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– Te aconsejo que los sueltes.

– Son artificiales, de plástico, como el clima austero y estático, de western enfangado, de tu historia. Por cierto, todo lo que escribes para el cine es artificioso y convencional.

– Hubo hace mucho tiempo un tipo de cine artificioso con grandes estrellas convencionales, que me gustó con locura. Pero esos claveles a los que ahora tú te agarras para no precipitarte al abismo, no son artificiales, no son de brillante plástico con duros alambres por dentro. Son de verdad, maestro, es decir: frágiles, enfermos, y se partirán en tus manos porque la atmósfera de la ciudad los ha podrido.

– Sigamos con la secuencia 23.

– Pero no te agarres al clavel español.

RAIKER: «¿Quién eres, forastero?»

SHANE: «Un amigo de los Starret.»

Corte a la papelería-librería de Susana cuando se abre la puerta y entran los tres Flechas de la Centuria de Fermín Palacios. Las mismas camisas azules, los mismos correajes negros, los mismos cabellos planchados y los mismos himnos idiotas y canciones ratoneras que se traen habitualmente de sus mítines y asambleas -pero sonando sólo en sus propios oídos sordos, en sus huecas cabezas-sonajero y en sus mentes taradas, es decir: banda sonora subjetiva españoleando castiza y cutre, estúpidamente patriotera, autojaleándose.

Cierran la puerta tras ellos y, sin mediar palabra, empiezan a revolver los libros de saldo de la mesa, a manosearlos, a hojearlos desdeñosamente y a tirarlos al suelo.

Susana con su hija en brazos retrocede unos pasos. La pandilla de chavales se apiña en un rincón.

FLECHA 1.°: (A Susana) «¿ Cuándo te vas a enterar,

bruja? Los libros en lengua vernácula están

prohibidos en todo el Imperio.»

FLECHA 2.°: «Si no te denunciamos es porque a mi tío

Fermín le das lástima, que conste. Roja.

Masona. ¿Quieres ir a la cárcel?»

FLECHA 3.°: «¡Fuera toda esa mierda intelectual!»

Su mano enguantada y torva, como una negra manopla, barre el contenido de un estante, la mesa del centro y el pequeño mostrador. Un lápiz rueda hasta los pies de Vargas sentado en la sombra, y al que los escuadristas azules no han prestado atención o todavía no han visto. Es un grueso lápiz que escribe por ambos extremos, las puntas muy afiladas, la una roja y la otra azul.

Vargas, con extraña parsimonia, se inclina a recoger el lápiz y lo cuelga en su oreja. Se queda mirando al Flecha 1.° entornando los ojos.

La pequeña Neus asustada se agarra al cuello de su madre mientras los libros rebotan malamente en el suelo, descosidos, inermes.

SUSANA: «¡Basta! No tenéis derecho a hacer eso. Los

compro a peso, no me fijo en el título ni en el

autor…»

FLECHA 3.°: «¿Ah no? ¿De veras? Pues entérate de la

basura que tienes escondida aquí, escucha:

(Leyendo la cubierta de los libros que va

tirando) Carner, Sagarra, Riba, Salvat,

Papasseit, Foix, Maragall, López-Picó…»

FLECHA 2.°: «Bueno, éste por lo menos es mitad

español: López.»

FLECHA 3.°: «Tienes razón, camarada.» Y devuelve el

libro al estante.

FLECHA 1.°: «¡Vamos a hacer un buen fuego con todos

estos bolcheviques del Ampurdàn!»

Patea los libros tirados al suelo y uno de ellos rueda desencuadernándose como un pájaro herido llega a los pies del vagabundo.

Vargas mira el libro sin tocarlo y habla en tono seco:

VARGAS: «Este libro es mío. Acabo de comprarlo.»

Permanece sentado en la escalera del altillo, en la penumbra, y los escuadristas lo miran como si acabaran de advertir su presencia.

FLECHA 1.°: «¿Y tú quién eres, perdulario?»

VARGAS: «Un amigo de los Estévet.»

(Nota importante: el charnego Vargas pronuncia mal el apellido -que conoce por haberlo leído en el rótulo sobre la puerta de la calle- cargando el acento en la penúltima sílaba en vez de hacerlo en la última. Así, al decir Estévet, casi le oímos decir Starret.)

Vargas se incorpora despacio.

FLECHA 2.°: «No te metas en eso y sigue tu camino.»

FLECHA 3.°: «Sí, será mejor que te largues, vagabundo.

No te busques líos.»

No le prestan más atención, pero Vargas sigue mirando fijamente al falangista 1.° y sus ojos brillan en la sombra delgados y fríos como el filo de la navaja. Y cuando vuelve a hablar, en su voz calmosa anida una ronquera abyecta, súbitamente despiadada:

VARGAS: «Tú, muchacho. Recoge mi libro y ponlo sobre

la mesa.»

El aludido lo mira con asombro, sonriendo por un lado de la boca:

FLECHA 1.°: «¿Habéis oído?

FLECHA 2.°: «¿Qué ha dicho este piojoso? Pídele la

documentación, Gonzalo.»

FLECHA 1.°: (Burlón, a Vargas) «¿Y para qué quieres tú

un libro, charnego asqueroso? ¿Acaso sabes

leer?»

VARGAS: (Avanzando dos pasos) «Cógelo, mamón. Que

eres un mamón y un hijo de perra.»

Con ademanes fulgurantes y a la vez suaves, apenas entrevistos por los niños, Vargas se ha quitado el lápiz rojo/azul de la oreja al tiempo que en su otra mano aparece súbitamente una navaja de tamaño regular, más bien pequeña. Sacándole punta al lápiz, se acerca cabizbajo y pensativo al Flecha primero, se para a un palmo de su cara y lo mira a los ojos.

Susana y la pandilla contemplan la escena expectantes y asustados.

Todo ocurre muy rápido. Las volutas del lápiz que hace saltar el filo de la navaja salpican una tras otra el pálido y crispado rostro del escuadrista azul, que al fin ha comprendido. Todavía intenta una salida airosa, irguiéndose, cuando ya sus camaradas retroceden hacia la puerta:

FLECHA 1.°: «Está bien, luego veremos su

documentación…»

VARGAS: (Tirándole volutas a la cara) «Luego no verás

nada, capullo. Tú no eres quién para pedirme la

documentación. Recoge el libro.»

Finalmente el joven Flecha obedece, se agacha, coge el libro y lo pone sobre la mesa. Da media vuelta, el rostro encendido y el gallardo pecho sembrado de volutas rojas y azules, se junta con sus camaradas y los tres salen de la papelería cerrando la puerta violentamente.

Fundido y encadenado.

Y esa misma noche, después de cerrar la tienda, explicó el guionista, mientras los chavales recogen los libros del suelo y ordenan los estantes y el escaparate ayudados por Vargas, Susana en camisón, el pelo suelto y un largo abrigo de su marido echado sobre los hombros, desciende la escalera del altillo -acaba de acostar a la niña- con un vaso de leche que ofrece sonriente al vagabundo.

Calló el escritor a sueldo, y el realizador parpadeó confuso:

– Y qué más.

– Nada más. Te basta con esa imagen. No se Puede expresar más con menos elementos. La Susana hogareña, nocturna y cálida con un vaso de leche en las manos. -Sonrió irónico, añadiendo-; Podrías tal vez iluminar la leche por dentro, a la manera de Hitchcock. El vagabundo debe percibir esa luz y el espectador también.

– Tal vez. Pero no veo la necesidad de expresar ningún calor de hogar en la escena, con esa nocturnidad que dices, ese camisón y esa leche.

– Cuando yo propongo una imagen -dijo el fatuo guionista, en tono algo despectivo-, esa imagen, si la ruedas, debe expresar exactamente lo que yo he decidido que exprese. Ni más ni menos.

– El asunto es -dijo el director incompetente y zafio- si a mí me interesa que esa imagen exprese esto o aquello o lo de más allá.

– El asunto es -replicó el escritor con la voz impertinente y meliflua de Humpty Dumpty- quién es el maestro aquí. Eso es todo.

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