de Bielorrusia, que durante la ofensiva de 1944 es a él a quien se debe la destrucción del Grupo de Ejércitos Centro, que comprendía a cuatro ejércitos alemanes, y que probablemente constituyó el mayor de todos los golpes recibidos por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, peor que el Cerco de Stalingrado o que el Desembarco de Normandía, peor que la Operación Cobra o que el cruce del Dniéper (en donde él estuvo), peor que la contraofensiva de las Árdenas o que la batalla de Kursk (en donde él estuvo). Supimos también que de los ejércitos rusos que participaron en la Operación Bagration (la destrucción del Grupo de Ejércitos Centro) el que más se distinguió, de lejos, fue el Tercer Frente de Bielorrusia, que su avance fue imparable y de una velocidad y profundidad hasta entonces nunca vista, que fue el primero en llegar a Prusia Oriental, que perdió a sus padres cuando era un adolescente, que estuvo de allegado en casas que no eran su casa y con familias que no eran su familia, que sufrió el escarnio y las humillaciones que sufrían los judíos, que demostró a quienes lo despreciaron que no sólo era igual que ellos sino mucho mejor, que durante su infancia presenció cómo los seguidores de Petliura (nacionalistas ucranianos) torturaron y luego quisieron asesinar a su padre en la aldea de Vérbovo (en donde las casitas blancas se diseminan por las vertientes de lomas suaves), que su adolescencia fue una mezcla de Dickens y Makarenko, que durante la guerra perdió a su hermano Alexander y que la noticia le fue ocultada toda una tarde y toda una noche porque Iván Cherniakovski estaba dirigiendo otra de sus ofensivas, que murió solo en medio de una carretera, que fue dos veces Héroe de la Unión Soviética, que obtuvo la Orden de Lenin, cuatro órdenes de la Bandera Roja, dos órdenes de Suvórov de Primer Grado, la Orden de Kutúzov de Primer Grado, la Orden de Bogdan Jmelnitzki de Primer Grado y numerosas, incontables medallas, que por iniciativa del Gobierno y del partido se erigieron monumentos suyos en Vilnius y Vinnitsa (el de Vilnius seguramente hoy ya no existe y el de Vinnitsa probablemente también haya sido derribado), que la ciudad de Insterburg en la antigua Prusia Oriental se llama ahora, en su honor, Cherniajovsk, que el koljós de la aldea de Vérbovo en el distrito Tomashpolsky lleva también su nombre (hoy ni siquiera existen los koljoses), y que en la aldea de Oksánino del distrito Umanski de la región de Cherkassi se levantó un busto de bronce en celebración del gran general (me juego la paga de un mes que el busto de bronce ha sido reemplazado; hoy el héroe es Petliura; mañana quién sabe). En fin, como dice Bibiano citando a Parra: así pasa la gloria del mundo, sin gloria, sin mundo, sin un miserable sandwich de mortadela.
Pero lo cierto es que el retrato de Cherniakovski, enmarcado con una cierta ampulosidad, estaba allí, en la casa de Juan Stein, y eso probablemente fuera mucho más importante (me atrevería a decir que infinitamente más importante) que los bustos y las ciudades con su nombre y las innumerables calles Cherniakovski mal asfaltadas de Ucrania, Bielorrusia, Lituania y Rusia. No sé por qué tengo la foto, nos dijo Stein, seguramente porque es el único general judío de cierta importancia de la Segunda Guerra Mundial y porque su destino fue trágico. Aunque es más probable que la conserve porque me la regaló mi madre cuando me marché de casa, como una suerte de enigma: mi madre no me dijo nada, sólo me regaló el retrato, ¿qué me quiso decir con ese gesto?, ¿el regalo de la foto era una declaración o el inicio de un diálogo? Etcétera, etcétera. A las hermanas Garmendia la foto de Cherniakovski les parecía más bien horrible y hubieran preferido ver colgado un retrato de Blok, que les parecía verdaderamente buen mozo, o uno de Maiacovski, el amante ideal. ¿Qué hace un sobrino de Cherniakovski enseñando literatura en el sur de Chile?, se preguntaba a veces Stein, preferentemente borracho. Otras veces decía que iba a utilizar el marco para poner una fotografía que tenía de William Carlos Williams vestido con los aperos de médico de pueblo, es decir con el maletín negro, el estetoscopio que sobresale como una serpiente bicéfala y casi cae del bolsillo de una vieja chaqueta raída por los años pero cómoda y efectiva contra el frío, caminando por una larga acera tranquila bordeada de rejas de madera pintadas de blanco o verde o rojo, tras las cuales se adivinan pequeños patios o pequeñas porciones de césped -y algún cortacésped abandonado en mitad del trabajo-, con un sombrero de ala corta, de color oscuro, y los lentes muy limpios, casi brillantes, pero con un brillo que no invita a los excesos ni a los extremos, ni muy feliz ni muy triste y sin embargo contento (tal vez porque va calentito dentro de su chaqueta, tal vez porque sabe que el paciente al que visita no se va a morir), caminando sereno, digamos, a las seis de la tarde de un día de invierno.