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Bastante antes de llegar a su objetivo, el teniente se irguió, arrojó la fusta al aire, clavó la barbilla en el pecho y pegó los brazos a los costados; corrió el último trecho como si cumpliera una penitencia. La funda con la pistola rebotaba en su ingle y él percibía los golpes como una forma más de hostigamiento. En el tramo final que precedía al salto, por su mente desfilaron vertiginosamente todos los saltos fallidos que había dado en su vida y entonces se acordó de la cosa más tonta e incongruente: «Anoche me olvidé de engrasar la pistola.» Al margen de una imprevista sensación de vacío -en el interior del potro, en su mala entraña, al apoyarse en el lomo, el teniente notó algo vivo que pataleaba y que transmitió un hormigueo a sus manos- el salto fue un prodigio de bravura y estilo, pero iba tan mermado de fuerzas y tan sobrecargado de gallardía y de pasión y de cojones que, antes de darle tiempo a retirar las manos, las muñecas se le doblaron como si fuesen de trapo, las rodillas golpearon el canto del potro y su cuerpo se volteó vertiginosamente cabeza abajo como esos muñecos del futbolín que giran ensartados en la barra. El teniente se fue contra el suelo de morros y sin protegerse con los brazos, renunciando a cualquier atenuante o acomodo, y quedó tendido bocabajo, inmóvil, sangrando profusamente por la nariz y la boca. El sargento Lecha corrió hacia él y se arrodilló advirtiendo en seguida la magnitud de la costalada. El teniente se quiso incorporar y volvió a caer de bruces, extenuado. La sangre manaba de su nariz como de un grifo. Con la ayuda de cuatro reclutas, el sargento intentó organizar el traslado del herido, que ofreció alguna resistencia. Recostado en un codo, rendida la cabeza, el teniente jadeaba apaciblemente, en una postura incómoda y sumido en una especie de autoconmiseración abyecta. Tenía los ojos en blanco y en su boca torcida florecía una espuma rosada. Lo último que hizo, antes de entregarse, fue arrancar el pañuelo de su frente y arrojarlo lejos. El sargento bramaba órdenes, se acercaron más reclutas a ayudar y se estorbaban entre sí, todos querían sostener al teniente por los brazos y las piernas y por fin lo alzaron y giraban con él en sentido rotatorio, sin enfilar la dirección correcta. Mareado, debatiéndose en la semiinconsciencia, el teniente levantó la mano enguantada en medio de una nube de polvo y dijo: «Quietos, cabrones», y sufrió un acceso de tos.

Cuando por fin se lo llevaron, inerme, con la fusta y el gorro cruzados sobre el pecho, aún tuvo fuerzas para volver la cabeza y, parpadeando, cegado por el sol y la sangre, lanzar a su invicto enemigo, el potro desventrado y cojo, una última mirada que pretendía fulminar una vez más su apariencia inofensiva y bovina, su engañosa sumisión.

El pelotón permaneció clavado en su sitio, viendo cómo se llevaban en volandas al teniente Bravo; lo último que vieron de él ese día fueron sus formidables botas desapareciendo rápidamente detrás del barracón verde, camino de la enfermería. Gritando órdenes detrás de la comitiva, el sargento Lecha volvió la cabeza y sólo entonces advirtió que los reclutas seguían allí en el páramo en posición de firmes, bajo un sol ya rabioso, disciplinados y estupefactos. Llegaba apaciguado y remoto el eco de la resaca marina, que ahora babeaba una espuma negra a lo largo de la costa. El viento se había encalmado. El sargento bramó:

– ¡Rompan filas!

NOCHES DE BOCACCIO

Más de la mitad de la cultura moderna

depende de lo que no debía leerse.

ÓSCAR WILDE

Hace ya bastantes años, en la época en que la noche barcelonesa era un Titanic navegando alegre y confiado, lejos todavía del iceberg asesino (nadie pensaba en el hielo salvo al solicitar un whisky o el trago habitual), estaba yo tomando copas en la barra aterciopelada de Bocaccio, cuando, inesperadamente, un joven dibujante de cómics y prestigioso ilustrador, al que sólo conocía de vista, recaló a mi lado aferrándose con ambas manos a una copa esbelta, extenuado y empapado, como un náufrago escupido por el oleaje promiscuo de la noche. A nuestra espalda, en las concurridas mesas de la gauche divine, chapoteaban las salutaciones, las conversaciones cruzadas y las risas.

– Tú eres el escritor, ¿verdad? -Tenía el náufrago una sonrisa inocente y delgada y una voz trasnochada, felpuda, llena de candor y de ginebra-. Me llamo Kim y vengo huyendo del Ciclón Benilde, ya la conoces… Ahí está, no te engaño. -Volví la cabeza y, en efecto, allí estaba la temible aventurera nocturna hablando por los codos, de pie, el vaso de vodka apoyado en uno de sus pechos mortíferos y acorralando contra la barra a un conocido cantautor catalán podrido de vanidad al que apenas le quedaban diez minutos de vida-. Ahora vendrá a por ti, me lo ha dicho.

– ¡Maldición!

– Sólo tienes un modo de salvarte.

– ¿Qué debo hacer?

– Como si no la vieras, y mostrarte muy interesado en lo que yo te voy a contar -dijo el exhausto dibujante-. Escucha. Estoy preparando una nueva colección, un supercómic para adultos con un protagonista inspirado en un personaje de tus novelas, un tipo que me fascina… ¿Qué tal si tú te encargaras de escribir los guiones y los diálogos? Ganarías una fortuna.

– ¿Yo? -Sonreí-. Yo nunca he escrito tebeos. ¿Quieres una copa?

– Coca-Cola con whisky. Déjame contarte los detalles.

El Ciclón Benilde ya nos estaba mirando de soslayo como un pájaro de presa, de modo que simulé escuchar interesadísimo la propuesta del dibujante. Yo debía escribir un guión semanal que él ilustraría, y el tebeo iba a constituir, dijo, una renovación lúdica del género. Contaríamos las aventuras socio-económico-amorosas (fueron sus palabras) de un joven soñador, un hijo del barrio sin medios de fortuna, pero listo, simpático y guapo: sorprendentes hazañas románticas con gran despliegue de estrategia sentimental y progre, con profusión de niñas-pijo y de intelectuales de izquierda ricos, con apellidos de solera y en escenarios reales, en sus fincas de verano en l'Empordà y sus palcos del Liceu, desde las más rancias alcobas de San Gervasio y del Ensanche hasta las flamantes y soleadas terrazas con arboleda y piscina, pasando por los espesos pubs y tabernas de moda, las todavía clitóricas aulas de la Universidad, las míticas tascas del Barrio Chino, el Club de Polo y los apetitosos bailes de Debutantes.

Poco después, Kim me dejó solo unos segundos para reaparecer en seguida con una cartera de mano, de la cual extrajo unos bocetos a lápiz y a pluma para mostrarme «físicamente y en acción» al personaje. Los dibujos eran magistrales. Pude ver, entre las lágrimas mal disimuladas (de repente la idea de escribir tebeos me resultaba desternillante, impagable), a un apuesto charnego con ojos de gato en celo deambulando bien trajeado y algo envarado por la Terraza Martini, durante una distinguida recepción. Los negros cabellos planchados, el perfil encastillado, olisqueando disposiciones afectivas…

– Este muchacho llegará lejos -le dije-. Pero sin mí.

Expuse mis dudas sobre la viabilidad del proyecto, y entonces el joven dibujante me habló de un colaborador suyo, ex miembro de la gauche divine y actualmente exiliado en el Canadá, el cual, antes de irse, había reunido material de diversa procedencia con la idea de utilizarlo para escribir los primeros guiones, y que ahora podíamos aprovechar. Convencido de que yo aceptaría entrar en el proyecto, Kim prometió hacerme llegar este material al día siguiente. En este preciso momento se abría paso hasta nosotros el Ciclón Benilde, a codazos, sonriente y besucona, y me despedí apresuradamente. En la puerta del local un camarero me obsequió con el Diario de Barcelona recién impreso, y cuando minutos después, sentado en el taxi que me llevaba a casa, abrí el periódico para echarle una ojeada, ya me había olvidado de Kim y de su extraña propuesta. Sin embargo, al día siguiente recibí un gran sobre amarillo que contenía una carpeta. Era una sobada carpeta azul, con los elásticos llenos de nudos, y dentro había recortes de la revista Hola y de notas de sociedad de la prensa diaria, fotos de puestas de largo y de bodas y guateques, y algunas cuartillas emborronadas. Entre esa enrevesada crónica de banalidades, encontré una libretita de negras cubiertas empastadas, un diario íntimo escrito durante el verano y el otoño de 1968. Las páginas comprendidas entre el 29 de septiembre y el 18 de octubre estaban recuadradas en lápiz rojo con la siguiente acotación en el margen superior de la primera página: Para episodio n.° 2 titulado «En poder de la Gauche Divine».

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