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Traía Vargas el pelo negro revuelto, la boca dura y enferma y una pelambre joven en las mejillas. Sus ojos fríos y grises miraban a través de una escarcha, una vidriosa ausencia. Tras él, la tarde moría con fulgores de vinagre y oro.

– Los chavales le ven venir desde la puerta de la papelería. Ya saben que se ha pasado el día durmiendo en el auto varado en medio del fango…

– Fango y nieve -gruñó el director-. Vamos a hacer una película de fango y nieve, ¡mira por dónde!

– Se trata de un Lincoln Continental, un cascarón herrumbroso y calcinado -prosiguió inmutable el escritor- que los chavales utilizan para jugar y los vagabundos para dormir. En la película, ese Lincoln Continental es emblemático: el fantasma de la aventura, si quieres.

– ¡Una especie de western de barrio con mucho fango y mucha nieve rodado en el parque Güell con ese Dragón de cerámica como protagonista ¡¿es eso lo que quieres?!

Los aburridos domingos nos pateábamos calles y descampados con las manos hundidas en los bolsillos y los ojos en el suelo. A veces, entre los hierbajos y el polvo, encontrábamos formas deshechas de felicidad: un paquete chafado de cigarrillos Lucky con uno dentro, un cordón usado, varillas de paraguas para hacer flechas, una vaina de bala con el fulminante intacto.

En febrero de 1941, una mañana fría y luminosa, encontramos a un joven perdulario durmiendo dentro de nuestro Lincoln Continental. Tenía pupas en los labios y la cabeza rapada. Calzaba botas militares, pero no calcetines, y debajo de la americana harapienta no llevaba camisa, sino hojas de periódico amarillentas de sol y con las fotos podridas por la lluvia.

SECUENCIA 2. CALLE/FACHADA PAPELERIA-LIBRERIA.

Exterior Anochecer

Frente a la papelería-librería Estevet, tres niños de pie inmóviles miran sin un parpadeo al desconocido que se acerca caminando despacio.

Chaval rubio cabezón con flequillo y dulce mirada bizca coloca ante su ojo derecho un cuaderno escolar enrollado a modo de catalejo.

Corte a Vargas que avanza todavía lejos visto en teleobjetivo-catalejo (con mucho cielo azul sobre su cabeza) el ala del sombrero sobre los ojos y los pulgares engarfiados en la hebilla plateada del cinturón, aunque sus manos no se ven porque estamos en plano medio, por lo que parece un jinete insomne y fatigado viniendo al trote.

(El plano-catalejo es más que convencional, es pura mentira, artificioso y falaz, pero honesto en un detalle: la falsa impresión que produce Vargas de llegar desde muy lejos montado a caballo se debe a una leve cojera del propio Vargas, según veremos en seguida.)

El director sonrió burlón bajo el pañuelo de bandolero que le tapaba la cara.

– No hace falta que planifiques, riguroso prosista, no se te paga por eso -dijo-. Plano medio o primer plano, es asunto mío.

El novelista puso cara de nazi canallesco pero refinado y gentil con la policía y con las mujeres, tipo Alex Sebastian en Notorius.

– Termina de leer la secuencia y luego lo discutimos, peliculero.

Encadena con el vagabundo parado entre los niños, que ahora pueden verle de cerca. El chaval de la libreta-catalejo sentado a la puerta de la papelería (caras sucias de tres niños pegadas al cristal) esconde su artilugio a la espalda y rinde la cabeza, avergonzado, cuando la mano grande y oscura de Vargas revuelve sus cabellos rubios a modo de saludo y caricia.

SHANE: «Hola, muchacho. Me vigilabas mientras venía

por el camino, ¿verdad?»

JOEY: «Sí, señor.»

SHANE: Así me gusta. El hombre que se

acostumbra a ser buen observador,

llegará siempre a donde se proponga.»

El director gruñó:

– Este diálogo me suena.

– Está hecho para que suene.

– Y de la planificación, vuelvo a repetírtelo, me ocupo yo. Y todos esos niños viéndole llegar, fuera.

– Entonces ya puedes tirar toda la secuencia a la papelera -dijo el escritor indignado-. ¿No te das cuenta de que estas imágenes y su ritmo nacen de la mirada de un niño, y que sin ese niño no expresan nada?

El director se desplazó arrastrando el trasero sobre la baranda y se agarró al laurel alegremente, una vez más. Dijo:

– Déjame a mí el sentido de las imágenes, literato. Sigamos.

Mirándose en los espejos del suntuoso y confortable lavabo del Banco Central, la señorita Carmela se pinta los labios con la barra de carmín rojo frambuesa dejándose mecer por el hilo musical (una selección de viejos éxitos de la Columbia Pictures con muchos, muchos violines) cuando, repentinamente, un cruce de cables en su ensueño la sintoniza con la melodía de fondo de Un lugar en el sol y en un ángulo del espejo se refleja la trémula imagen de George Eastman/Montgomery Clift con su vulgar y raído traje gris abriendo tímidamente la puerta y entrando pasmado en el lavabo como si entrara en un rutilante baile de sociedad, en la gran fiesta que los Vickers dan en honor a su hija Ángela/Liz Taylor hermosa y mal criada muchacha de ojos verdes y hombros desnudos con su precioso vestido blanco tobillero rodeada de jóvenes admiradores. Pasa, muchacho solitario y soñador, ¡oh, sí, pasa y diviértete, Monty, saca las manos de los bolsillos del pantalón, sacúdete ese aire de timidez y desvalimiento y pasa, Monty!

Retrato de familia en blanco y negro: Susana, su marido Jan Estevet y su hijita Neus de pocos meses (en brazos de su padre) quietos sonrientes en una luminosa fotografía junto al Dragón de cerámica del parque Güell.

El marido serio pulcro dominguero, ella muy joven y rubia ojos claros golosos de luz y boca dorada como la de Madeleine Carroll, una actriz tan guapa que, aunque la filmaran en blanco y negro, daba siempre technicolor.

– Maldito Dragón -dijo el director-. No entiendo qué puñeta pretendes con ese Dragón.

– Se trata del mundialmente famoso Dragón de Gaudí -dijo el escritor deseando impresionarle con la escenografía-. De cerámica troceada, ya sabes…

– Ya sé, hombre, ya sé.

SECUENCIA 22. PAPELERIA-LIBRERÍA.

Interior/Exterior. Día.

La foto del matrimonio y la niña en un porta-retratos de cuero marrón y cantos dorados sobre el pequeño escritorio en un ángulo de la papelería-librería Estevet, un local estrecho y largo, un poco oscuro, polvoriento.

Susana con grueso jersey negro y bufanda roja está subida a un taburete ordenando los estantes. En el suelo junto a la estufa la niña de cuatro años está jugando con una muñeca y un tranvía.

A través del cristal roto del escaparate, parcialmente sujeto con anchas tiras de esparadrapo o de papel engomado, panorámica del barrio alto y a lo lejos la ciudad gris y aplastada y al fondo el puerto, entre la neblina.

En primer término, el vagabundo se yergue como surgido de la tierra y avanza por la calle enfangada cojeando levemente, rodeado de un enjambre de niños, empuja la puerta de la papelería y entra.

– Ya está. El retorno de un pandillero a su antiguo barrio -dijo el director desalentado-. ¿No es ése el tema?

– No.

– Pero ese tipo viene huyendo de algo. ¿De qué?

El escritor se encogió de hombros.

– Del hambre, de la guerra, de la Ley, de su propio infortunio, de sí mismo.

– Entonces es un paria y nada más.

– Cálmate, cineasta.

Furioso, el realizador se arrancó el pañuelo de la cara. Rodeado ahora de laurel y jazmín sin aroma, se cogió la rodilla derecha con ambas manos y se balanceaba temerariamente de espaldas al vacío.

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