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Lo primero que hizo apenas se hubo instalado en un hotelito de Saint-Germain fue llamar al traductor de Soledad (Las noches de la Pampa) infructuosamente. El teléfono de su casa sonaba sin que nadie lo descolgara y en la editorial no tenían idea de su paradero. La verdad es que en la editorial tampoco sabían quién era Rousselot, aunque éste les afirmó que habían publicado dos libros suyos, Las noches de la Pampa y Vida de recién casado, hasta que finalmente un tipo de unos cincuenta años, cuya función en la empresa Rousselot no pudo jamás averiguar a ciencia cierta, lo reconoció y acto seguido, con una seriedad impropia (y que además no venía al caso), procedió a informarle de que las ventas de sus libros habían sido muy malas.

De allí Rousselot se dirigió a la casa editorial que había publicado La familia del malabarista (que Morini, al parecer, no leyó jamás) e intentó resignadamente averiguar la dirección de su traductor, con la esperanza de que éste lo pusiera en contacto con los traductores de Las noches de la Pampa y Vida de recién casado. Esta editorial era notablemente más pequeña que la anterior, de hecho consistía tan sólo en una secretaria, o eso fue lo que Rousselot pensó que era la mujer que lo atendió, y un editor, un tipo joven que lo recibió con una sonrisa y un abrazo y que insistió en hablar en español aunque pronto quedó claro que no dominaba esta lengua. Al ser preguntado por los motivos por los que deseaba hablar con el traductor de La familia del malabarista, Rousselot no supo qué contestar, pues en ese momento se dio cuenta de que era absurdo pensar que el traductor de esta novela o de las anteriores pudiera llevarlo a Morini. Sin embargo, ante la franqueza de su editor francés (y ante su disponibilidad, pues parecía no tener nada mejor que hacer aquella mañana que escucharlo), decidió contarle a éste toda la historia de Morini, desde el principio hasta el final.

Cuando hubo terminado, el editor encendió un cigarrillo y se estuvo largo rato en silencio, caminando de un extremo a otro de su oficina, una oficina que a duras penas llegaba a los tres metros de largo. Rousselot esperó, cada vez más nervioso. Finalmente el editor se detuvo ante un anaquel acristalado lleno de manuscritos y le preguntó si era la primera vez que estaba en París. Algo cortado, Rousselot admitió que así era. Los parisinos son unos caníbales, dijo el editor. Rousselot se apresuró a puntualizar que no tenía ningún litigio en mente contra Morini, que sólo deseaba verlo y tal vez preguntarle cómo había surgido el argumento de las dos películas que a él, por decirlo de alguna manera, le concernían. El editor se rió a mandíbula batiente. Desde Camus, dijo, aquí lo único que interesa es el dinero. Rousselot lo miró sin entender sus palabras. No supo si el editor había querido decir que tras la muerte de Camus entre los intelectuales sólo primaba el dinero o si Camus había instituido entre los artistas la ley de la oferta y la demanda.

A mí no me interesa el dinero, susurró. Ni a mí tampoco, pobre amigo mío, dijo el editor, y véame dónde estoy.

Se separaron con la promesa de que Rousselot lo llamaría y se verían alguna noche para cenar. El resto del día lo dedicó a hacer turismo. Estuvo en el Louvre, visitó la torre Eiffel, comió en un restaurante del Barrio Latino, visitó un par de librerías de viejo. Por la noche telefoneó, desde su hotel, a un escritor argentino que vivía en París y al que conocía de su época de Buenos Aires. No eran propiamente lo que se dice amigos, pero Rousselot apreciaba su obra y había contribuido a que una revista porteña publicara algunos de sus textos.

El escritor argentino se llamaba Riquelme y se alegró de escuchar a Rousselot. Este deseaba formalizar con él algún encuentro durante la semana, tal vez para comer o para cenar, pero Riquelme no quiso ni oír hablar de eso y le preguntó desde dónde lo llamaba. Rousselot dio el nombre de su hotel y le dijo que estaba pensando en acostarse. Riquelme dijo que ni se le ocurriera ponerse el pijama, que él se llegaba ahora mismo al hotel y que esa noche corría por su cuenta. Abrumado, Rousselot no supo oponerse. Hacía años que no veía a Riquelme y mientras lo aguardaba en el vestíbulo del hotel estuvo intentando recomponer su rostro. Tenía una cara redonda, ancha, y el pelo rubio, y era de baja estatura y de complexión fuerte. Hacía tiempo que no leía nada suyo.

Cuando por fin apareció Riquelme le costó reconocerlo: parecía más alto, menos rubio, usaba gafas. La noche fue pródiga en confidencias y revelaciones. Rousselot le contó a su amigo lo mismo que durante la mañana le había contado a su editor francés y Riquelme le contó que estaba escribiendo la gran novela argentina del siglo XX. Llevaba más de 800 páginas y esperaba terminarla en menos de tres años. Pese a que Rousselot no quiso, por prudencia, preguntarle nada sobre el argumento, Riquelme le contó con detalle algunas partes de su libro. Visitaron varios bares y centros nocturnos. En algún momento de la noche Rousselot se dio cuenta de que tanto Riquelme como él se estaban comportando como adolescentes. Al principio este descubrimiento lo abochornó, luego se entregó a él sin reservas, con la felicidad de saber que al final de la noche estaba su hotel, la habitación de su hotel y la palabra hotel, que en ese momento parecía encarnar milagrosamente (es decir de forma instantánea) la libertad y la precariedad.

Bebió mucho. Al despertarse descubrió a una mujer a su lado. La mujer se llamaba Simone y era puta. Desayunaron juntos en una cafetería cercana al hotel. A Simone le gustaba hablar y así Rousselot se enteró de que no tenía chulo porque un chulo era el peor negocio que podía hacer una puta, de que acababa de cumplir veintiocho años y de que le gustaba el cine. Como a él no le interesaba el mundo de los chulos parisinos y la edad de Simone no le pareció un tema fructífero de conversación, se pusieron a hablar de cine. A ella le gustaba el cine francés y más temprano que tarde llegaron a las películas de Morini. Las primeras eran muy buenas, dictaminó Simone, y Rousselot la hubiera besado allí mismo.

A las dos de la tarde volvieron juntos al hotel y no salieron hasta la hora de cenar. Se podría decir que Rousselot nunca se había sentido tan bien en su vida. Tenía ganas de escribir, de comer, de salir a bailar con Simone, de caminar sin rumbo por las calles de la orilla izquierda. De hecho, se sentía tan bien que en un momento de la cena, poco antes de pedir los postres, le contó a su acompañante el porqué de su viaje a París. Contra lo que esperaba, la puta no se sorprendió sino que se tomó con una naturalidad pasmosa no sólo el hecho de que él fuera escritor sino también el hecho de que Morini lo hubiera plagiado o copiado o se hubiera inspirado libremente en dos de sus novelas para realizar sus dos mejores películas.

Su respuesta, escueta, fue que en la vida pasaban estas cosas y cosas aún más raras. Luego, a quemarropa, le preguntó si estaba casado. En la pregunta estaba implícita la respuesta y Rousselot le mostró, con gesto resignado, su anillo de oro que en ese momento le apretaba como nunca el dedo anular. ¿Y tienes hijos?, dijo Simone. Un varoncito, dijo Rousselot con ternura al evocar mentalmente a su retoño. Añadió: Es igualito que yo. Después Simone le pidió que la acompañara a casa. El trayecto en taxi lo realizaron ambos en silencio, mirando cada uno por su ventanilla las luces y las sombras que surgían de donde uno menos se lo esperaba, como si a determinada hora y en determinados barrios la ciudad luz se transformara en una ciudad rusa del medievo o en las imágenes de tales ciudades que los directores de cine soviético entregaban de vez en cuando al público en sus películas. Finalmente el taxi se detuvo junto a un edificio de cuatro pisos y Simone lo invitó a bajar. Rousselot dudó si hacerlo y luego recordó que no le había pagado. Se sintió compungido y bajó sin pensar en cómo volvería a su hotel, ya que en aquel barrio no parecían abundar los taxis. Antes de entrar en el edificio le tendió, sin contarlos, un fajo de billetes que Simone se guardó, ella también sin contarlos, en el bolso.

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