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Hoy he olvidado el furor de las aventis, pero sigo viendo caer esa lluvia clara erizada de luz y oigo todavía sobre la ciudad su convencional rumor de lejanías, que hace soñar a niños y a vagabundos: una sosegada respiración de la tierra, el majestuoso pulso de la libertad.

Invierno 1941. Rambla de Cataluña en panorámica tarjeta-postal, el paseo poco transitado y la doble hilera de tilos deshojados, oscuros, raquíticas ramas arañando un cielo gris de plomo. Frente al cine Kursaal serpentea de frío una cola de cien personas, se oyen gritos, la compulsiva cola se rompe, la gente huye despavorida.

Aguerridos falangistas intelectuales peinados con fijapelo y envarados de furor estético asaltan el cine Kursaal, invaden la platea nevada y silenciosa y avanzan por el pasillo central alborotando los copos de nieve que la luz del proyector rescata de las tinieblas. Se paran los escuadristas ante la pantalla y arrojan huevos y pintura negra contra Noel Coward y sus patriotas amigos náufragos en el océano en torno a un bote salvavidas después de ser torpedeados por un submarino alemán en la película inglesa Sangre, sudor y lágrimas.

– Un momento -rugió el director-. Que ya no sé dónde estoy. ¿En qué historia me has metido?

– Estás en casa, muchacho -dijo el escritor-. En la triste historia de siempre, en la idea y en la rabia de siempre.

– Puede ser. Pero recapitulemos.

– Muy bien.

– ¿Qué estamos contando, pluma ilustre?

– Una historia de amor… si te atreves.

– Bien. ¿Y qué tenemos por ahora, además de mucha nieve?

Pulcro, tieso y elegante con su camisa de cuello de cartón a rayas y sus sólidas gafas de ejecutivo adicto a la hamburguesa y al agua tónica, el director de cine esperaba de su guionista una respuesta hollywoodense y brillante, pero no obtuvo más que esto:

– Tenemos a un joven charnego paria-desertor-quincallero o como quieras que en 1941 llega medio muerto a un barrio alto de Barcelona y el destino le convierte en defensor de una joven viuda catalana y de su hija pequeña, enfrentándose a unos «Flechas» chulitos y matones de la vecindad y trabajando para ellas el resto de su vida.

– ¿Andaluz?

– Por su acento, dirías que sí. Y analfabeto.

– ¿Y por qué hace eso, literato? -Digamos que necesita calor de hogar. -¡Por el amor de Dios! ¡Estas cosas ya no se dicen!

SECUENCIA L. ESCALINATA PARQUE GÜELL.

Exterior Atardecer.

En la primera escena aparece el vagabundo cabalgando el Dragón de cerámica en medio de la escalinata, al caer la noche, bajo una fuerte ventisca de aguanieve. Nimbado por la neblina, le vemos rendir la cabeza sobre el pecho y llevar lentamente su mano derecha a la cadera.

Sucio, sin afeitar, el ala del viejo sombrero ocultando sus ojos, parece dormido borracho desesperado a ratos muerto. Travelling lento y envolvente, aproximándose. Tonos grises y negros desleídos por el torbellino helado, como en sueños.

Inicia música cuando ya la cámara, por su proximidad al personaje, revela algunos detalles: bajo la mugrienta americana gris de solapas alzadas, no lleva camisa, sino hojas de periódico con fotos (el Führer y el Caudillo gordito-feminoide-sonrisa-ratonil de pleitesía y vergonzante vasallaje al teutón en la estación ferroviaria de Hendaya). El ancho cinturón, las botas destrozadas y el macuto a la espalda son de soldado.

Con su cabeza rapada y sus pómulos furiosos, dejándose llevar a lomos del Dragón, yendo/viniendo de quién sabe dónde, oscuro, solitario y terrible, el vagabundo cruza inanimado y espectral un espacio mítico fundido en una sobreimpresión o una doble transparencia de la niñez: crepúsculo en la pradera/jinete solitario.

El aguanieve funde el papel de periódico en el pecho del jinete, destiñe los ojos y la sonrisa rastrera del Caudillo, deshace la trama del horror, emborrona la primera plana de la Historia.

– ¿Y por qué aguanieve? -receloso el director.

– No lo sé. Me gusta.

– Palabras, palabras, palabras.

– Es una imagen.

– Las imágenes deben tener un sentido, hombre de letras.

– Estamos en la posguerra, no lo olvides.

– Y qué. Qué tiene que ver la nieve.

– Yo de aquellos años recuerdo sobre todo el frío y el hambre. La nieve y el hambre. El viento y el hambre.

El director de películas lo miraba de reojo.

– Esta nieve es falsa -insistió, realista y miope-. Esta nieve se ha deslizado en tu vida desde alguna película.

Estaban en la terraza del escritor sentados bajo el toldo naranja, una tarde gris y bochornosa de octubre, respirando mierda a través de los pañuelos atados a la nuca como bandoleros: el día más contaminado del año, según la radio.

Con dos dedos alzó el escritor el borde del pañuelo y bebió un sorbo de whisky muy aguado. Por la mañana temprano había llovido auténtico barro y sobre la mesa de mármol la botella y los vasos chapoteaban en una charca rojiza. El director se levantó y fue a sentarse en la baranda, de espaldas al vacío y a unos setenta metros sobre la calle. Al acomodarse, se agarró al esquelético laurel plantado en la tinaja, roído de polución y parásitos. En los tiestos sobre la baranda agonizaban claveles y geranios purulentos.

– No te sujetes a las hojas muertas del geranio -lo previno el escritor-. Te necesito aquí arriba.

– ¿Cómo se llama el pistolero?

– No he dicho que sea un pistolero.

– Bueno, tu charnego, ¿cómo se llama?

– Vargas.

– ¿Qué más?

– Nada más. Y repito: no te agarres a las flores, que te irás al infierno con ellas.

SECUENCIA 7. PAPELERIA-LIBRERIA ESTEVET.

Exterior Día.

El pequeño y fascinante escaparate de la papelería de Susana cuando por la mañana le da el sol, caras sucias de niños aplastadas contra el cristal, ojos con orzuelos mirando hipnotizados: mágicas cajitas de lápices de colores, acuarelas, calcomanías, estilográficas que parecen de verdad, plumiers, compases, la bola del mundo, láminas recortables de soldados, de aviones Spitfire y Messerschmitt, de barcos, de la jungla misteriosa, cuadernos de espiral, papel de seda, bolitas de vidrio. Y dos libros en catalán, uno de ellos sobre flores y pájaros.

Una voz de mando sobresalta a los chicos, que se apartan del escaparate:

VOZOFF: «¡Quitaos de en medio, trinchas!»

Cuatro jóvenes falangistas frente al escaparate retroceden de espaldas, remolones y fardones con sus negros machetes al cinto y sus boinas rojas plegadas y sujetas al hombro, uno de ellos se agacha, coge puñados de fango y los arroja contra el cristal, otro lanza una piedra.

Salta el cristal del escaparate con afilado estrépito como una risa.

Fragmento curvo puntiagudo del cristal, como una daga, sobre la cubierta del libro catalán ilustrada con flores y pájaros ahora salpicados de fango.

Corte al chasis oxidado de un automóvil sin ruedas ni motor ni cristales varado entre la alta hierba, en un descampado. Dentro del auto duerme el vagabundo con los pies sobre el volante y el sombrero sobre la cara. Tras él, al fondo del plano, a unos trescientos metros, un decorado artificioso: la suave colina salpicada de amarilla ginesta y el final de la calle Verdi con las últimas casas despintadas y bajas, entre ellas la papelería. Cuando se oculta el sol, el vagabundo se despierta.

Por aquellos años, las calles del barrio no estaban asfaltadas y se podía escribir en la tierra con una navaja.

Vargas llegó un atardecer de invierno. Cruzó el descampado y al final de la calle se paró, pisando con sus botas enfangadas y rotas la tierra acuchillada, las cicatrices de nuestros juegos. Hoy se le recuerda alto, no sé por qué, pero no lo era. Enjuto y envarado, eso sí, con un aura felina en hombros y nuca y esa parsimonia en las manos y en la mirada que un niño que ha crecido en el Roxy relaciona oscuramente con puntería infalible y sangre fría pasmosa.

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