Esa noche fuimos con Bibiano a ver a la Gorda Posadas. A simple vista parecía igual que siempre, incluso mejor, más animada. Hiperactiva, no paraba de moverse de un lado a otro, lo que a la larga crispaba los nervios de quien estuviera con ella. No la habían expulsado de la universidad. La vida seguía. Era necesario hacer cosas (las que fuera, cambiar de puesto un florero cinco veces en media hora, para no volverse loca) y encontrar el lado positivo de cada situación, es decir, afrontar las situaciones una por una y no todas al mismo tiempo como tenía por costumbre hasta entonces. Y madurar. Pero pronto descubrimos que lo de la Gorda era miedo. Estaba más asustada de lo que nunca había estado en su vida. Vi a Alberto, me dijo. Bibiano asintió con la cabeza, él ya conocía la historia y tuve la impresión de que dudaba de la veracidad de algunos pasajes de ésta. Me llamó por teléfono, dijo la Gorda, quería que fuera a verlo a su casa. Le dije que él nunca estaba en su casa. Me preguntó cómo lo sabía y se rió. Ya le noté en la voz un tonito como velado, pero Alberto siempre ha sido medio secreto y no le di importancia. Lo fui a ver. Quedamos a una hora y allí me presenté, puntual. La casa estaba vacía. ¿No estaba Ruiz-Tagle? Sí, dijo la Gorda, pero la casa estaba vacía, ya no quedaba ni un mueble. ¿Te mudas, Alberto?, le dije. Sí, gordita, me dijo él, ¿se nota? Yo estaba muy nerviosa, pero me controlé y le comenté que últimamente todo el mundo se mandaba a mudar. El me preguntó quién era todo el mundo. Diego Soto, le dije, se ha ido de Concepción. Y también la Carmen Villagrán. Y te nombré a ti (yo), que por entonces no sabía dónde te habías metido, y a las hermanas Garmendia. A mí no me nombraste, dijo Bibiano, de mí no dijiste nada. No, de ti no dije nada. ¿Y Alberto qué dijo? La Gorda me miró y sólo entonces me di cuenta que no sólo era inteligente sino también fuerte y que sufría mucho (pero no por cuestiones políticas, la Gorda sufría porque pesaba más de ochenta kilos y porque contemplaba el espectáculo, el espectáculo del sexo y de la sangre, también el del amor, desde una platea sin salida al escenario, incomunicada, blindada). Dijo que las ratas siempre huían. Yo no pude dar crédito a lo que acababa de oír y le dije ¿qué has dicho? Entonces Alberto se giró y me miró con una gran sonrisa en la cara. Esto se acabó, gordita, dijo. Entonces a mí me dio miedo y le dije que se dejara de enigmas y me contara algo más entretenido. Déjate de huevadas, conchaetumadre, y respóndeme cuando te estoy hablando. En mi vida había sido más vulgar, dijo la Gorda. Alberto parecía una serpiente. No: parecía un faraón egipcio. Sólo se sonrió y siguió mirándome aunque por momentos tuve la impresión de que se movía por el apartamento vacío. ¿Pero cómo se podía mover si estaba quieto? Las Garmendia están muertas, dijo. La Villagrán también. No lo creo, dije. ¿Por qué van a estar muertas? ¿Me querís asustar, huevón? Todas las poetisas están muertas, dijo. Ésa es la verdad, gordita, y tú harías bien en creerme. Estábamos sentados en el suelo. Yo en un rincón y él en el centro del living. Te juro que pensé que me iba a pegar, que de repente, pillándome por sorpresa, me iba a empezar a dar de cachuchazos. Por un momento creí que me haría pipí ahí mismo. Alberto no me quitaba la vista de encima. Quise preguntarle qué iba a pasar conmigo, pero no me salió la voz. Déjate de novelas, susurré. Alberto no me escuchó. Parecía que esperaba a alguien más. Nos quedamos sin hablar mucho rato. Sin querer, yo había cerrado los ojos. Cuando los abrí, Alberto estaba de pie apoyado en la puerta de la cocina, mirándome. Dormías, Gorda, me dijo. ¿Roncaba?, le pregunté. Sí, dijo, roncabas. Sólo entonces me di cuenta de que Alberto estaba resfriado. Tenía en la mano un enorme pañuelo amarillo con el que se sonó dos veces. Estás con la gripe, dije y le sonreí. Qué mala eres, Gorda, dijo él, sólo estoy constipado. Era el momento indicado para irse, así que me levanté y le dije que ya lo había molestado demasiado. Tú nunca eres una molestia para mí, dijo. Tú eres de las pocas que me entienden, Gorda, y eso es de agradecer. Pero hoy no tengo ni té ni vino ni whisky ni nada. Ya lo ves, estoy de traslado. Claro, dije. Le hice adiós con la mano, algo que no suelo hacer cuando estoy bajo techo sino al aire libre, y me fui.
¿Y qué pasó con las hermanas Garmendia?, dije yo. No lo sé, dijo la Gorda volviendo de su ensoñación, ¿cómo quieres que lo sepa? ¿Por qué no te hizo nada?, dijo Bibiano. Porque de verdad éramos amigos, supongo, dijo la Gorda.
Seguimos hablando durante mucho rato. Wieder, según Bibiano nos contó, quería decir «otra vez», «de nuevo», «nuevamente», «por segunda vez», «de vuelta», en algunos contextos «una y otra vez», «la próxima vez» en frases que apuntan al futuro. Y según le había dicho su amigo Anselmo Sanjuán, ex estudiante de filología alemana en la Universidad de Concepción, sólo a partir del siglo XVII el adverbio Wieder y la preposición de acusativo Wider se distinguían ortográficamente para diferenciar mejor su significado. Wider, en antiguo alemán Widar o Widari, significa «contra», «frente a», a veces «para con». Y lanzaba ejemplos al aire: Widerchrist, «anticristo»; Widerhaken, «gancho», «garfio»; Widerraten, «disuasión»; Widerlegung, «apología», «refutación»; Widerlage, «espolón»; Widerklage, «contraacusación», «contradenuncia»; Widernatürlichkeit, «monstruosidad» y «aberración». Palabras todas que le parecían altamente reveladoras. E incluso, ya entrado en materia, decía que Weide significaba «sauce llorón», y que Weïden quería decir «pastar», «apacentar», «cuidar animales que pastan», lo que lo llevaba a pensar en el poema de Silva Acevedo, Lobos y Ovejas, y en el carácter profetice que algunos pretendían observar en él. E incluso Weiden también quería decir regodearse morbosamente en la contemplación de un objeto que excita nuestra sexualidad y/o nuestras tendencias sádicas. Y entonces Bibiano nos miraba a nosotros y abría mucho los ojos y nosotros lo mirábamos a él, los tres quietos, con las manos juntas, como si estuviéramos reflexionando o rezando. Y después volvía a Wieder, exhausto, aterrorizado, como si el tiempo estuviera pasando junto a nosotros como un terremoto, y apuntaba la posibilidad de que el abuelo del piloto Wieder se hubiera llamado Weider y que en las oficinas de emigración de principios de siglo una errata hubiera convertido a Weider en Wieder. Eso si no se llamaba Bieder, «probo», «modoso», habida cuenta que la labidental W y la bidental B confunden fácilmente al oído. Y también recordaba que el sustantivo Widder significa «carnero» y «aries», y aquí uno podía sacar todas las conclusiones que quisiera.
Dos días después la Gorda llamó a Bibiano y le dijo que Alberto Ruiz-Tagle era Carlos Wieder. Lo había reconocido por la foto del Mercurio. Cosa bastante improbable, como me hizo notar Bibiano, semanas o meses después, puesto que la foto era borrosa y poco fiable.
¿En qué se basaba la Gorda para su identificación? En un séptimo sentido, me parece, dijo Bibiano, ella cree reconocer a Ruiz-Tagle por la postura. En cualquier caso, en ese tiempo Ruiz-Tagle había desaparecido para siempre y sólo teníamos a Wieder para llenar de sentido nuestros días miserables.
Bibiano comenzó a trabajar por entonces como dependiente en una zapatería. La zapatería no era ni buena ni mala y estaba en un barrio cercano al centro, entre librerías de lance que poco a poco fueron cerrando sus puertas, restaurantes de medio pelo en donde los camareros cazaban a los clientes en plena calle con invitaciones fabulosas y un tanto equívocas y tiendas de ropa estrechas y alargadas y de iluminación exigua. Por supuesto, nunca más volvimos a pisar un taller de literatura. A veces Bibiano me explicaba sus proyectos: quería escribir en inglés fábulas que transcurrirían en la campiña irlandesa, quería aprender francés, al menos para poder leer a Stendhal en su propia lengua, soñaba con encerrarse dentro de Stendhal y dejar que pasaran los años (aunque él mismo, contradiciéndose en el acto, decía que eso era posible con Chateaubriand, el Octavio Paz del siglo XIX, pero no con Stendhal, nunca con Stendhal), quería, finalmente, escribir un libro, una antología de la literatura nazi americana. Un libro magno, decía cuando lo iba a buscar a la salida de la zapatería, que cubriría todas las manifestaciones de la literatura nazi en nuestro continente, desde Canadá (en donde los quebequeses podían dar mucho juego) hasta Chile, en donde seguramente iba a encontrar tendencias para todos los gustos. Mientras tanto no olvidaba a Carlos Wieder y juntaba todo lo que aparecía sobre él o sobre su obra con la pasión y la dedicación de un filatelista.