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¿Demasiado tarde para qué?, le pregunté con un bostezo. Para los cachorros y para las cuidadoras, respondió. Ya es demasiado tarde para todo, pensé. Y también pensé: ¿En qué momento se hizo demasiado tarde? ¿En la época de mi tía Josefina? ¿Cien años antes? ¿Mil años antes? ¿Tres mil años antes? ¿No estábamos, acaso, condenados desde el principio de nuestra especie? El policía me miró esperando un gesto de mi parte. Era joven y seguramente no llevaba más de una semana en el oficio. A nuestro alrededor algunas ratas cuchicheaban, otras pegaban sus orejas a las paredes del túnel, la mayoría tenía que hacer un gran esfuerzo para no temblar y después huir. ¿Tú qué propones?, pregunté. Lo reglamentario, contestó el policía, internarnos en el túnel y rescatar a las crías.

¿Te has enfrentado alguna vez a una comadreja? ¿Estás dispuesto a ser despedazado por una comadreja?, dije. Sé luchar, Pepe, contestó. Llegado a este punto poco era lo que podía decir, así que me levanté y le ordené que se mantuviera detrás de mí. El túnel era negro y olía a comadreja, pero yo sé moverme por la oscuridad. Dos ratas se ofrecieron como voluntarias y nos siguieron.

EL VIAJE DE ALVARO ROUSSELOT

para Carmen Pérez de Vega

El extraño caso de Alvaro Rousselot merece si no un lugar destacado en la antología del misterio literario sí nuestra atención o al menos un minuto de nuestra atención.

Como sin duda recordarán todos los aficionados a la literatura argentina de mediados del siglo XX, que no son muchos pero son, Rousselot fue un prosista ameno y pródigo en argumentos originales, con un castellano bien construido en el que por otra parte no escaseaban, si la trama así lo requería, las inmersiones en el lunfardo, sin demasiadas complicaciones formales o al menos eso era lo que creíamos sus lectores más fieles.

Con el tiempo -ese personaje más que siniestro, eminentemente burlón- la sencillez de Rousselot ya no nos parece tal. Puede que fuera complicado. Quiero decir, mucho más complicado de lo que pensábamos. Pero también hay otra explicación: puede que sólo fuera otra víctima del azar.

Esto suele ser común en quienes aman la literatura. En realidad, esto es común en quienes aman cualquier cosa. Todos terminamos convirtiéndonos en víctimas del objeto de nuestra adoración, tal vez porque toda pasión tiende -con mayor velocidad que el resto de las emociones humanas- a su propio fin, tal vez por la frecuentación excesiva del objeto del deseo.

Lo cierto es que Rousselot amaba la literatura tanto como cualquiera de sus compañeros de generación y de los de la generación precedente y posterior, es decir amaba la literatura sin hacerse demasiadas ilusiones al respecto, como muchos argentinos. Con esto quiero decir que no era tan diferente de los demás, y sin embargo a los otros, a sus pares, a sus compañeros de pequeñas alegrías o de martirio, no les ocurrió nada ni remotamente parecido.

Llegados a este punto se puede argüir, con sobrada razón, que a los otros el destino les reservaba su propio infierno, su propia singularidad. Ángela Caputo, por ejemplo, se suicidó de una forma inimaginable y nadie que hubiera leído sus poemas, impregnados de una resbaladiza atmósfera infantil, habría sido capaz de predecir una muerte tan atroz en medio de una escenografía milimétricamente calculada para producir pavor. O Sánchez Brady, que escribía textos herméticos y cuya vida se vio truncada por los militares en la década del setenta, cuando ya contaba con más de cincuenta años y la literatura (y el mundo) le habían dejado de interesar.

Muertes y destinos paradójicos, pero que no empequeñecen el destino de Rousselot, la anomalía que rodeó imperceptiblemente sus jornadas, la conciencia de que su trabajo, es decir su escritura, se ubicaba o llegaba hasta una frontera o hasta un borde del que ignoraba casi todo.

Su historia puede ser explicada con sencillez, tal vez porque en el fondo es una historia sencilla. En 1950, a la edad de treinta años, Rousselot publica su primer libro, de título más bien parco: Soledad. La novela trata sobre el paso de los días en una penitenciaría perdida en la Patagonia. Como es natural, abundan las confesiones que evocan vidas pasadas, instantes de felicidad perdidos, y también abunda la violencia. A la mitad del libro nos damos cuenta de que la mayoría de los personajes están muertos. Cuando sólo faltan treinta páginas para el final, comprendemos de golpe que todos están muertos, menos uno, pero nunca se nos revela quién es el único personaje vivo. La novela no tuvo mucho éxito en Buenos Aires, se vendieron menos de mil ejemplares, pero gracias a algunos amigos de Rousselot gozó del privilegio de una traducción al francés en una editorial de cierto prestigio, que aparecería en 1954. Soledad, que en el país de Víctor Hugo se llamó Las noches de la Pampa, pasó desapercibida salvo para dos críticos literarios que la reseñaron, uno de forma amistosa, el otro con un entusiasmo acaso desmedido, y luego se perdió en el limbo de las últimas estameñas o en las mesas sobrecargadas de las librerías de viejo.

A finales de 1957, sin embargo, se estrenó una película, Las voces perdidas, del director francés Guy Morini, que para cualquiera que hubiera leído el libro de Rousselot se trataba de una hábil relectura de Soledad. La película de Morini comenzaba y terminaba de una forma diametralmente diferente, pero digamos el tronco o la parte central del film eran exactamente los mismos. No creo que sea reproducible la estupefacción de Rousselot cuando, en una sala oscura y semivacía de un cine de Buenos Aires, contempló la cinta del francés por vez primera. Naturalmente, pensó que había sido víctima de un plagio. Con el paso de los días se le ocurrieron otras explicaciones, pero la idea de haber caído en manos de un plagiario prevaleció. De los amigos que, advertidos, vieron la película, la mitad fue partidaria de demandar a la productora y la otra mitad opinó, con diversos matices, que estas cosas solían ocurrir y se remitieron al caso de Brahms. Por aquel entonces Rousselot ya había publicado una segunda novela, Los archivos de la calle Perú, de tema detectivesco, cuyo argumento giraba en torno a la aparición de tres cadáveres en tres sitios distintos de Buenos Aires, los dos primeros asesinados por el tercero, y el tercero asesinado a su vez por un desconocido.

La novela no era lo que cabía esperar del autor de Soledad, pero la crítica la trató bien, aunque de todas las obras de Rousselot tal vez sea la menos lograda. Cuando se estrenó la primera película de Morini en Buenos Aires Los archivos de la calle Perú ya hacía casi un año que vagaban por las librerías porteñas y Rousselot se había casado con María Eugenia Carrasco, una joven que frecuentaba los círculos literarios de la capital, y había empezado a trabajar en el bufete de abogados Zimmerman amp; Gurruchaga.

Su vida era ordenada: se levantaba a las seis de la mañana y escribía o trataba de escribir hasta las ocho, momento en el cual interrumpía su trato con las musas, se duchaba y se marchaba corriendo a la oficina, adonde llegaba a las nueve menos cuarto o a las nueve menos diez. Casi todas las mañanas las pasaba revisando legajos o visitando juzgados. A las dos de la tarde volvía a casa, comía con su mujer y por la tarde volvía al bufete. A las siete solía tomar una copa con otros abogados y a las ocho de la noche, a más tardar, estaba de vuelta en casa, donde la flamante señora de Rousselot lo esperaba con la cena hecha, después de la cual Rousselot se ponía a leer mientras María Eugenia escuchaba la radio. Los sábados y domingos escribía un poco más y por las noches salía, sin la mujer, a ver a sus amigos literatos.

El estreno de Las voces perdidas le granjeó una fama que trascendió modestamente los límites de su pequeño grupo. Su mejor amigo en el bufete, a quien más bien no le interesaba la literatura, le aconsejó que se querellara por plagio contra Morini. Rousselot, tras pensárselo detenidamente, optó por no hacer nada. Después de Los archivos de la calle Perú publicó un delgado volumen de cuentos y casi sin transición apareció su tercera novela, Vida de recién casado, en la que, como su título indica, narraba los primeros meses de un hombre que se casa con una mujer creyendo conocerla y que, al paso de los días, se da cuenta de su error garrafal: su mujer no sólo es una desconocida sino una especie de monstruo que amenaza incluso su integridad física. Sin embargo el tipo la quiere (o mejor dicho descubre una atracción física por ella que antes no sentía) y aguanta hasta que ya no puede más y huye.

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