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– ¿A mí con ese cuento? También te gustaba el tipo. Decías que era un bárbaro. ¿Te acuerdas del día que nos obligaste a ir a todos a la finca?

– Parece mentira, pero estaba convencido de que era un bárbaro. Aunque todavía hay algunas cosas que lo salvan. No soportaba a los políticos y le gustaban los perros.

– Prefería los gatos.

– Sí, es verdad… Bueno, le gustaban un poco los perros y no resistía a los políticos…

– Oye, ¿no has sabido más nada de Támara?

El Conde miró hacia la calle. Hacía tres meses Támara había salido de visita hacia Milán, donde vivía su hermana gemela, casada con un italiano, y cada vez eran más espaciados sus reportes y sus envíos de alguna cuña de parmesano o de un paquete de jamón lasqueado con el que adornar la vida. Aunque el Conde había evitado formalizar cualquier relación con aquella mujer de sus dolores que a los cuarenta y cinco años le seguía gustando como a los dieciocho y cuya ausencia lo lanzaba a una molesta castidad, la sola idea de que Támara pudiera decidir no volver a Cuba, a los apagones, a la lucha por la comida, a la agresividad callejera y a la dependencia de los dineros, los quesos y las lascas de jamón que periódicamente le enviaba su hermana, le provocaba dolores en el estómago, en el corazón y en otros sitios peores.

– No me hables de eso -dijo, en tono menor.

– Ella vuelve, Conde.

– Sí, porque tú lo dices…

– Estás mal herido, mi socio.

– Estoy muerto.

Carlos movió la cabeza. Lamentaba haber tocado el tema y buscó una salida eficiente.

– Oye, hoy estuve leyendo tus cuentos hemingwayanos. No son tan malos, Conde.

– ¿Y tú todavía tienes guardados esos papeles? Me dijiste que los ibas a botar…

– Pero no los boté y no te los voy a dar.

– Menos mal. Porque si los agarro, los destripo. Cada vez estoy más convencido de que Hemingway era una mierda de tipo. Para empezar, no tenía amigos…

– Y eso es grave.

– Gravísimo, Flaco. Tan grave como el hambre que tengo ahora. ¿Se puede saber dónde anda la Maga del Caldero?

– Fue a conseguir aceite de oliva extravirgen para la ensalada…

– Dispara -exigió el Conde.

– Pues mira, la vieja me dijo que hoy la cosa estaba floja. Creo que nada más va a hacer una cazuela de quimbombó con carne de puerco y jamón dentro, arroz blanco, frituras de malanga, ensalada de aguacate, berro y tomate, y de postre mermelada de guayaba con queso blanco…, ah, y va a calentar unos tamales en hoja que quedaron de ayer.

– ¿Cuántos tamales dejamos vivos?

– Como diez. Eran más de cuarenta, ¿no?

– ¿Dejamos diez? Estamos perdiendo facultades. Antes nos los jamábamos todos, ¿no? Lo jodido es que no tengo un medio para comprar un poco de ron, con la falta que me hace…

El flaco Carlos sonrió. Al Conde le gustaba verlo sonreír: era una de las pocas cosas que todavía le gustaban de la vida. El mundo se estaba deshaciendo, las gentes se cambiaban de partido, de sexo y hasta de raza mientras se iba deshaciendo el mundo, su propio país cada vez le resultaba más ajeno y desconocido, también mientras se iba deshaciendo, la gente se iba sin decir ni adiós, pero a pesar de los dolores y las pérdidas, el flaco Carlos conservaba intacta la capacidad de sonreír, y hasta de asegurar:

– Pero tú y yo no somos como Hemingway y sí tenemos amigos… Buenos amigos. Ve a mi cuarto y agarra el litro que está al lado de la grabadora. ¿Tú sabes quién me lo regaló? Candito el Rojo. Como es cristiano y ya no toma, me trajo el que le dieron por la libreta: un ron Santa Cruz que…

El Flaco dejó de hablar ante la evidencia de que su amigo ya no lo escuchaba. Como un desesperado Conde había entrado en la casa, de donde ya volvía con un pedazo de pan viejo entre los dientes, dos vasos en una mano y la botella de ron en la otra.

– ¿Sabes lo que acabo de descubrir? -dijo, sin soltar el pan.

– No, ¿qué cosa? -preguntó el Flaco mientras recibía su vaso.

– En la ventana del baño hay un blúmer de la vieja José… ¡Y que yo no haya visto el blúmer de Ava Gardner!

Observó la botella de Chianti como se mira a un enemigo: de su interior se negaba a salir el vino, y la copa también estaba vacía. Lentamente depositó en el suelo la copa y la botella y se reclinó otra vez en su butaca. Sintió la tentación de mirar el reloj, pero se contuvo. Sin ver la hora se lo quitó de la muñeca y lo dejó caer entre la copa y la botella, sobre la mullida alfombra de fibras filipinas. Por esa noche no habría más disciplinas ni limitaciones. Haría algunas de las cosas que le gustaba hacer y, para empezar, comenzó a disfrutar del enervante placer de pasarse la uña por la nariz, para desprenderse de la piel aquellas escamas blancas capaces de horrorizar a Miss Mary. Es un cáncer benigno, solía decir él, pues padecía de aquel cloas-ma melánico desde los tiempos en que se expuso demasiado al sol del trópico, mientras comandaba la expedición del Pilar en busca de los submarinos nazis que también infestaban las aguas cálidas del Caribe con su carga de odio y muerte.

En realidad, lo que horrorizaba a su mujer -y él lo sabía- era verlo ejecutar aquella operación de limpieza en público, a veces en la mesa servida. Mucho había luchado Miss Mary por adecentarlo y educarlo. Trató de que no vistiera ropas sucias, de que se bañara todos los días y usara calzoncillos al menos si iba a salir a la calle, intentó que no se peinara delante de las gentes para evitar el espectáculo provocado por su abundante caspa y que no lanzara insultos en la lengua de los indios ojibwas de Michigan. Y de modo especial le rogó que no se rascara con las uñas las escamas oscuras de la piel. Pero todo el esfuerzo había sido infructuoso, pues él insistía en resultar chocante y agresivo, para levantar una barrera más entre su personalidad conocida y el resto de los mortales, aunque lo de las escamas nada tenía que ver con sus viejas poses: era la exigencia de un placer surgido desde el inconsciente y por eso lo sorprendía en cualquier momento y lugar.

Su excusa favorita era que demasiadas pérdidas y dolores, algunos no calculados, le había costado ser conocido en todo el mundo por sus proezas y desplantes como para renunciar a ellos en favor de una urbanidad hipócrita y burguesa que tanto despreciaba. Casi trescientas cicatrices llevaba en su cuerpo -más de doscientas recibidas de un solo golpe, cuando lo alcanzó una granada en Fossalta, mientras trasladaba en sus hombros a un soldado herido- y de cada una de ellas podía contar una buena historia, ya no sabía si falsa o verdadera. Su misma cabeza, la última vez que se la rapó, parecía el mapa de un mundo de furia y ardor, marcado por terremotos, ríos y volcanes. De todas las heridas que le hubiera gustado exhibir, sólo una le faltaba: la cornada de un toro, de la cual estuvo realmente cerca en dos ocasiones. Lamentó haber tomado aquel rumbo en sus pensamientos, pues si de algo no quería acordarse era precisamente de los toros, y con ellos de su trabajo y de la maldita revisión de Muerte en la tarde, que se negaba a fluir por cauces amables, provocándole una enfermiza añoranza por aquellos días idos, cuando las cosas marchaban tan bien que él lograba reconstruir el campo y pasear por él, y andando entre los árboles salir a los claros del bosque, y subir por una cuesta hasta divisar las lomas, más allá de la ribera del lago. Entonces era posible pasar el brazo por la correa de la mochila, húmeda de sudor, y levantarla y pasar el otro brazo por la otra correa, repartiendo así el peso en la espalda, y sentir las agujas de los pinos debajo de los mocasines al echar a andar por la pendiente hacia el lago, y sentarse al final de la tarde en un claro del bosque y poner una sartén al fuego y hacer que el olor del bacon, friéndose en su propia grasa, se metiera por la nariz de un lector…

Con la presión de la angustia en el pecho decidió que era el momento de ponerse en marcha. Debían de ser más de las once y el vino hacía patente su efecto liberador, su traicionera capacidad de evocación. Se puso de pie y abrió la puerta. En la alfombra de la entrada lo esperaba Black Dog, fiel como un perro.

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