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La novela, evidentemente, era de carácter humorístico, y así lo entendieron los lectores, para sorpresa de Rousselot y de su editor: en tres meses se agotó la primera edición y al cabo de un año ya se habían vendido más de quince mil ejemplares. De la noche a la mañana el nombre de Rousselot saltó de la semipenumbra confortable al estrellato interino. No se lo tomó mal. Con el dinero ganado se pagó unas vacaciones en Punta del Este en compañía de su esposa y de su cuñada, donde se dedicó a leer En busca del tiempo perdido, a escondidas, pues a todo el mundo le había mentido que conocía a Proust y deseaba subsanar, mientras María Eugenia y su hermana retozaban en la orilla del mar, la mentira pero sobre todo la laguna que significaba no haber leído al más ilustre de los novelistas franceses.

Más le hubiera valido leer a los cabalistas. Siete meses después de sus vacaciones en Punta del Este, cuando aún no había aparecido la versión francesa de Vida de recién casado, se estrenó en Buenos Aires la última película de Morini, Contornos del día, que era exactamente igual que Vida de recién casado, pero mejor, es decir: corregida y aumentada de forma considerable, con un método que recordaba en cierto sentido al que había utilizado en su primera película, comprimiendo en la parte central el argumento de Rousselot y dejando el principio y el final de la película como comentarios (en ocasiones exergos, en ocasiones salidas falsas o verdaderas de la historia central, en ocasiones simplemente -y en esto residía su gracia- acuarelas de las vidas de los personajes secundarios).

El disgusto de Rousselot esta vez fue mayúsculo. Durante una semana su affaire con Morini fue la comidilla del mundo literario argentino. Pero cuando todos pensaban que esta vez la querella por plagio no tardaría en producirse, Rousselot decidió, ante la sorpresa de quienes esperaban una actitud más firme y decidida, que nada haría. Pocos entendieron su actitud de forma cabal. No hubo gritos, no hubo llamadas al honor ni a la integridad del artista. Rousselot, tras la sorpresa y la indignación inicial, simplemente optó por no hacer nada, al menos nada legal, y esperó. Algo en su interior que tal vez no erraríamos en llamar el espíritu del escritor, lo arrinconó en un limbo de aparente pasividad y empezó a blindarlo o a cambiarlo o a prepararlo para futuras sorpresas.

Por lo demás, su vida como escritor y como hombre ya había experimentado cambios suficientes como para colmar cualquier expectativa razonable: sus libros tenían buena crítica y se leían, incluso le proporcionaban unos ingresos extra, y su vida familiar pronto se vio enriquecida con la noticia de que María Eugenia iba a ser madre. Cuando la tercera película de Morini llegó a Buenos Aires Rousselot se encerró en su casa y consiguió aguantar una semana sin correr al cine como un poseso. Tampoco permitió que sus amigos le informaran de su argumento. Su idea inicial era no verla, pero al cabo de una semana no pudo más y una noche, resignadamente, salió al cine del brazo de su esposa tras besar a su hijo, que quedaba al cuidado de la niñera, con el corazón destrozado como si partiera a una guerra y nunca más lo fuera a ver.

La película de Morini se llamaba La desaparecida y no tenía nada en común con ninguna obra de Rousselot ni tampoco nada en común con las dos primeras películas de Morini. Al salir del cine su mujer comentó que le había parecido mala, aburrida. Alvaro Rousselot se reservó su opinión pero en el fondo pensaba lo mismo. Unos meses después publicó su siguiente novela, la más larga de todas (206 páginas), La familia del malabarista, en la que abandonaba el estilo fantástico y detectivesco de sus anteriores novelas y experimentaba con algo que, esforzándonos, podríamos llamar novela coral, novela polifónica, estilo que en él resultaba en cierto modo antinatural, forzado, pero que se salvaba por la honradez y sencillez de sus personajes, por un naturalismo que huía graciosamente de los tics de la novela naturalista, por las mismas historias que contaba, historias mínimas y valientes, historias felices e inútiles de donde salía, invicta, la esencia de la argentinidad.

Fue, sin duda, el éxito mayor de Rousselot, el libro que hizo que se reimprimieran todos sus anteriores libros, y la corona fue la obtención del Premio Municipal de Literatura, en cuya entrega Rousselot fue ungido como una de las cinco promesas más rutilantes de la nueva literatura argentina. Pero ésta es otra historia. Las promesas más rutilantes de cualquier literatura, ya se sabe, son flores de un día, y aunque el día sea breve y estricto o se alargue durante más de diez o veinte años, finalmente se acaba.

Los franceses, que desconfían por principio de nuestros premios municipales de literatura, tardaron en traducir y publicar La familia del malabarista. Por entonces, el prestigio de la novela latinoamericana se había trasladado hacia climas más cálidos que los de Buenos Aires. Para cuando la novela apareció en París, Morini ya había filmado su cuarta y quinta película, una historia de detectives franceses convencional pero simpática y un bodrio pretendidamente humorístico sobre las vacaciones de una familia en Saint-Tropez, respectivamente.

Ambas películas llegaron a la Argentina y Rousselot comprobó con alivio que en nada se parecían a cualquier cosa que él hubiera escrito. Era como si Morini se alejara de él o como si Morini, apurado por deudas o absorbido por el remolino del negocio cinematográfico, hubiera suspendido su comunicación con él. Tras el alivio, entonces, vino la tristeza. Durante unos días incluso le rondó por la cabeza la idea de haber perdido a su mejor lector, el único para el que verdaderamente escribía, el único que era capaz de responderle. Intentó ponerse en contacto con sus traductores, pero éstos estaban embarcados en otros textos y en otros autores y contestaron a sus cartas con palabras corteses y evasivas. Uno de ellos no había visto en su vida una película de Morini. El otro había visto una sola película pero justo aquella que presentaba similitudes con el libro que él no había traducido y que, a juzgar por lo que decía, tampoco había leído.

En su editorial de París ni siquiera se sorprendieron cuando Rousselot preguntó si Morini había tenido acceso al manuscrito antes de su publicación. Le respondieron, con desgana, que mucha gente tiene acceso al manuscrito en los diversos estadios previos a la aparición del libro impreso. Avergonzado, Rousselot prefirió no seguir molestando por correo a nadie más y prefirió dejar las averiguaciones para cuando por fin pudiera visitar París. Un año después fue invitado a un congreso de escritores en Frankfurt.

La delegación argentina era numerosa y el viaje fue ameno. Rousselot pudo conocer a dos viejos escritores porteños a quienes consideraba sus maestros. Intentó ser útil con ellos y a tal fin se prestó a realizar pequeños trabajos más propios de un secretario o de un valet que de un colega, gesto que le afeó un escritor de su propia promoción, tratándolo de obsecuente y servil. Pero Rousselot era feliz y no le hizo caso. La estancia en Frankfurt fue grata, pese al clima, y Rousselot no se separó en ningún momento del par de viejos escritores.

En realidad, esa atmósfera de felicidad un tanto artificial en gran medida fue creada por el mismo Rousselot, que sabía que al finalizar el congreso emprendería viaje a París, mientras el resto de sus compañeros volverían a Buenos Aires o se tomarían unos días de vacaciones en Europa. Cuando llegó el día de la partida y Rousselot fue a despedir al aeropuerto a la parte de la delegación que volvía a la Argentina los ojos se le llenaron de lágrimas. Uno de los viejos escritores lo notó y le dijo que no se preocupara, que pronto volverían a verse y que tenía las puertas de su casa de Buenos Aires abiertas para él. Rousselot no entendió lo que le decían. En realidad había estado a punto de llorar por el miedo a quedarse solo y, sobre todo, por el miedo de ir a París y enfrentar el misterio que allí le aguardaba.

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