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Regresó al cuarto y buscó en la gaveta del buró el blúmer negro de Ava Gardner y envolvió el revólver del 22, para acomodarlo en el fondo del primer cajón, entre estuches de balas y un par de puñales de combate. El 45 estorbaría en la gaveta y, luego de pensarlo un instante, fue hasta su ropero y lo dejó caer en el bolsillo de un abrigo. Avanzó al fin hacia la cama, pero se detuvo un instante frente a su fiel Royal portátil, del modelo Arrow. A su lado, presas bajo una piedra de cobre, estaban las últimas páginas escritas de aquella maldita novela que no acababa de cuajar. Con uno de sus lápices afilados anotó la fecha en la última cuartilla revisada:

2-oct.-58.

Miró la cama, sin decidirse a ocuparla. La sensación agradable de la soledad había desaparecido y una desazón gélida y ubicua le recorría el cuerpo. Toda su vida la había pasado rodeado de gentes a las cuales, de uno u otro modo, había convertido en sus adoradores. Las multitudes eran su medio natural y únicamente había renunciado a ellas en las cuatro actividades que debía hacer solo o, cuando más, con un acompañante: cazar, pescar, amar y escribir, aunque en los años de París había logrado escribir algunos de sus mejores cuentos en cafés, rodeado de gentes, y más de una pesquería de altura se había convertido en una fiesta despreocupada entre las islas del Golfo. Pero el resto de sus acciones podían y debían ser parte del tumulto en el cual se había transformado su existencia desde que, siendo un adolescente, descubrió cuánto le gustaba ser el centro, figurar como líder, dar órdenes en función de jefe. Con una banda de buscadores de exotismo y oficiando de profeta, había asistido a los sanfermines de Pamplona, donde le mostró a Dos Passos el blindaje de sus cojones, cuando se colocó frente a un magnífico toro y se atrevió a tocarle la testa. Con hombres que también lo admiraban participó en las ofensivas republicanas de la guerra de España, recorrió los frentes de lucha para realizar la película La tierra española y se hartó de vino, whisky y ginebra en el hotel Florida, escuchando cómo las bombas caían sobre Madrid. Con su grupo de truhanes navegó durante casi todo un año entre los cayos de la costa norte cubana, apenas armados pero bien pertrechados de ron y hielo, mientras se empeñaban en la caza improbable de submarinos alemanes. Con una partida de fogueados guerrilleros franceses y dos cantimploras repletas de whisky y ginebra avanzó hacia las líneas nazis luego del desembarco de Normandía y protagonizó con aquellos maquis curtidos la heroica liberación del hotel Ritz, donde volvió a hartarse de vino, más whisky y más ginebra… La insidiosa Martha Gelhorn, empecinada en contar todo de su vida, hasta sus intimidades, y calificarlo de trabajador pero frío y repetitivo en la cama, decía que aquella necesidad de compañía era una muestra de su homosexualismo latente. La muy puta: ella, capaz de exigir a gritos que le dieran por el culo y le mordieran los pezones hasta hacerla gritar de placer y dolor.

Sentado en la cama miró otra vez hacia la oscuridad de la noche. El calor lo obligaba a dejar la ventana abierta y comprobó que apenas necesitaba dar dos pasos y extender el brazo para alcanzar la Thompson. Pero ni así se sentía seguro. Por eso se puso de pie y fue en busca de su revólver, y lo acomodó en la mesa de noche más cercana al lado de la cama donde solía dormir. Antes de dejarlo, olió la tela negra, pero su perfume femenino original ya había sido vencido por el hedor viril de la grasa y la pólvora. De cualquier forma, era un bello recuerdo de tiempos mejores.

Dejó caer la cabeza en la almohada y sus ojos encuadraron su vieja y querida carabina Mannlicher, medio oculta por la presencia magnífica de la enorme cabeza del búfalo africano abatido en la llanura de Serengeti, durante su primer safari africano, en 1934. Un calor de alivio corrió por su cuerpo al observar otra vez la prodigiosa cabeza del animal cuyo acoso y sacrificio le habían revelado la intensidad paralizante del miedo y la certeza de la capacidad salvadora de poder asumir la levedad de la muerte que le inspiraron «La breve vida feliz de Francis Macomber». Matar, mientras se corre el riesgo de morir, es uno de los aprendizajes de los cuales no puede prescindir un hombre, pensó, y lamentó que la frase, en la exacta formulación ahora lograda, no estuviera incluida en ninguno de sus relatos de caza, muerte y guerra.

Con aquella frase verdadera y hermosa en la mente y la imagen del búfalo africano en la mirada, comenzó a leer en busca del sueño. Un par de días antes había comenzado a hojear aquella novela absurda y disparatada del tal J.D. Salinger que, como único mérito en su vida, tenía el de haber regresado medio loco de la campaña de Francia, donde estuvo como sargento de infantería. La novela contaba las peripecias de un joven malhablado e impertinente, decidido a escapar de su casa, el cual, como un personaje de Twain pero colocado en una moderna ciudad del norte, empieza a descubrir el mundo desde su torcida perspectiva de desquiciado. La historia era más que previsible, desprovista de la epicidad y la grandeza que él reclamaba para la literatura, y sólo seguía leyendo en busca de las misteriosas claves que habían convertido aquel libro absurdo en un éxito de ventas y a su autor en la nueva revelación de la narrativa de su país. Estamos jodidos, se volvió a decir, aunque sin mucha pasión.

No tuvo noción del momento en que, con el libro sobre el pecho y los espejuelos en la cara, cerró los ojos y se quedó dormido. No era un sueño total, porque una luz de conciencia permaneció encendida en su mente, como la lámpara de lectura que no llegó a apagar. Vagando por aquel sitio impreciso entre el sueño y la vigilia, tuvo la sensación de que escuchaba los ladridos remotos y empecinados de Black Dog, hasta que pudo abrir los ojos y, en lugar de la cabeza del búfalo africano, encontró ante sí la imagen difusa del hombre que lo observaba.

Conocía aquella cara: la había visto demasiadas veces como para no advertir la socarronería victoriosa que cargaba mientras el ojo derecho, sin anclaje, se movía hacia el tabique nasal.

– Así que tienes algo bueno -dijo Conde, con voz de hombre dispuesto al asombro, y comenzó a caminar junto al teniente Manuel Palacios.

– ¿Cómo lo sabes?

– Mírate en un espejo -se detuvo bajo las arecas que formaban una pequeña rotonda frente a la casa y observó a Manolo.

– Creo que ya el muerto está listo para el entierro -anunció el policía mientras se metía una mano en el bolsillo-. Mira esto.

En la palma de la mano de Manolo, vio el plomo. Conservaba manchas de tierra en las estrías y era de un gris oscuro, que al Conde le resultó taciturno.

– La tierra siguió pariendo. Lo encontramos esta mañana.

– ¿Uno solo? ¿No le dieron dos tiros?

– A lo mejor el otro le atravesó el cuerpo, ¿no?, y sabe Dios adonde fue a dar…

– Sí, puede ser. Y este plomo, ¿ya saben de qué arma es?

– No estamos seguros, pero dice el cabo Fleites que debe de ser de una ametralladora Thompson. Tú sabes que el tipo es experto en balística, pero lo tienen castigado por curda.

– ¿Y ahora castigan a los expertos borrachos? ¿O son los borrachos expertos?

Manolo apenas sonrió.

– Y Hemingway tenía una Thompson. Dice Tenorio que la usó muchas veces para matar tiburones cuando iba de pesquería. Pero eso no es lo mejor: revisamos los inventarios y la Thompson no está entre las armas que se quedaron en la finca, ni estuvo entre las cosas que se llevó la viuda después que el tipo se mató. Por cierto, la dama cargó con todos los cuadros valiosos…

– Y qué tú querías, ¿que también los regalara? Dejó la casa, el barco, todas las mierdas que hay allá dentro.

– ¿Se llevó también la Thompson?

– Habría que averiguar, pero yo he visto esa Thompson. No, no se la tragó la tierra.

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