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– Me escribe tu hermano -casi le gritó el padre-. Me dice que venda todo y marchemos los dos con él. Es rico, ¿comprendes? Tiene un café con tres docenas de camareros y vive en una ciudad llena de luces y de automóviles.

Así que su padre y su hermano habían hecho las paces y su hermano tentaba al padre con los mismos acicates que a él. El corazón se le agitó. Por un momento se vio en medio de una ciudad populosa, embuchado en un terno nuevo, sobre su pechera una corbata roja con grandes lunares amarillos.

Era ya casi de noche y en la habitación en silencio no había luz. Tan sólo la lumbre del hogar crepitaba en un rincón con su chasquido característico. Por la ventana abierta se adentraba la bucólica paz del valle. Lucas volvió la cabeza, y miró por ella. Los prados y los maizales se extendían divididos en parcelas y las vacas pastaban indolentes la húmeda yerba. Al fondo, las montañas hendían las nubes y sus bases negreaban en la penumbra. Alcanzó sus oídos el rumor oscuro del torrente contiguo y el repiqueteo de los cencerros en la pradera.

Su padre escrutaba ávido en la oscuridad. De repente, sonó en los bardales del río el canto de un mirlo y, a continuación, como un eco distante, el silbido de una locomotora. "Bien, rapaz; tú serás el día de mañana un excelente guardagujas."

Lucas se miró las puntas rotas y sucias de las alpargatas, y luego alzó los ojos, atemorizado, hacia su padre, carraspeó, pero así y todo su voz fue un susurro casi inaudible:

– Lo siento, padre, yo no me marcho; yo me quedo a vivir aquí toda mi vida.

BODAS DE PLATA

Antes del lunch, en los corredores de la Facultad, al doctor Ballesteros le asaltó la convicción de que veinticinco años representaban la mitad de la vida consciente de un hombre. Allá, veinticinco años arriba, el señor Ballesteros era todavía una incógnita profesional. El y sus ochenta y tres compañeros constituían aún ochenta y cuatro herméticas incógnitas profesionales. Luego se fueron definiendo: cuarenta y cinco A. P. D.; "T.Vicente Pastor, tocólogo"; "Sandalio Moral, dentista"; "José González, medicina interna"; "Luis Manzano, vías urinarias", etcétera. De momento eran unos alborozados estudiantes con veinticinco años profesionales encima. El señor Ballesteros, con la titular y la forensía deVillalbaneja (Burgos) en el bolsillo, y mil quinientas igualas a veinte pesetas, pensó que era más feliz cuando todavía era una incógnita profesional. Pensó también que las hermosas cosas de la vida se acabaron para él cuando dejó de ser el señor Ballesteros para empezar a ser el doctor Ballesteros. Ya el rector, en el discurso de despedida, apuntó algo sobre la responsabilidad social y todas esas zarandajas, pero él, veinticinco años atrás, todavía no lo comprendía. Era únicamente el despreocupado señor Ballesteros, de veintitrés años, soltero, Villalbaneja (Burgos). Sin apenas mover un dedo se había convertido en el mesurado doctor Ballesteros, de cuarenta y ocho años, viudo, Villalbaneja (Burgos). Parecía un milagro todo aquel salto de la insensatez a la responsabilidad. Abrazaba a Teótimo Vicente Pastor, quien, con la responsabilidad, devenía "T.Vicente Pastor, tocólogo", y le dijo exultante:

– Pastorcito, hijo, por ti no pasa el tiempo.

Pensaba: "¡Qué viejo está, Dios mío, aquel Pastorcito de la chaqueta estrecha y listada, y la cara de pueblo! ".T.Vicente se reía también y le sacudía la espalda. Ya no eran dos incógnitas profesionales, y, al mirarse cara a cara, el doctor Ballesteros dijo:

– Veinticinco años. Prácticamente la mitad de la vida consciente de un hombre.

Había pensado en aquel acto como en una evasión, y ahora se sentía deprimido y hasta un poco fúnebre. T. Vicente, que se conservaba soltero, le dijo que, tras los últimos progresos médicos, veinticinco años no representaban exactamente la mitad de la vida consciente de un hombre. El respondió: "Es posible", sin la menor convicción. Después el doctor Ballesteros le miró a los ojos, le zarandeó por los hombros y dijo:

– Tú sí estás lo mismo, cacho bribón, y no yo.

Por dentro se confesaba: "Ha perdido aquella luminosa alegría que le desbordaba por los ojos". Luego se preguntó: "¿Estará casado?".

Llegaba un nuevo compañero y se abrió un paréntesis de atención en los grupos. Había un fondo emotivo en aquel reencuentro. Veinticinco años, si no la mitad de la vida consciente de un hombre, sí suponían una cifra respetable.

– Bien. Soy Ramón Sastre. ¿Es que nadie me reconoce aquí? -dijo el recién llegado.

"¡Cristo!", pensó el doctor Ballesteros. El "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" era un hombrecito calvo, achaparrado y pusilánime. El doctor Ballesteros lo estrechó contra su pecho y, al hacerlo, notó que en su ademán había una seca rebeldía. "Nos vamos marchando sin darnos cuenta", pensó. Dijo demasiado agudamente, casi a gritos, como una protesta:

– ¿Quién no te reconoce, Ramonchu, alma mía? No me hace falta verte dibujar una mujer en cueros para saber que eres tú.

Ramón Sastre, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer", se azoró estúpidamente. Dijo, como pidiendo perdón:

– Aquello pasó.

Alguien se le vino encima:

– ¡Sastre, grandísimo pendonazo! ¿Es que no me dices nada?

– Bien -dijo Ramón Sastre, haciéndose atrás, torpemente desorientado-. ¿No irás a decirme que tú eres…?

"Leopoldo Guerra, cirugía facial" adoptó los modales de su antiguo profesor Cambra Roig, que hacía catorce años que era una sombra, y dijo en tono campanudo:

– Señor Sastre, es la segunda vez que le cojo en paños menores. No tengo otro remedio que ponerle un cero.

Sonó una carcajada. El doctor Ballesteros intuyó una extraña madurez en aquella risa. Movió la cabeza impulsivamente: "No quiero ser un agua-fiestas. No me lo perdonaría", se dijo. Y vio venir hacia él a un hombre desconocido; él no sabía que era el "doctor Durantez, pulmón y corazón". No lo sabía, y cuando le dijo: "¿Recuerdas, Bailes, hermano, la noche en que nos descolgamos por el balcón para asistir al baile de la prensa?", sintió un destello como un fuego fatuo y respondió:

– ¡Pobre don Bruno!

El "doctor Durantez, pulmón y corazón" le oprimía efusivamente los brazos.

– Bueno -añadió-, don Bruno era un sacerdote virtuoso. No te entristezcas. Nosotros permanecemos aquí todavía.

El doctor Ballesteros, titular de Villalbaneja (Burgos), tenía la mirada triste y una expresión remota. Pensó: "Permaneceremos hasta después de las Bodas de Oro". Estaba por preguntarle a Durantez: "¿Qué hay detrás de las Bodas de Oro? Dímelo, muchacho", pero se reprimió y se castigó mentalmente: "No seas aguafiestas, tonto", se dijo. Forzó la expresión para agregar:

– Al regreso, don Bruno nos había cerrado el balcón, y hubimos de llamar al sereno, ¿no es ése el final de la historia?

El "doctor Durantez, pulmón y corazón" rompió en una estrepitosa carcajada:

– ¡Exacto, hermano! ¡Exactísimo! A la mañana nos dijo: "No puede haber concordia donde falta la confianza. Buscad otro acomodo".

"Bien", pensó el doctor Ballesteros, quien advertía la inestabilidad de su entusiasmo, "eso ocurrió hace veinticinco años. ¿Quién me garantiza que yo sea la misma persona de entonces?"

Todavía el ojo inquisitivo de la Cueva del Águila no vigilaba desde lo alto de la ladera cada uno de sus movimientos profesionales. Durantez desconocía su oscura peripecia de médico rural. Apenas barruntaba que un médico rural debe hacer lo mismo a un roto que a un descosido. Él había pensado que acudir a la Facultad aquella mañana era retrotraerse, borrar veinticinco años de la propia historia; y le agradaba. Mas Durantez empezaba por ignorar el borroso fin de Amalia López. Faltaban lazos comunes y, de este modo, no era posible reproducir con limpia exactitud las sensaciones de veinticinco años antes. Las circunstancias hacían el ambiente; pero luego, durante el lunch, pensó que el ambiente también podía hacerlo el vino. Había un júbilo indisciplinado en torno a las mesas, mas los ojos, las bocas, los hígados y los estómagos de los comensales no eran los mismos de cinco lustros atrás. Teótimo Vicente Pastor, es decir, "T.Vicente Pastor, tocólogo", estaba a su lado, y ya no tenía la chaqueta estrecha y listada, ni la cara de pueblo; y la ilusión de rejuvenecerse, siquiera por veinticuatro horas, se esfumaba en el pecho del doctor Ballesteros. En la esquina, Ramón Sastre, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer", decía con voz atiplada:

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