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– Mira, no es mala idea: a lo mejor también está enterrada.

– Cuando alguien quiere que desaparezca un arma no la entierra. La tira en el mar. Y si tiene un yate…

– Vaya, el Conde tan inteligente como siempre -comentó Manolo, con sorna evidente-, Pero ya no importa un carajo dónde se metió la Thompson y creo que vas a tener que guardar en un saco tus presentimientos. Oye esto: en los archivos de la policía especial encontramos un caso de búsqueda de un agente del FBI desaparecido en Cuba en octubre de 1958. El agente, un tal John Kirk., estaba destinado a la embajada americana de La Habana y hacía aquí un trabajo de rutina, nada importante. Al menos eso dijeron sus jefes cuando el hombre se perdió, y debe de ser verdad, porque tenía casi sesenta años y era cojo. El caso es que nunca más se supo de él, porque cuando triunfó la revolución nadie se ocupó de seguir buscándolo.

– ¿Por casualidad el cojo John Kirk se perdió el 2 de octubre del 58?

El Conde sabía dar aquellas estocadas y disfrutaba sus malignos resultados: toda la seguridad policiaca de su antiguo subordinado comenzó a derrumbarse mientras su mirada se torcía: Manolo observaba fijo al Conde, con la boca semiabierta, mientras el ojo derecho navegaba a la deriva.

– ¡Pero qué cono tú…!

– Eso te pasa por dártelas de caliente conmigo -sonrió el Conde, satisfecho-. Mira, Manolo, ahora me hace falta que me ayudes, porque estoy seguro de que te voy a decir otras cosas interesantes. Llama al director del museo, me hace falta mirar otra vez dentro de la casa. Pero dile que yo pongo una condición: no puede hablar si no le preguntamos, ¿ok?

Manolo, con asombro y admiración, lo siguió con la vista mientras el Conde subía los escalones que conducían a la plataforma y, de espaldas a la casa, se ponía a observar los jardines de la finca, en especial el sitio donde habían aparecido un cadáver, una bala de Thompson, una chapa del FBI y una historia que iba adquiriendo una temperatura peligrosa.

Cuando el teniente regresó, lo acompañaba el director del museo, a quien ya debía haberle transmitido la exigencia del Conde de mantenerse callado. Juan Tenorio no parecía estar contento con su situación y miró al presunto jefe de la operación, que, según sus conocimientos, no era jefe de nada.

– ¿Exactamente dónde estaba la valla de gallos? -le preguntó el Conde y el director reaccionó.

– Bueno, sí, allí mismo, por donde apareció el muerto.

– ¿Y por qué no lo habían dicho?

– Bueno -repitió Tenorio, también despojado de su seguridad-, no me imaginé…

– Hay que ser más imaginativo, compañero -lo sermoneó el Conde con tono doctrinal, aplicando a su escala la técnica hemingwayana de hacer evidentes los defectos de sus acólitos, para perdonárselos después-. Está bien, ya no importa. Ahora vamos adentro.

El director se adelantó, pero se detuvo al escuchar a Conde.

– Y por cierto, Tenorio, hablando de imaginación…, ¿cuál es su segundo apellido?

El mulato se volvió lentamente, sin duda tocado por el flechazo inesperado del Conde.

– Villarroy… -dijo.

– Nieto de Raúl Villarroy, el hombre de confianza de Hemingway. Tampoco nos lo dijo…, ¿por qué, Tenorio?

– Porque nadie me lo preguntó -soltó su respuesta y reemprendió la marcha hacia la casa y abrió la puerta.

– ¿Qué quieres buscar, Conde? -le susurró Manolo, extraviado en las elucubraciones y preguntas con respuestas inesperadas que iba haciendo su antiguo jefe y compañero de investigaciones.

– Quiero saber qué pasó en esta casa el 2 y el 3 de octubre de 1958.

Mientras el director abría las ventanas, el Conde avanzó hacia la estancia de la biblioteca, seguido por Manolo.

– Mira esto -señaló hacia la segunda hilera del estante más cercano a la puerta. Entre La trampa de Enrique Serpa y una biografía de Mozart, se destacaba el lomo grueso del libro, rotulado con letras rojas: The FBI Story-. Le interesaba el tema, parece que lo leyó más de una vez. Y mira de quién es el prólogo: de su amiguito Hoover, el mismo que lo mandó a vigilar -y volviéndose hacia el director-: Tenorio, necesito ver los pasaportes de Hemingway y los papeles que tengan que ver con la casa. Recibos, facturas, impuestos…

– Enseguida. Los papeles están aquí mismo -y se adelantó hacia un gavetero de madera.

– Manolo, ponte a buscar cualquier cosa que esté fechada entre el 2 y el 4 de octubre del 58. Si quieres dile al cabo Fleites que te ayude.

– Él no puede.

– ¿Qué le pasó?

– Se puso contento por lo de la bala y está en el bar de allá abajo dándose rones.

– ¿Y dónde está ese bar que yo no lo vi?

El director dio dos viajes y sobre el largo buró semicircular que estaba al fondo de la biblioteca quedaron dispuestas dos montañas de papeles guardados en carpetas de cartón y sobres de Manila. El Conde respiró el olor amable del papel viejo.

– Tengan cuidado, por favor. Son papeles muy importantes…

– Anjá -dijo el Conde-. ¿Y los pasaportes?

– Los tengo en mi oficina, voy a buscarlos.

Tenorio salió, y Manolo, chasqueando la lengua, se fue a sentar detrás del buró.

– Siempre me jodes, Conde. Al final yo soy quien se tiene que meter de cabeza a buscar en los papeles y…

El Conde no terminó de escucharlo. Observando libros, paredes, objetos, como movido por una curiosidad científica, salió lentamente de la biblioteca. A través de una ventana de la sala comprobó que el director caminaba hacia las oficinas del museo ubicadas en el antiguo garaje y, de prisa, torció hacia la habitación particular de Hemingway. Al fondo, junto al baño, estaba el ropero del escritor, donde colgaban sus pantalones y chaquetas para la caza en África y Estados Unidos, su chaleco de pesca, un grueso capote militar y hasta un viejo traje de torero, de oro y luces, seguramente obsequiado por alguno de los famosos matadores a los que tanto admiró. En el suelo, en el orden perfecto de la vida irreal, estaban sus botas de caza, de pesca, de corresponsal de guerra en los frentes europeos. Aquello olía a tela inerte, a insecticida barato y a olvido. El Conde cerró los ojos y aguzó el olfato, preparado para dar el zarpazo: algo rezumaba piel y sangre en aquel baúl de recuerdos y casi automáticamente estiró una mano hacia una caja de zapatos colocada junto al ropero. Los pañuelos, manchados por el tiempo, le mostraron su faz pecosa desde el interior de la caja. Delicadamente, con temblor en las manos, el Conde levantó por el borde las telas dobladas y su corazón palpitó cuando sus ojos chocaron con la oscuridad: allí, dormido mas no muerto, reposaba el blúmer de encajes de Ava Gardner. Con absoluta conciencia de sus actos de violador de arcanos, el ex policía sacó el blúmer y, luego de mirarlo un instante a trasluz y de sentir todo lo que una vez tuvo dentro, lo guardó en uno de sus bolsillos, devolvió la caja a su sitio, salió del ropero y entró en el baño contiguo.

Mientras su respiración se normalizaba, el Conde trató de ubicarse en las anotaciones de fechas y peso en libras que Hemingway llevaba en la pared del baño, justo al lado de la pesa. Las hileras, paralelas unas a otras, no respetaban la cronología, y el Conde debió buscar entre ellas la que consignaba el año 1958. Cuando la halló, comenzó a bajar por una hilera que se iniciaba en el mes de agosto y se interrumpía el 2 de octubre de 1958 con el peso de doscientas veinte libras. Las anotaciones posteriores correspondían ya a los meses finales de 1959 y los primeros del año 1960, durante la última estancia de Hemingway en su casa habanera, y en ellas el Conde advirtió la cercanía del final: ahora el escritor pesaba poco más de doscientas libras y, en las últimas anotaciones, tomadas en julio de 1960, apenas rondaban las ciento noventa. Todo el drama personal y verdadero de Hemingway estaba escrito en aquella pared, capaz de hablar de las angustias del hombre mejor que todas sus novelas, sus cartas, sus entrevistas, sus gestos. Aílí, solos él y su cuerpo, sin más testigos que el tiempo y una báscula insensible y agorera, Hemingway había escrito en cifras, más explícitas que los adjetivos, la crónica de la proximidad de la muerte.

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