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El pelechado y desarrollo del cuco del avellano fue normal. La madre adoptiva se desvivía por atenderlo y el pollo crecía visiblemente. Pero una noche, a las tres semanas de nacido, una serie de acontecimientos inesperados pusieron al proceso un colofón dramático. Mi hijo Adolfo, al descender a oscuras por el sendero que conduce de mi casa a la Tobaza, pisó el rabo de un joven e inexperto garduño, quien, después de soltar una presa que portaba en la boca, logró desasirse y, empujado por el pánico, se escabulló, a través de la maleza, hasta la carretera. A la mañana siguiente encontramos vacío el nido del verderón; el cuco había desaparecido. Horas más tarde, cuando mi hijo Adolfo buscaba cagarrutas de garduño en el sendero de la Tobaza, donde tropezó con él, halló el cadáver del cuco entre la hojarasca, al pie de una zarzamora. El pájaro había ido a morir de la misma muerte que él proporcionó al tierno verderoncillo: violentamente. El viejo dicho de que el que a hierro mata a hierro muere suele tener en el mundo animal una aplicación frecuente y rigurosa.

EL CÁRABO

De las aves que conozco, el cárabo es -aparte la gaviota reidora- la única que tiene la propiedad de reírse: una carcajada descarada, sarcástica, un poco lúgubre, un "juuuj-ju-juuuuuj" agudo y siniestro que le pone a uno los pelos de punta. Parece ser que estas risotadas del cárabo están relacionadas, en cierto modo, con el celo y la procreación, ya que, después de la puesta, su canto se dulcifica y, aunque se siguen produciendo, no es tan fácil escuchar aquellas carcajadas.

El cárabo es rapaz de noche, hábil cazador, cabezón, ligero y, a diferencia de otras aves nocturnas, como el búho o el autillo, desorejado, con un cráneo redondeado y liso. Color castaño moteado, pico curvo amarillo-verdoso, y, con unos discos grises o rojizos alrededor de los ojos que le dan la apariencia de una viejecita con gafas, escéptica y cogitabunda, el cárabo no tiene las pupilas amarillas como el resto de las rapaces nocturnas, sino marrones oscuras o negras. Semejante a un pequeño tronco de árbol debido a su plumaje mimético, al cárabo, cuando se inmoviliza de día en el interior del bosque, es difícil distinguirlo, parece una rama más. Pero, en ocasiones, las pequeñas avecillas le descubren y, entonces, se arma en torno suyo una algarabía de mil demonios, con pitidos y silbidos de todos los matices, atemorizados intentos de agresión, etc., pero el cárabo suele permanecer impasible, indiferente, como si la cosa no fuera con él. La tropa menuda del bosque siente hacia este pájaro una suerte de fascinación, mezcla de odio y pánico, fascinación semejante a la que experimentan las águilas y los córvidos hacia el búho gigante o gran duque, de la que se vale arteramente el hombre para cazarlos.

Y no es que el cárabo sea exclusivamente pajarero. El cárabo come básicamente ratones pero también cualquier clase de animal que le salga al paso: gusanos, babosas, caracoles. Su afición a establecerse en la proximidad de ríos o arroyos le lleva a ingerir también, como he comprobado varias veces, ranas y cangrejos. El cárabo suele cazar en ataques silenciosos y súbitos. Yo le he visto matar a un ratoncillo de un solo picotazo en la cabeza antes de que el minúsculo roedor pudiese pensar en defenderse. Con los pajarillos, su método de caza es más astuto. En el corazón de la arboleda, el cárabo aletea blandamente entre el follaje, golpeando las frágiles ramas con las alas y espantando a las avecillas que duermen en ellas, para capturarlas antes de que se repongan de su desconcierto.

Una noche, mientras leía en mi refugio de Sedano, me sorprendió un golpeteo reiterado en los cristales de la puerta vidriera. Levanté la cabeza y, ante mi asombro, divisé a un chochín diminuto que pugnaba por penetrar en la habitación. Detrás de él, a la luz del farol, divisé por dos veces la sombra del cárabo. Apenas abrí la puerta, el pajarito se introdujo en la casa y se posó en el respaldo de una silla. Nunca en la vida he visto un ave tan agitada como aquel chochín (al que puse a salvo sacándole por la puerta trasera, bajo los olmos), lo que prueba que, una vez desaparecido o a punto de extinguirse el gran duque, el cárabo ha pasado a convertirse en el rey de la noche, en el fanfarrón de la grey ornitológica.

Los jóvenes cárabos nos visitan puntualmente todos los estíos en mi refugio de Sedano. Deben de anidar en las concavidades de las rocas o entre las ramas de los altos pinos, sus querencias predilectas, aunque a veces lo hagan en torres o casas derruidas o en los pajares de casas habitadas. En la primavera del año 1977, la pareja de cárabos anidó en la manzanera de la Tobaza, lugar que sirve de trastero y es frecuentado por la familia Fisac Gallo. Ello prueba que el cárabo es proclive a la convivencia con el hombre y que su proximidad no sólo no le desazona, sino que la busca.

La historia que refiero a continuación da idea de la sociabilidad del cárabo. Antonio Nogales y Pilar Fisac -de la familia antes citada- atraparon un día un pollo al pie de un alcornoque, en su finca de El Gamo, próxima a Mérida. Le acogieron con mucho afecto, le alimentaron durante dos semanas y, en tan poco tiempo, el pájaro se avino, gustosamente, a vivir con ellos. Ya volandero, pasaba el día oculto en la sierra próxima y, al caer el sol, regresaba a casa y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, penetraba como un rayo por una ventana, se colgaba de una lámpara de pesas en el salón y durante horas se dedicaba a subir y bajar como en un tío vivo. Era un huésped simpático pero poco deseable: enredaba con todo, rompía cristales y porcelanas, se ensuciaba sobre los muebles. Total, que el matrimonio Nogales, ante la imposibilidad de corregirle, decidió un día, como en el cuento de Pulgarcito, abandonarle en el bosque. Le trasladaron en coche a diez kilómetros de la finca y le dejaron allí. Pero, ante su sorpresa, al retornar a casa se lo encontraron columpiándose en la lámpara del salón, como si nada hubiera ocurrido. La segunda vez, el matrimonio le llevó aún más lejos, a veinte kilómetros, pero los resultados fueron los mismos: el cárabo regresó. Un tercer intento, hasta más allá de Mérida, a treinta y cinco kilómetros de la finca, tampoco sirvió de nada. La querencia del animalito y su sentido de orientación eran capaces de vencer cualquier obstáculo. El matrimonio Nogales, en el fondo un poco conmovido por la afectuosidad del bicho, no tuvo más remedio que resignarse a su compañía; renunciaron a deshacerse de él y juntos convivieron dos años, hasta la muerte accidental del pájaro, guillotinado por una ventana.

Con leves variaciones, estos casos de domestiquez, fidelidad y mansedumbre son relativamente frecuentes, lo que significa que, si esta rapaz recibiera por parte de granjeros y campesinos una acogida amistosa, como la recibe la cigüeña, por ejemplo, sería sin duda una compañía habitual del hombre en los pequeños caseríos. Pero en los pueblos suele existir una prevención supersticiosa contra las aves nocturnas -verdadera animosidad en el caso de la lechuza-, que se agudiza con el cárabo debido, seguramente, a sus carcajadas siniestras.

Pero estábamos con la pareja de cárabos que anidó en la manzanera de la Tobaza. Aquello representó para mí una oportunidad de observar las diversas fases de la cría, desde el momento en que la hembra depositó dos huevecitos blancos y casi esféricos en las pajas, en un nido elemental, hasta que los pollos emplumaron y estuvieron en condiciones de volar. Después de la puesta, la hembra permaneció echada alrededor de dos semanas, período durante el cual el macho se ocupó de su sustento con puntualidad y diligencia.

En torno al nido, se amontonaban las pelotitas grises de las egagrópilas, formadas por los residuos de las presas -pelos, huesos, plumas- que el cárabo, como otras rapaces, devuelve por la boca ante la imposibilidad de digerirlas. El análisis de estas pelotitas nos permite conocer la alimentación de este pájaro, y, merced a ellas, pude averiguar yo que las parejas de cárabos que habitan en los farallones que festonean el río Moradillo, cerca del barrio de Lagos, comen -o comían, puesto que estoy hablando de antes de la epidemia de afanomicosis- cangrejos en cantidad.

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