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Viviendo en Castilla, la grajilla se me ha hecho luego familiar, porque está en todas partes. Es un pájaro muy sociable, que divaga en grandes bandadas, a veces de cientos de individuos, y que, mientras vuelan alrededor de las torres o los acantilados, sostienen entre ellos interminables conversaciones. No son racistas y, a menudo, se las ve asociadas con pájaros más grandes o más chicos que ellas, cuervos y estorninos, preferentemente, no siempre de la misma familia pero también de plumaje negro. Al parecer no les une una razón de parentesco sino el uniforme.

De ordinario, estas aves asientan en lugares proximos a cortadas rocosas y en torres antiguas o abandonadas, incluso dentro de las grandes ciudades. De la familia de los córvidos es el único pájaro que he visto con aficiones urbanas. La corneja, el cuervo, la graja no sólo rehuyen la ciudad sino que ante el hombre se muestran hoscos y desconfiados. En viejos edificios de altas torres, con agujeros y oquedades, la grajilla es huésped casi obligado, aunque luego, para comer, y, en ocasiones, para dormir -como sucede en Sedaño-, hayan de desplazarse varios kilómetros al caer la tarde, buscando acomodo.

La grajilla es sedentaria, vive, generalmente, en el mismo lugar que nace durante las cuatro estaciones del año. Sin embargo, he advertido que el bando que merodea por los frutales de Sedano no crece, no es hoy más nutrido que hace seis lustros, de lo que deduzco que, como sucede con las abejas, hay grupos que se escinden cuando la puesta es abundante. Géroudet nos recuerda que una grajilla anillada en Suiza fue hallada en los Pirineos, y en Normandía, otra anillada en Bélgica, lo que quiere decir que hay grajillas que viajan, que efectúan desplazamientos, aunque nunca tan largos y regulares como los que llevan a cabo anualmente cigüeñas y gansos.

La vida sedentaria obliga a las grajillas a comer de todo, adaptando su dieta a los alimentos que les facilita cada estación. Las bayas y frutos de pequeño tamaño les entusiasman, pero se avienen a sustituirlos por caracoles y patatas cuando aquéllos escasean. La grajilla es buscona, ratera; como la urraca, roba de todo, desde fruta del granjero hasta los huevos de los nidos de pequeñas aves, que se come en primavera. Por robar, roban a veces hasta la casa, nidos de otros pájaros, que ocupan tranquilamente aunque luego los acondicionen y decoren a su gusto. El nido de una grajilla evidencia las aficiones coleccionistas de la especie.

En las escarpas rocosas que flanquean el río Rudrón entre Covanera y Valdelateja, en la carretera general de Burgos a Santander, es fácil tropezar con nidos de grajilla. Precisamente al pie de uno de estos cantiles fue donde encontramos a Morris, un simpático pájaro que amaestraron mis hijos y del que luego hablaré. Estos nidos constituyen un verdadero muestrario de los más diversos objetos y materiales que puedan imaginarse. Sobre la simple estructura de un viejo nido de corneja, pájaro que gusta de renovar sus habitaciones y construye su casa cada año, encontré un día un nido de grajilla revestido con los siguientes ingredientes: papel, trapos, boñiga seca, plumas, pedazos de saco, crines de animales, lana, plástico, barro… La grajilla había conseguido un hogar confortable aprovechando los restos de otros anteriores, lo que significa que este pájaro no desaprovecha ocasión de ahorrarse un esfuerzo.

La puesta de la grajilla oscila entre tres y seis huevos, aunque hay ocasiones excepcionales en las que se ha observado una puesta de ocho. La eclosión es lenta, alrededor de cinco semanas, y los primeros desplazamientos de los pollos tímidos y cortos, cosa sorprendente siendo la grajilla uno de los pájaros que mejor vuelan, que pica o se repina en pocos metros, airosamente, con una gracia y una agilidad singulares.

Pese a frecuentar como hemos dicho las viejas torres de las ciudades -siempre a los niveles más altos-, la grajilla se muestra recelosa con el hombre y, sin embargo, es una de las aves que se domestican con mayor facilidad y hasta, según aseguran ciertos autores, es posible hacerles pronunciar algunas palabras sencillas, de una o dos sílabas.

A lo largo de tres meses, yo conviví en Sedano con Morris, una grajilla que encontró mi hijo Miguel, aún en carnutas y medio muerta de inanición, en los acantilados de San Felices. El animalito se había caído del nido y, al verla tan débil y depauperada, no di un real por su existencia. No obstante, mis hijos Juan y Adolfo, muy chicos por aquel entonces, le habilitaron un nido en una caja de zapatos y empezaron a alimentarla con pienso humedecido que Morris devoraba glotonamente. En pocos días, la grajilla se repuso, empezaron a asomarle los primeros cañones y, cuatro semanas más tarde, estaba completamente emplumada.

Pero lo más sorprendente de Morris era la naturalidad con que aceptaba la vecindad de las personas, especialmente la de Juan y Adolfo, que la habían criado. Únicamente, en su trato con el hombre, le repugnaba una cosa: que le pusieran la mano encima. Es decir, Morris reposaba erguida y tranquila sobre el antebrazo o el hombro de cualquiera de nosotros, pero si el mismo porteador u otra persona, incluidos Juan y Adolfo, intentaban agarrarla, el pájaro se escabullía, revoloteaba y terminaba por caer al suelo. Esta repulsión instintiva a ser apresada le duró hasta que la perdimos. Morris hacía causa común con la familia, le divertía vernos comer alrededor de la rueda de molino, participaba a su manera de nuestras tertulias, no extrañaba las visitas, pero rechazaba terminantemente la caricia y cualquier tipo de contacto. Yo creo que la situación de mi refugio a media ladera, en alto, sobre el valle de frutales, facilitó la adaptación de la grajilla. Ella no podía disfrutar, ciertamente, de la compañía de sus congéneres, pero la visión del mundo era la que le correspondía en su condición de ave, desde arriba, "a vista de pájaro".

Una mañana, cuando Adolfo, en traje de baño, se dirigía hacia la piscina con ella al hombro, Morris empezó a aletear con cierta torpeza, se afirmó gradualmente en el aire, tomó altura y se posó en la copa del olmo que sombrea la mesa de piedra. La reacción de la familia fue semejante a la que suscitan los primeros pasos de un niño: alegría y estupor. Pero, enseguida, se presentó el dilema: ¿había elegido Morris la libertad y escaparía, o simplemente era aquello la prueba de la culminación de su desarrollo? Confieso que me incliné por lo primero. La abierta curiosidad con que contemplaba el valle desde una nueva perspectiva, el notorio placer que le deparaba su balanceo en la ramita del olmo, su indiferencia ante nuestras voces al pie del árbol, parecían indicar que Morris ya no nos necesitaba y que, en lo sucesivo, podría prescindir de nosotros.

El hecho de que la grajilla permaneciera durante largo rato en la punta del olmo, despiojándose, realizando su aseo cotidiano, desinteresada de cuanto sucedía a su alrededor, me reafirmó en mi opinión. No obstante, al cabo de una hora, Juan, que solía imitar, al darle de comer, la voz peculiar de estas aves, remedando los arrumacos maternos, apareció con el cacharrito donde mezclaba el pienso con agua y moduló un "quia-quia-quia" aterciopelado, dulce, digno de enternecer a la grajeta más esquiva. Morris acusó el golpe. Empezó a inquietarse, a mover la cabeza de un lado a otro, y, por primera vez desde que se encaramó en el árbol, prestó atención a lo que ocurría bajo ella y fijó en Juan sus ojillos transparentes como abalorios. Mi hijo repitió entonces la llamada con mayor unción, y, al instante, Morris se lanzó al vacío, desplegó sus amplias alas negras, describió un pequeño círculo alrededor de nuestras cabezas y fue a posarse blandamente sobre su hombro, al tiempo que reclamaba el alimento con un "quia-quia-quia" perentorio.

Así inició Morris una nueva era. Mis hijos la trasladaron de la caja de zapatos a una cesta de mimbre, destapada, y al llegar la noche la cobijaban en una cueva-despensa, junto a la casa, dejando la puerta entreabierta. De este modo, los más madrugadores podían sorprender cada mañana al pájaro en el alero del tejado, la copa del olmo o el bosquecillo de pinos de la trasera del refugio, esperando que le sirvieran el desayuno. En principio, Morris rehusaba ser alimentada por desconocidos, sólo admitía las pellas de pienso cuando le eran ofrecidas por sus padres adoptivos, pero, con el tiempo, cambió de actitud y, a medida que se hacía adulta, fue aceptando las golosinas cualquiera que fuera el oferente.

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