Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Quizá hay ya alguien a quien se lo contó, lo ha contado, a quien anunció mi visita -el teléfono vuela- y confesó su indeciso deseo o su segura esperanza, tal vez hablaba de mí y colgó solamente al oír que yo llamaba a la puerta, que ya llegaba, uno nunca sabe qué estaba ocurriendo en una casa un segundo antes de llamar al timbre e interrumpirlo.' Me abroché la camisa que los dedos agarrotados de Marta habían abierto cuando aún eran ágiles y festivos, me desabroché el pantalón y me la metí por dentro, mi chaqueta se había quedado en el comedor o salón colgada del respaldo de una silla como de una percha, y mi abrigo dónde, mi bufanda dónde y mis guantes, ella me los había cogido al entrar y yo no me había fijado en dónde los había puesto. Todo eso podía esperar también, aún no quería ir al salón porque mis zapatos harían ruido y no hacía mucho que había vuelto a dormirse el niño, en todo caso me daba apuro la idea de pasar ahora por delante de su cuarto haciendo temblar los aviones con mis pisadas, para él había cambiado la vida, el mundo entero había cambiado y aún no lo sabía, o es más: su mundo de ahora se había acabado, porque ni siquiera lo recordaría al cabo de poco tiempo, sería como si no hubiera existido, tiempo deleznable y borrado, la memoria de los dos años no se conserva, o yo no conservo nada de la mía de entonces. Miré a Marta ahora desde mi altura, desde la de un hombre que está de pie y mira hacia alguien tumbado, vi sus nalgas redondeadas y duras que sobresalían de sus bragas pequeñas, la falda subida y la postura encogida dejando ver todo eso, no sus pechos que seguían cubriendo sus brazos, un desecho, ahora sí un despojo, algo que ya no se guarda sino que se tira -se incinera, se entierra- como tantos objetos convertidos en inservibles de pronto que le pertenecieron, como lo que va a la basura porque se sigue transformando y no se puede detener y se pudre -la piel de una pera o el pescado pasado, las hojas primeras de una alcachofa o la asadura apartada de un pollo, la grasa del solomillo irlandés que ella misma habría vaciado en el cubo desde nuestros platos hacía poco, antes de que fuéramos al dormitorio-, una mujer inerte y ni siquiera tapada, ni siquiera bajo las sábanas. Era un residuo y para mí sin embargo la misma de antes: no había cambiado y la reconocía. Debía vestirla para que no la encontraran de ese modo, lo descarté en seguida, qué difícil y qué peligroso, pensé que podría romperle un hueso al meterle un brazo en la manga de lo que le pusiera, dónde estaba su blusa, quizá era más fácil abrir la cama y meterla dentro, ahora se podía hacer cualquier cosa con ella, pobre Marta, manipularla, moverla, arroparla al menos.

Llevaba unos segundos parado, inmovilizado por mi prisa mental, sin hacer nada, y la prisa nos hace pensar cosas contrarias, se me ocurrió que a ella le habría angustiado la ignorancia de sus allegados de haberla previsto o sabido, que la creyeran viva si ya no lo estaba, por cuánto tiempo, que no se enteraran inmediatamente, que no se revolucionara todo al instante por su muerte precipitada, que no sonaran los imprudentes teléfonos hablando de ella y cuantos la conocían le dedicaran sus exclamaciones, o sus pensamientos; y para quienes la conocían también sería insoportable más adelante la ignorancia de que iban a ser o eran ya víctimas esta noche, para el marido recordar más tarde que él dormía en una isla tranquilamente -por cuánto tiempo, y se levantaba y desayunaba, y hacía gestiones en Sloane Square o en Long Acre, y quizá paseaba- mientras su mujer se moría y estaba muerta sin que nadie la asistiera ni le hiciera caso, primero lo uno y después lo otro, porque no tendría la certeza nunca de que hubiera habido nadie con ella, aunque sí la sospecha, sería difícil que yo suprimiera todas las huellas de mi paso de horas, si me decidía a intentarlo. Seguramente había dejado su número y sus señas de Londres en algún sitio, junto al teléfono, vi que no había ningún papel junto al de la mesilla de noche de Marta con su contestador ya incorporado, tal vez en el del salón, desde donde ella había hablado con su marido antes, conmigo delante. Era mejor que tuviera esa dirección y ese número en todo caso por si pasaban los días, pero no pasarían, eso era imposible, demasiado silencio, de repente me aterró la idea: alguien habría de venir, y pronto, Marta trabajaba y tendría que dejar al niño con alguien, no era posible que se lo llevara consigo a la facultad, tendría organizado el cuidado del niño con una niñera o con una amiga o hermana o con una madre, a menos, volví a pensar aterrado, que lo dejara en una guardería siempre y fuera ella quien lo llevara antes de irse a sus clases. Y entonces qué, mañana no lo llevaría nadie, o puede que mañana Marta ni siquiera tuviera clases o solamente por la tarde y nadie fuera a aparecer por la casa hasta entonces, no se había mostrado preocupada por la idea de madrugar, y había comentado que tenía las clases unos días por la mañana y otros por la tarde, y no todos los días de la semana, cuáles, o eran horas de consulta lo que tenía por la mañana o la tarde, no me acordaba, cuando alguien ha muerto y ya no puede repetir nada uno desearía haber prestado atención a cada una de sus palabras, horarios ajenos, quién los escucha, preámbulos. Me decidí a ir al salón, me quité los zapatos y fui de puntillas, dudé si cerrar la puerta de la habitación del niño al pasar por delante, pero quizá el chirrido lo despertaría, así que seguí descalzo y muy de puntillas, con los zapatos colgando del índice y el corazón de una mano como un calavera de chiste o de película muda, haciendo crujir la madera del piso a pesar de todo. Una vez en el salón cerré allí y me calcé de nuevo -no me até los cordones pensando en la vuelta, porque volvería-, allí estaban aún la botella y las copas de vino, lo único que Marta no había recogido, una mujer ordenada en eso, y el vino se quedó no por descuido, sino porque aún bebimos un poco de él sentados en el sofá que había ocupado y por fin desocupado el niño, después del helado Háagen-Dazs de vainilla y antes de besarnos, y de trasladarnos. No hacía mucho rato de aquello, ahora que todo había acabado: todo nos parece poco, todo se comprime y nos parece poco una vez que termina, entonces siempre resulta que nos faltó tiempo. Junto al teléfono del salón había unos papelitos amarillos pegados a la mesa por su franja adhesiva, tres o cuatro con anotaciones, y el cuadernito rectangular del que procedían, y en uno de ellos estaba lo que buscaba, decía: 'Eduardo', y debajo: "Wilbraham Hotel', y debajo: 'Wilbraham Place', y debajo: '4471/7308296'. Arranqué otra hoja del cuadernillo y me dispuse a copiarlo todo con la pluma que saqué de mi chaqueta al tiempo que me la ponía (ya estaba más cerca de irme), allí seguía donde la había dejado, sobre el respaldo de la silla que me hizo de percha. No llegué a copiarlo, conseguir un teléfono siempre tienta a hacer uso de él al instante, tenía el número de Londres de aquel Eduardo cuyo apellido aún no sabía, pero nada más fácil que encontrarlo en su propia casa, miré alrededor, sobre la mesita baja vi unas cartas en las que antes no había tenido motivo para fijarme y no me había fijado, posiblemente el correo del día que habría llegado después de su marcha y que se habría ido acumulando allí hasta su vuelta, sólo que ahora iba a tener que volver muy pronto y nada se acumularía. 'Eduardo Deán', decían dos de los tres sobres, y el otro aún decía más, un sobre bancario con los dos apellidos, y si llamaba a Londres no habría problemas con el que contaba, con el primero no muy frecuente, no habría ni que deletrearlo porque preguntaría por Mr Dean, es decir, Mr Din, así lo conocerían o reconocerían en el hotel pese al acento en la a, del que harían caso omiso los ingleses. Llamar, decir qué, no darle mi nombre pero sí la noticia, hacer que se responsabilizara de la situación ahora puesto que no nos había salvado antes y así yo podría desentenderme e irme de una vez y ponerme a olvidar, mala suerte, a labrar el recuerdo, reducir el recuerdo de aquella noche a un caso de mala suerte y quizá a una anécdota -o más noble: una historia- contable a mis amigos íntimos, no ahora pero al cabo del tiempo, cuando el grado de irrealidad hubiera crecido y la hubiera hecho más benévola y soportable, aquel hombre de viaje llevaba demasiadas horas sin ocuparse de su familia (de los más próximos hay que ocuparse sin pausa), no era cierto, había llamado después de su cena en el restaurante indio, pero Marta Téllez no era mi mujer sino que era la suya, ni aquel niño mi hijo, Eugenio Deán su obligado nombre, el padre y marido Deán tendría que hacerse cargo antes o después, por qué no ya, por qué no desde Londres. Miré el reloj por primera vez en mucho rato, eran casi las tres pero en la isla era una hora más pronto, casi las dos, no muy tarde para un madrileño aunque tuviera quehaceres a la mañana siguiente, y en Inglaterra la gente tampoco madruga mucho. Y mientras marcaba pensé (los dedos ante el teléfono son más rápidos que la voluntad, más que la decisión, actuar sin saber, decidir sin saber): 'Da lo mismo la hora que sea, si voy a darle anónimamente semejante noticia no importa la hora que sea ni que lo despierte, se despertará de golpe tras escucharla, pensará que se trata de una broma de espantoso gusto o de la incomprensible inquina de un enemigo, llamará aquí de inmediato y nadie le cogerá el teléfono; entonces llamará a alguien más, una cuñada, una hermana, una amiga, y le pedirá que se acerque hasta aquí para ver qué pasa, pero para cuando ellas lleguen yo ya me habré ido.'

7
{"b":"100407","o":1}