– ¿Y si no aparece nada? -la voz del cabo Fleites llegó desde el fondo del hoyo.
– La finca es grande. Algo va a aparecer -fue la respuesta del Conde-, Voy a ver al director del museo, tengo que entrar en la casa… Y por cierto, ¿de dónde sacaron el cartel que pusieron allá fuera?
– De la pizzería del pueblo. Pero es prestado -advirtió el Greco.
– Bueno, los veo cuando terminen el hueco -y el Conde inició la retirada.
– Oye, Conde -le gritó Crespo-, mejor sigue sin ser policía, ¿sabes?
El Conde sonrió y avanzó hacia el antiguo garaje de la finca, donde ahora funcionaba la dirección del museo. El director, un mulato algo más joven que el Conde, se presentó como Juan Tenorio, y resultó ser feo, amable y latoso. El ex policía trató inmediatamente de evitar su verborrea: como buen director, Tenorio quería demostrar cuánto sabía sobre Hemingway, todo lo que conocía sobre Finca Vigía y voluntariamente se propuso para servirle de guía. Del modo más amable y claro que pudo, el Conde rechazó la oferta: aquélla, su primera visita al interior de la casa del escritor, era un problema entre Hemingway y él, y necesitaba dirimirlo con tranquilidad y sin testigos.
– Son las diez… ¿Hasta qué hora puedo estar allá dentro? -le preguntó el Conde, después de obtener las llaves de la casa.
– Bueno, nosotros terminamos a las cuatro. Pero sí usted…
– No, yo salgo en un rato. Pero necesito que nadie me moleste. Y no se preocupe, no me voy a robar nada. Gracias.
Y le dio la espalda al director del museo.
El Conde subió los seis escalones que separaban el camino de los autos del rellano sobre el que se elevaba la casa y respiró profundamente. Venció los otros seis pasos que morían en la puerta principal, metió la llave y abrió. Cuando colocó un pie dentro de la casa, sintió que si movía el otro píe ya no tendría posibilidades de retroceso y deseó, en ese instante, cerrar la puerta y largarse de allí.
Pero movió el pie, estiró un brazo y halló un interruptor: encendió la luz de la sala. Ante sus ojos volvió a estar el panorama, tétricamente detenido en el tiempo, de lo que fue una casa en donde vivieron personas, durmieron, comieron, amaron, sufrieron. Pero no sólo por la evidencia de haber sido convertido en un museo aquel sitio tenía un aire definitivamente irreal: la casa de Vigía siempre fue una especie de capilla consagrada, de puesta en escena, hecha a la medida del personaje, más que del hombre. Para empezar, al Conde le resultaba demasiado insultante la existencia de miles de libros y decenas de pinturas y dibujos, dispuestos en amarga competencia con fusiles, balas, lanzas y cuchillos, y con las cabezas inmóviles y acusadoras de algunas víctimas de los actos de hombría del escritor: sus trofeos de caza, cobrados sólo por el placer de matar, por la fabricada sensación de vivir peligrosamente.
Ahora en la casa faltaban muchos de los cuadros, los más valiosos, sacados de Cuba por Mary Welsh; faltaban algunos papeles y cartas que se aseguraba habían sido quemados por la viuda en su último regreso a la finca, apenas muerto el escritor; y faltaban las personas capaces de darle un poco de realidad al lugar: los dueños, los sirvientes, los invitados habituales y los invitados especiales, y algún que otro periodista capaz de traspasar la barrera de uninvited, para tener algunos minutos de conversación con el dios vivo de la literatura norteamericana. También faltan los gatos, recordó Conde. Pero sobre todo faltaba luz. El ex policía fue abriendo una por una las ventanas de la casa, comenzando por la sala y llegando hasta la cocina y los baños. El resplandor caliente de la mañana benefició el sitio, el olor de las flores y de la tierra penetró en la casa, y por fin el Conde se preguntó qué buscaba allí. Sabía que no se trataba de alguna pista capaz de aclararle la identidad del muerto aparecido en el patio, y mucho menos la evidencia física de alguna culpabilidad asesina. Buscaba algo más distante, ya perseguido por él alguna vez y que, unos años atrás, había dejado de buscar: la verdad -o quizás la mentira verdadera- de un hombre llamado Ernest Miller Hemingway.
Para comenzar aquel entendimiento difícil, el Conde cometió un sacrilegio museográfico: se descalzó de sus propios zapatos y metió los píes en los viejos mocasines del escritor, varios puntos más grandes que los requeridos por el ex policía. Arrastrando los pies volvió a la sala, encendió un cigarro y se acomodó en la poltrona personal del hombre que se hacía llamar Papa. Cometiendo a gusto y conciencia aquellos actos de profanación que jamás imaginó pudiera realizar, el Conde estudió los óleos con escenas taurinas y, sin proponérselo, recordó cómo su idilio con el escritor había tenido su epílogo con la revelación de ciertas verdades sobre el fin de la vieja amistad entre Hemingway y Dos Passos. En realidad el Conde no había dejado de amar a Hemingway de un solo golpe, cuando entró en posesión de aquella información. La distancia se había ido forjando mientras el romanticismo dejaba espacios al escepticismo y el entonces ídolo literario se le fue convirtiendo en un ser prepotente, violento e incapaz de dar amor a quienes lo amaban; cuando entendió que más de veinte años conviviendo con los cubanos no bastaron para que el artista comprendiera un carajo de la isla; cuando asimiló la dolorosa verdad de que aquel escritor genial era también un hombre despreciable, capaz de traicionar a cada uno de los que lo ayudaron: desde Sherwood Anderson, el hombre que le abrió las puertas de París, hasta «el pobre» Scott Fitzgerald. Pero la copa rebosó cuando supo del modo cruel y sádico en que se había portado con su antiguo camarada y amigo John Dos Passos durante los días de la guerra civil española, cuando Dos insistía en investigar la verdad sobre la muerte de su amigo español José Robles, y Hemingway le restregó en la cara, en medio de una reunión pública, que Robles había sido fusilado por espía y traidor a la causa de la República. Luego, para traspasar todos los límites, con malignidad y alevosía, hizo de Robles el modelo del traidor en Por quién doblan las campanas… Aquél había sido el fin de la amistad entre los dos escritores y el inicio de la reconversión política de Dos, cuando éste llegó a saber que Robles, demasiado conocedor de asuntos escabrosos, había sido, como Andreu Nin, una de las primeras víctimas del terror estalinista desatado en España desde 1936 -mientras se celebraban los patéticos procesos de Moscú-, para asegurar la influencia soviética en el bando republicano, al cual Stalin, en una movida de su ajedrez geopolítico, engañaría y abandonaría en manos de los fascistas poco tiempo después, mientras él devoraba su tajada de Polonia y se engullía a las repúblicas bálticas. De aquella historia turbia y lamentable, amplificada por Hemingway, Dos había salido como un cobarde y él como un héroe: la verdad, sin embargo, terminaría por saberse, y con ella se divulgaría hasta qué punto Hemingway y su crédula vanidad fueron instrumentos en manos de los artífices de la propaganda y las ejecuciones estalinistas de aquellos tiempos amargos. Un mal sabor en la boca le subía a Conde cada vez que recordaba aquel episodio tenebroso, y ahora, en medio de tantas cosas compradas, cazadas, recibidas como obsequios por el dueño de aquella casa esplendorosa, capaz de matar de envidia a todos los escritores del mundo, el Conde concluyó que le gustaría encontrar una pista con la mínima posibilidad de conducirlo hacia la culpabilidad de Hemingway: no estaría mal, después de todo, que fuera un vulgar asesino.
La lluvia llegó con el mediodía. Tras las ventanas cerradas y con la luz apagada, el Conde había sentido la agresión del hambre y la molicie del calor estival y se había echado en la cama del cuarto de Mary Welsh a esperar el fin del chaparrón. ¿Cuántas veces se habría hedió el amor en esta cama? ¿Cuántas la habrían profanado algunos de los empleados del museo para sus correrías extramatrimoniales? Su registro del lugar había durado apenas dos horas, pero le bastaron para convencerse de que necesitaba saber mucho más sobre la historia de los huesos hallados si pretendía que alguno de los objetos o papeles allí existentes, dueño cada uno de su propia historia y de un lugar en la historia de Hemingway, le hablara en un lenguaje conocido, de algún modo revelador. La pesquisa, sin embargo, le había confirmado tres sospechas. La primera resultaba previsible: en aquella casa existían algunos libros capaces de alcanzar magníficos precios en los mercados habaneros para los que el Conde trabajaba. Luego, que Hemingway debía de tener algo de masoquista si era cierta la historia de que escribía de pie, con la Royal Arrow portátil sobre un librero, porque escribir -bien lo sabía el Conde- es de por sí bastante difícil como para convertirlo en un reto físico, además de mental. Y, para terminar, que a su masoquismo Hemingway podía agregar algo de sadismo, pues todas aquellas cabezas muertas, diseminadas por las paredes de la casa, arrastraban demasiado sabor a sangre derramada en vano y a violencia por el placer de la violencia como para no sentir cierta repulsión hacia el autor de tanta muerte vana.