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– Menos mal que hemos salvado la vaca.

Luego su madre fue enterrada en el amorfo cementerio del pueblo y la losa gris que preservaba sus restos iba desapareciendo bajo la exuberante vegetación del camposanto, asfixiada por los ráspanos, las zarzamoras, los helechos y las ortigas. Una vez por año, Lucas acudía allí, limpiaba la tumba de su madre y le rezaba de rodillas una oración; entonces, estático y mudo, olvidaba los arrebatos del padre, los sinsabores y angustias sufridos en sus cortos once años.

Pero, pese a todo, Lucas seguía amarrado a su valle; apegado a sus prados verdes, al rumor sombrío de la corriente fluvial, al jadeo asmático de los trenes ascendentes, al clamor de los cencerros en la pradera… Se habría podido marchar; nadie le hubiera impedido huir de allí como su hermano mayor, un año después de muerta la madre. Entre su padre y su hermano existió siempre una tensión discordante, una latente disconformidad que terminó en ruptura. Fue el mejor final que podía esperarse. "Cuando yo falte, estas diferencias concluirán en sangre", solía decir la madre; pero, a Dios gracias, no llegó a tanto. La madre se fue al camposanto y su hermano mayor, un año después, tomó uno de los trenes descendentes, cogió un vapor y marchó a América. Pasaron cinco años sin noticias; al sexto, llegó una carta franqueada con unos sellos extraños. Iba dirigida a Lucas y era de su hermano. Entre otras cosas le decía que se fuese con él, "que tenía un café con tres docenas de camareros y vivía en una ciudad muy bella, llena de luces y de automóviles". Lucas quería mucho a su hermano y la tentación fue muy fuerte, pero llegada la noche, cuando recostado en su jergoncillo de yerba seca miró por el rectángulo de la ventana abierta y vio un lucero brillante sobre la cumbre oscura de una montaña, vaciló. Y, momentos después, cuando escuchó, en su amodorrada duermevela, el eco de un cencerro lejano y el canto de un mirlo en los bardales de la ribera del río, desistió definitivamente. No; él sería siempre fiel a aquel valle, no desertaría de él, ni cambiaría su miserable jergoncillo de yerba seca por el café con tres docenas de camareros y la ciudad llena de luces y de automóviles donde vivía su hermano.

Desde hacía seis años, Lucas pasaba sus horas libres en la estación. Iba hasta ella atravesando un largo túnel y siguiendo el curso de los raíles. En la boca del túnel se hallaba la minúscula estación del pueblo. Era un edificio chiquito, de piedra, casi oculto por los arbustos circundantes. En un costado rezaba el nombre del pueblo, en unos cartelitos con letras blancas sobre fondo azul. A cien metros de distancia se encontraba la casetucha blanca del guardavías. Este era un hombre muy viejo, apergaminado, con una perpetua colilla, desigualmente consumida, pendiente del ulcerado labio inferior.

Lucas le miraba maniobrar, arrobado. Aquel viejecillo enclenque, que apenas tenía fuerzas para sostener su churretosa gorra de ferroviario sobre la calva, podía, sin embargo, mediante un simple movimiento de palanca, cambiar el rumbo de los más poderosos trenes. Era igual que fuese un rápido, un mercancías o el primario y cascado tranvía interprovincial. Bastaba un sencillo movimiento de muñeca del viejo decrépito para alterar el curso de las ingentes moles.Y él lo hacía sin darle importancia, sin percatarse de que, ante los ojos asombrados de Lucas, su quehacer era más propio de un héroe mitológico o un semidiós.

El viejo acogía al rapaz con visible disgusto y palmario enojo. Le molestaba verle allí, rezumando salud, encaramado sobre la pila de traviesas inservibles apartadas en una orilla, subido al ruinoso furgón averiado en un percance diez años atrás, o desparramando el balasto con su correr precipitado e irreflexivo. Rezongaba frases ininteligibles y siempre concluía, al ver a Lucas entorpeciendo sus movimientos ante la inminente llegada del tren, espantándole con violentos modales:

– ¡Aparta, podenco! Y soltaba un juramento atroz. Lucas daba un salto y trepaba de nuevo al montón de traviesas o al furgón averiado, desechado en una vía muerta. Desde allí, con los ojos muy abiertos resaltando sobre su carita redonda, tostada por el sol, veía manipular serenamente al viejo cascarrabias, mientras el morro de la locomotora asomaba ya, bufando estruendosamente, por la boca del túnel, negra y circular como la hura de un topo.

Luego regresaba a su casa por el túnel. Zambullirse en aquel agujero oscuro, caliente y trepidante aún por el reciente paso del tren, le producía un hondo vértigo emotivo. Decididamente, él, cuando fuese mayor, sustituiría al viejo y apergaminado guardagujas y, desde su puesto de mando, con la diestra asida a la palanca, compulsaría la serena y pausada vitalidad del valle, reflejada en la masa sombría de las montañas, el murmullo erosivo del río y el melancólico repiqueteo de los cencerros en la pradera…

En la tenebrosidad del túnel sus sueños se hacían verosímiles e inmediatos. Se veía ya con la mano en la palanca, la bonita gorra de ferroviario coronando su testa y cambiando, por su voluntad, el curso de los trenes. En aquel túnel había discurrido buena parte de su infancia. De siempre recordaba las escapadas con rapaces de su edad para aguardar el rápido dentro del agujero. El artefacto pasaba como un meteoro a medio metro de sus cuerpecillos, dejándoles una sensación difusa de haber sido destripados entre sus hierros. La vaharada caliente de la locomotora les llenaba la piel de pecas de vapor sucio, que les hacía reír, luego, al contemplarse unos a otros con jocundo espíritu crítico. Y la tierra, contra lo que habían imaginado en los minutos de tensión del paso del tren, no había trasmudado su topografía, continuaba igual, con sus ingentes montañas distantes y la pradera acotada en parcelas en el centro, surcada por el tajo profundo del torrente.

Su padre le regañaba al llegar a casa. Si su humor era muy encrespado, le golpeaba hasta cansarse, llamándole zascandil. El soportaba la paliza rígido y sin disculpas, reacio a todo propósito de enmienda, impregnado por la convicción de que al día siguiente volvería a aguardar al rápido en el túnel y a contemplar hasta cansarse las breves y tajantes manipulaciones del guardagujas. Aquella atracción era más fuerte que él mismo. (Él necesitaba sentir el aliento del tren en los tuétanos, filtrándose por sus poros; estimaba que ningún padre del mundo tenía derecho a truncar la vocación de un hijo, y menos una vocación como la suya, que se agitaba impetuosa y dominante en el vago fondo de su ser.)

Aquella tarde pinteaba al volver a su casa. Caía una lluvia mansa y menuda que espolvoreaba sus cabellos rubios como una fina capa de escarcha. El viejo guardagujas se había mostrado especialmente violento en aquella ocasión y terminó por arrojarle con toda su alma uno de los pedruscos del balastro de la vía. El lo había esquivado con un ágil movimiento, y continuó impasible allí, sobre la pila de traviesas inútiles, observando. Cuando pasó el tren se le acercó el jefe de estación, con una banderita roja en la mano y una sonrisa enorme que amenazaba desbordársele por las orejas:

– Bien, rapaz -le dijo-.Tú serás el día de mañana un excelente guardagujas.

El vejete indómito le miró con un rencor torcido, mientras la colilla sucia, desigualmente quemada, temblaba pendiente de su agrietado labio inferior.

Ahora, al atravesar el túnel, Lucas rumiaba la excitante profecía del jefe. "Tú serás el día de mañana un excelente guardagujas." Y su pequeño cuerpo se ponía tenso de orgullo; lamentaba no poder pasar de los once a los veinte años como los trenes cambiaban de vía, mediante un simple movimiento de palanca.

Contra lo que esperaba, al llegar a casa encontró a su padre de excelente humor, enarbolando un sobre blanco con unos sellos extraños. Lucas sabía que aquella carta era de América, de su hermano, y, sin saber por qué, la mirada se le ensombreció.

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