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La voz inglesa tardó un poco en salir, cinco timbrazos, sin duda el conserje se había quedado dormido, era noche de martes e invierno, habría creído soñar con un timbre antes de volver a la vida, su cabeza tal vez apoyada sobre el mostrador como un futuro decapitado, los tobillos enlazados a las patas de la silla y un brazo caído.

– Wilbraham Hotel, buenos días -dijo esa voz en inglés, muy turbia aunque consecuente con el reloj.

– ¿Puedo hablar con el señor Dean, por favor? -contesté yo. El señor Din. Mr Diin más bien.

– ¿Qué habitación es, señor? -respondió la voz ya recuperada de la aspereza, neutra y profesional, la voz de un factótum.

– No sé el número de la habitación. Eduardo Dean.

– No cuelgue, por favor. -Esperé unos segundos durante los cuales oí al conserje silbotear levemente, cosa extraña en un inglés que acababa de despertarse en lo que para él sería la mitad de la noche, el conticinio. Lo siguiente que habría de oír, cuando el silboteo cesara, sería ya la voz ronca del marido de Marta sobresaltado. Me preparé, más el ánimo que las palabras exactas y raudas que debería decirle antes de colgar, sin despedirme. Pero no fue así, sino que volvió la voz británica y dijo-: ¿Oiga, señor? No hay ningún señor Dean en el hotel, señor. ¿Es d, e, a, n, señor?

– D, e, a, n, eso es -repetí. Al final había tenido que deletrearlo-. ¿Está usted seguro?

– Sí, señor, ningún Dean en el hotel esta noche, señor. ¿Cuándo es de suponer que habría llegado?

– Hoy. Debe haber llegado hoy.

– Quiere usted decir ayer, martes, ¿no es así, señor? No cuelgue, por favor -repitió el conserje para quien ya andaban lejos el día y la noche que para mí no acababan, y de nuevo oí el silboteo, un hombre ufano y espiritoso, tal vez un joven a pesar de la voz profesionalizada o dignificada; o puede que hubiera dormido bien hasta poco antes y estuviera fresco, turno de noche. Silboteaba Strangers in the Night, una melodía sarcásticamente adecuada, ahora me dio tiempo a reconocerla, pero entonces no sería muy joven, los jóvenes no silban Sinatra. Al cabo de unos segundos más dijo-: No había ninguna reserva a ese nombre para ayer, señor. Podría haberse cancelado, pero no, señor, ninguna reserva ayer a ese nombre.

Estuve a punto de insistir y preguntarle si acaso la había para hoy, miércoles. No lo hice, le di las gracias, él me dijo 'Adiós, señor' y colgué, y sólo tras colgar se me ocurrió la explicación posible: en Inglaterra como en Portugal y en América lo que cuenta es la última parte en los nombres de las personas, si hay tres, por ejemplo, Arthur Conan Doyle es Doyle, por ejemplo, en los diccionarios. Era probable que a la vista de su carnet o pasaporte lo hubieran inscrito por su segundo apellido, que apenas cuenta para nosotros en cambio, Ballesteros. Podría probar a preguntar por Mr Ballesteros, y entonces me di cuenta de que no debía hacerlo ni haber preguntado por Mr Dean y de que me había salvado por poco: si hubiera llegado a dejarle mi mensaje aciago, Deán podría haber llamado no sólo a una cuñada, una hermana, una amiga, sino a una vecina o incluso al portero, quienes no habrían tardado nada en subir a la casa y me habrían encontrado, bajando en el ascensor o por las escaleras o allí mismo: para cuando ellos llegaran lo más probable es que yo aún no me hubiera ido. Tenía que irme pronto por tanto, no debía entretenerme aunque todavía nadie supiera nada y nadie fuera a venir a esas horas. Pero aún debía dejar algunas cosas en orden: volví a quitarme los zapatos y regresé al dormitorio, al pasar de nuevo ante la habitación del niño pensé claramente lo que estaba todo el tiempo en mi cabeza, palpitando, aplazado, las últimas palabras de Marta, 'Ay Dios, y el niño'. Seguí, y ahora, tras haber mantenido contacto con el exterior, aunque hubiera sido con un conserje extranjero del que nada sabía ni sabría nunca, vi la situación de manera distinta, esto es, cuando entré en la alcoba sentí vergüenza por primera vez ante el cuerpo semidesnudo de Marta, lo que tenía de desnudo obra mía. Me acerqué y abrí la colcha y las sábanas por el lado que su cuerpo no pisaba, por el mío de aquella noche y del marido las otras noches, abrí de arriba a abajo, desde la almohada hasta los pies de la cama, a continuación di la vuelta y desde el otro lado me atreví a empujarla con miramiento hacia el nuestro, con más decisión al notar la resistencia del montículo que habían formado las sábanas recogidas en el medio, y ahora ya sí sentí el rechazo hacia la carne muerta (mi mano sobre su hombro y la otra sobre su muslo, empujando), ahora ya el tacto no me resultó agradable, creo que la moví apartando lo más posible la vista. La hice rodar, no hubo otro remedio para vencer la cordillera de paño y lienzo, y cuando estuvo en el lado de la cama que ella jamás usaba (dio dos vueltas y quedó como estaba antes, mirando hacia su derecha, de costado), tiré de las sábanas y de la colcha que había alzado y logré cubrirla. La tapé, la arropé, le subí el embozo hasta el cuello y la nuca que ya no parecía venir de la ducha, y aún pensé si no debería ocultarle también la cara, como he visto centenares de veces en las películas y en las noticias. Pero eso sería la prueba de que alguien había estado con ella, y se trataba de que hubiera sólo una sospecha, por fuerte que fuera (y era inevitable), no la certeza. Le miré la cara, cuan parecida aún a la que había sido, cuan reconocible habría resultado para ella misma de habérsela visto, tanto como lo habría sido de día en día al mirarse al espejo todas las mañanas contables ya de su vida -cuando las cosas acaban ya tienen su número, y nada lo anuncia ni nada cambia de día en día-, cuan reconocible para mí mismo respecto a la cara que había en la foto sobre la cómoda, la foto de su boda que seguiría allí por inamovible y forzosa inercia desde que fue colocada y que los habitantes del dormitorio tal vez haría mucho que no mirarían: cinco años antes según había dicho, un poco más joven y con el pelo recogido, la nuca decimonónica habría sido visible durante toda la ceremonia, y en la cara una mezcla de regocijo y susto -riéndose con alarma-, vestida de corto pero también de blanco (o podía ser crudo, pues no era en color la foto), agarrada convencionalmente del brazo de su marido serio y poco expresivo como son los maridos en las fotos de bodas, los dos aislados en ese encuadre cuando estarían rodeados de gente, con flores en la mano Marta y no mirando hacia él ni al frente sino hacia las personas que habría a su izquierda -las hermanas, las cuñadas y amigas, divertidas y emocionadas amigas que la recuerdan desde que era niña y eran todas niñas, son esas las que no dan crédito a que ella se esté casando, las que lo ven todavía todo como un juego en cuanto se juntan y por eso dan alivio, son esas las confidentes, las mejores amigas porque son como hermanas, y las hermanas son como amigas, envidiosas y solidarias todas-. Y el marido Deán, me fijo en él y no sólo está serio sino también algo incómodo con su cara alargada y extraña, como si hubiera ido a parar a una fiesta de vecinos de conocidos, o a una celebración que a él no puede pertenecerle porque es femenina (las bodas son de las mujeres, no de la novia sino de todas las mujeres presentes), un intruso necesario pero en el fondo decorativo, del que en realidad puede prescindirse en todo momento excepto ante el altar -una nuca-, a lo largo de todo el festejo que tal vez dure la noche entera para su desesperación y sus celos y su soledad y remordimiento, sabedor de que sólo volverá a ser necesario -figura obligada- cuando todos se vayan o sean él y la novia quienes se vayan y ella lo haga mirando atrás y a regañadientes, en sus ojos pintada la noche oscura. Eduardo Deán lleva bigote, mira a la cámara y se muerde el labio, parece muy alto y delgado, y aunque su rostro me pareció memorable, ya no lo recordé una vez fuera de aquella casa y de Conde de la Cimera y del barrio. Ya no lo veía. Pero aún no estaba fuera y me estaba entreteniendo una vez más, como si mi presencia pudiera remediar algo cuando ya era todo irremediable; como si me diera reparo abandonar a Marta y dejarla a solas la noche prevista de sus bodas conmigo -durante cuánto tiempo; pero yo no lo busqué, yo no lo quise-; como si al estar yo allí las cosas tuvieran aún un sentido, el hilo de la continuidad, el hilo de seda, ella ha muerto pero prosigue la escena que se había iniciado cuando estaba viva, yo sigo en su alcoba y eso hace que su muerte parezca menos definitiva porque yo estaba allí también cuando estaba viva, yo sé cómo ha sido todo y me he convertido en el hilo: sus zapatos para siempre vacíos y sus arrugadas faldas que no serán planchadas tienen aún explicación e historia y sentido, porque yo fui testigo de que los usaba, de que los tuvo puestos -sus zapatos de tacón quizá demasiado alto para estar en casa, aun con un invitado casi desconocido-, y vi cómo se los quitaba con los propios pies al llegar a la alcoba y su estatura disminuía de pronto haciéndola más carnal y apacible, puedo contarlo y puedo por tanto explicar la transición de su vida a su muerte, lo cual es una manera de prolongar esa vida y aceptar esa muerte: si las dos se han visto, si se ha asistido a ambas cosas o quizá son estados, si quien muere no muere solo y quien lo acompañó puede dar testimonio de que la muerta no fue siempre una muerta sino que estuvo viva. Fred MacMurray y Barbara Stanwyck aún seguían allí hablando en subtítulos como si nada hubiera pasado, y entonces sonó el teléfono y tuve pánico. Ese pánico al menos no llegó de golpe, sino en dos momentos, porque durante un segundo quise pensar que el primer timbrazo venía de la película, pero los teléfonos no sonaban así en su época ni había ninguno en aquella escena ni por lo tanto se volvían MacMurray ni Stanwyck para mirarlo ni lo cogían, como me volví yo de inmediato hacia la mesilla de noche de Marta, sonaba el teléfono de la habitación de Marta a las tres de la madrugada. 'No puede ser', pensé, 'no he hablado con el marido, lo llamé pero no hablé con él y nadie sabe lo que ha pasado, al conserje no le conté nada, verdad que no le conté nada.' Y aún pensé más en tropel, como se piensa en estas ocasiones de apremio: Tal vez lo ha soñado en su cama de Londres, lo ha intuido o adivinado, se ha despertado con desesperación y celos y soledad y remordimiento y ha preferido llamar para secar su sudor nocturno y tranquilizarse, aun a riesgo de despertarla a ella y quién sabe si también al niño.' No se me ocurrió cerrar la puerta del dormitorio rápidamente para que no sucediera esto último, y al tercer timbrazo cogí el teléfono, por el pánico y para interrumpir la estridencia, pero no dije 'Diga' ni nada, y sólo entonces, con el auricular en la mano pero no al oído -como si pudiera delatarme ese contacto-, me di cuenta de que el contestador automático estaba puesto -vi vibrar y moverse una raya de luz roja un instante- y de que habría respondido por mí y por ella. Y al darme cuenta colgué en el acto, por el pánico que fue en aumento al haber llegado a oír una voz de hombre que decía: '¿Marta?', y repetía: '¿Marta?' Fue entonces cuando colgué y me quedé quieto con la respiración cortada como si alguien me hubiera visto, di tres pasos hasta la puerta y ahora sí la cerré con cuidado por el pánico y por el niño, y me dispuse a esperar los nuevos timbrazos, que no tardarían y no tardaron, uno, dos, tres y cuatro y entonces saltó el contestador cuya voz grabada yo no escuchaba, no sabía si tendría la de ella cuando aún vivía o la de Deán el marido que estaba muy lejos. Luego sonó el pitido, comprobé con el dedo que el volumen estaba alto y oí la voz masculina de nuevo, oí cuanto decía: '¿Marta?', empezó otra vez. 'Marta, ¿estás ahí?', y esta pregunta ya era impaciente o más, destemplada. 'Antes se ha cortado, ¿no? ¿Oye?' Hubo una pausa y un chasquido de contrariedad de la lengua. '¿Oye? ¿A qué juegas? ¿No estás? Pero si acabo de llamar y has descolgado, ¿no? Cógelo, mierda.' Hubo otro segundo de espera, pensé que Deán era malhablado, hizo aspavientos bucales. 'Ya, no sé, bueno, debes de tener bajo el volumen o habrás salido, no entiendo, habrás pillado a tu hermana para el niño. Bueno, nada, es que acabo de llegar a casa y no he oído tu mensaje hasta ahora, mira que no acordarte de que Eduardo se iba hoy de viaje, desde luego no dice mucho de tus ganas de estar conmigo, para una noche que podíamos habernos visto sin prisas, y no haber estado en el hotel ni en el coche. Mierda, de haberlo sabido podrías haber venido o haber pasado yo un rato en vez de la nochecita que me he chupado. ¿Marta? ¿Marta? ¿Eres imbécil o qué, no lo coges?' Hubo una pausa más, se oyó un pequeño rugido de exasperación, pensé: 'No es Deán, pero es despótico; y es un grosero'. La voz siguió, hablaba velozmente y con irritabilidad, también con firmeza, era como el sonido de una máquina de afeitar, estable y apresurada y monótona: 'Ya, no sé, no creo que hayas salido, y el niño, pero bueno, si así fuera y volvieras pronto, digamos antes de las tres y media o cuatro menos cuarto, llámame si quieres, yo no estoy para dormirme ahora y si quieres todavía podría pasar un rato, he tenido una noche absurda, siniestra, ya te contaré en la que me he visto metido, y ya me da lo mismo acostarme más tarde, mañana estaré deshecho de todas formas. ¿Marta? ¿No estás ahí?' Hubo una última pausa infinitesimal, el tiempo de que chasqueara de nuevo con desagrado la lengua aguda. 'Ya, bueno, no sé, estarás dormida, si no ya hablamos mañana. Pero mañana Inés no tiene guardia, así que de verse nada. Qué leches, podías haberte acordado antes, desde luego no tienes arreglo.'

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