Cuando volvió a apoyar la frente en la ventanilla vio que los conejos perseguidores ya habían dado alcance al conejo solitario y que se le arrojaban encima con saña, clavándole las garras y los dientes, esos largos dientes de roedores, pensó espantado Pereda, en el cuerpo. Mientras el tren se alejaba vio una masa amorfa de pieles pardas que se revolvía a un lado de la vía.
En la estación de Capitán Jourdan sólo se bajó Pereda y una mujer con dos niños. El andén era mitad de madera y mitad de cemento y por más que buscó no halló a un empleado del ferrocarril por ninguna parte. La mujer y los niños echaron a caminar por una pista de carretas y aunque se alejaban y sus figuras se iban haciendo diminutas, pasó más de tres cuartos de hora, calculó el abogado, hasta que desaparecieron en el horizonte. ¿Es redonda la tierra?, pensó Pereda. ¡Por supuesto que es redonda!, se respondió, y luego se sentó en una vieja banca de madera pegada a la pared de las oficinas de la estación y se dispuso a matar el tiempo. Recordó, como era inevitable, el cuento El Sur, de Borges, y tras imaginarse la pulpería de los párrafos finales los ojos se le humedecieron. Después recordó el argumento de la última novela del Bebe, vio a su hijo escribiendo en un ordenador, en la incomodidad de una habitación en una universidad del Medio Oeste norteamericano. Cuando el Bebe regrese y sepa que he vuelto a la estancia…, pensó con entusiasmo. La resolana y la brisa tibia que llegaba a rachas de la pampa lo adormecieron y se durmió. Despertó al sentir que una mano lo remecía. Un tipo tan mayor como él y vestido con un viejo uniforme de ferrocarrilero le preguntó qué estaba haciendo allí. Dijo que era el dueño de la estancia Álamo Negro. El tipo se lo quedó mirando un rato y luego dijo: El juez. Así es, contestó Pereda, hubo un tiempo en que fui juez. ¿Y no se acuerda de mí, señor juez? Pereda lo miró con atención: el hombre necesitaba un uniforme nuevo y un corte de pelo urgente. Negó con la cabeza. Soy Severo Infante, dijo el hombre. Su compañero de juego, cuando usted y yo éramos chicos. Pero, che, de eso hace mucho, cómo me podría acordar, respondió Pereda, y hasta la voz, no digamos las palabras que empleó, le parecieron ajenas, como si el aire de Capitán Jourdan ejerciera un efecto tónico en sus cuerdas vocales o en su garganta.
Es verdad, tiene razón, señor juez, dijo Severo Infante, pero yo igual lo pienso celebrar. Dando saltitos, como si imitara a un canguro, el empleado de la estación se perdió en el interior de la boletería y cuando salió llevaba una botella y un vaso. A su salud, dijo, y le ofreció a Pereda el vaso que llenó hasta la mitad de un líquido transparente que parecía alcohol puro y que sabía a tierra quemada y a piedras. Pereda probó un sorbo y dejó el vaso sobre la banca. Dijo que ya no bebía. Luego se levantó y le preguntó hacia dónde quedaba su estancia. Salieron por la puerta trasera. Capitán Jourdan, dijo Severo, queda en esa dirección, nada más cruzar el charquito seco. Álamo Negro queda en esa otra, un poco más lejos, pero no hay manera de perderse si uno llega de día. Tené cuidado con la salud, dijo Pereda, y echó a andar en dirección a su estancia.
La casa principal estaba casi en ruinas. Aquella noche hizo frío y Pereda trató de juntar algunos palitos y encender una fogata, pero no encontró nada y al final se arrebujó en su abrigo, puso la cabeza encima de la maleta y se quedó dormido pensando que mañana sería otro día. Se despertó con las primeras luces del alba. El pozo aún funcionaba, aunque el balde había desaparecido y la cuerda estaba podrida. Necesito comprar cuerda y balde, pensó. Desayunó lo que le quedaba de una bolsita de maní que había comprado en el tren e inspeccionó las innumerables habitaciones de techo bajo de la estancia. Luego se dirigió a Capitán Jourdan y por el camino se extrañó de no ver reses y sí conejos. Los observó con inquietud. Los conejos de vez en cuando saltaban y se le acercaban, pero bastaba con agitar los brazos para que desaparecieran. Aunque nunca fue aficionado a las armas de fuego, en ese momento le hubiera gustado tener una. Por lo demás, la caminata le sentó bien: el aire era puro, el cielo era claro, no hacía ni frío ni calor, de vez en cuando divisaba un árbol perdido en la pampa y esta visión se le antojaba poética, como si el árbol y la austera escenografía del campo desierto hubieran estado allí sólo para él, esperándolo con segura paciencia.
Capitán Jourdan no tenía pavimentada ninguna de sus calles y las fachadas de las casas exhibían una gruesa costra de polvo. Al entrar en el pueblo vio a un hombre durmiendo junto a unos maceteros con flores de plástico. Qué dejadez, Dios mío, pensó. La plaza de armas era grande y el edificio de la municipalidad, de ladrillos, confería al conjunto de edificaciones chatas y abandonadas un ligero aire de civilización.
Le preguntó a un jardinero que estaba sentado en la plaza fumándose un cigarrillo dónde podía encontrar una ferretería. El jardinero lo miró con curiosidad y luego lo acompañó hasta dejarlo en la puerta de la única ferretería del pueblo. El dueño, un indio, le vendió todo el cordel que tenía, cuarenta metros de soga trenzada, que Pereda examinó largo rato, como si buscara hilachas. Apúntelo a mi cuenta, dijo cuando hubo elegido las mercancías. El indio lo miró sin entender. ¿A la cuenta de quién?, dijo. A la cuenta de Manuel Pereda, dijo Pereda mientras amontonaba sus nuevas posesiones en un rincón de la ferretería. Después le preguntó al indio dónde podía comprar un caballo. El indio se encogió de hombros. Aquí ya no quedan caballos, dijo, sólo conejos. Pereda pensó que se trataba de un chiste y soltó una risa seca y breve. El jardinero, que los miraba desde el umbral, dijo que en la estancia de don Dulce podía uno agenciarse un overo rosado. Pereda le pidió las señas de la estancia y el jardinero lo acompañó un par de calles, hasta un solar lleno de escombros. Más allá sólo había campo.
La estancia se llamaba Mi Paraíso y no parecía tan abandonada como Álamo Negro. Unas gallinas picoteaban por el patio. La puerta del galpón estaba arrancada de sus goznes y alguien la había apoyado a un lado, contra una pared. Unos niños de rasgos aindiados jugaban con unas boleadoras. De la casa principal salió una mujer y le dio las buenas tardes. Pereda le pidió un vaso de agua. Mientras bebía le preguntó si allí vendían un caballo. Tiene que esperar al patrón, dijo la mujer, y volvió a entrar en la casa. Pereda se sentó junto al aljibe y se entretuvo espantando las moscas que salían de todas partes, como si en el patio estuvieran encurtiendo carne, aunque los únicos encurtidos que Pereda conocía eran los picles que hacía muchos años compraba en una tienda que los importaba directamente de Inglaterra. Al cabo de una hora, oyó los ruidos de un jeep y se levantó.
Don Dulce era un tipo bajito, rosado, de ojos azules, vestido con una camisa blanca de manga corta pese a que a esa hora ya empezaba a refrescar. Junto a él se bajó un gaucho ataviado con bombachas y chiripá, aún más bajo que don Dulce, que lo miró de reojo y luego se puso a trasladar pieles de conejo al galpón. Pereda se presentó a sí mismo. Dijo que era el dueño de Álamo Negro, que tenía pensado hacer algunos arreglos en la estancia y que necesitaba comprar un caballo. Don Dulce lo invitó a comer. A la mesa se sentaron el anfitrión, la mujer que había visto, los niños, el gaucho y él. La chimenea la usaban no para calentarse sino para asar trozos de carne. El pan era duro, sin levadura, como el pan ácimo de los judíos, pensó Pereda, cuya mujer era judía, como recordó con un asomo de nostalgia. Pero ninguno de la estancia Mi Paraíso parecía judío. Don Dulce hablaba como un criollo aunque a Pereda no se le pasaron por alto algunas expresiones de compadrito porteño, como si don Dulce se hubiera criado en Villa Luro y llevara relativamente poco tiempo viviendo en la pampa.