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Obedecí, esperé, no hice nada ni llamé a nadie, tan sólo volví a mi sitio en la cama, al que no era mío pero esa noche iba siéndolo, me puse de nuevo a su lado y entonces ella me dijo sin volverse y sin verme: 'Cógeme, cógeme, por favor, cógeme', y quería decir que la abrazara y así lo hice, la abracé por la espalda, mi camisa aún abierta y mi pecho entraron en contacto con la piel tan lisa que estaba caliente, mis brazos pasaron por encima de los suyos, con los que se cubría, sobre ella cuatro manos y cuatro brazos ahora y un doble abrazo, y seguramente no bastaba, mientras la película de la televisión avanzaba sin su sonido en silencio y sin hacernos caso, pensé que algún día tendría que verla enterándome, blanco y negro. Me lo había pedido por favor, tan arraigado está nuestro vocabulario, uno nunca olvida cómo ha sido educado ni renuncia a su dicción y a su habla en ningún momento, ni siquiera en la desesperación o en la cólera, pase lo que pase y aunque se esté uno muriendo. Me quedé un rato así, echado en su cama y abrazado a ella como no había planeado y a la vez estaba previsto, como era de esperar desde que entré en la casa y aun antes, desde que concertamos la cita y ella pidió o propuso que no fuera en la calle. Pero esto era otra cosa, otro tipo de abrazo no presentido, y ahora tuve la seguridad de lo que hasta entonces no me había permitido pensar, o saber que pensaba: supe que aquello no era pasajero y pensé que podía ser terminante, supe que no se debía al arrepentimiento ni a la depresión ni al miedo y que era inminente: pensé que se me estaba muriendo entre los brazos; lo pensé y de pronto no tuve esperanza de ir a salir de allí nunca, como si ella me hubiera contagiado su afán de inmovilidad y quietud, o tal vez ya era su afán de muerte, aún no, aún no, pero también no puedo más, no puedo más. Y es posible que ya no pudiera más, que ya no aguantara, porque a los pocos minutos -uno, dos y tres; o cuatro- le oí decir algo más y dijo: 'Ay Dios, y el niño' e hizo un movimiento débil y brusco, seguramente imperceptible para quien nos hubiera visto pero que yo noté porque estaba pegado a ella, como un impulso de su cabeza que el cuerpo no llegó a registrar más que como amago y pálidamente, un reflejo fugitivo y frío, como si fuera la sacudida no del todo física que se tiene en sueños al creer que uno cae y se despeña o desploma, un golpe de la pierna que pierde el suelo e intenta frenar la sensación de descenso y de carga y vértigo -un ascensor que se precipita-, de caída y gravedad y peso -un avión que se estrella o el cuerpo que salta desde el puente al río-, como si justo entonces Marta hubiera tenido el impulso de levantarse e ir a buscar al niño pero no hubiera podido hacerlo más que con su pensamiento y su estremecimiento. Y al cabo de un minuto más -y cinco; o seis- noté que se quedaba quieta aunque ya lo estaba, esto es, se quedó más quieta y noté el cambio de su temperatura y dejé de sentir la tensión de su cuerpo que se apretaba contra mí de espaldas como si empujara, como si quisiera meterse dentro del mío para refugiarse y huir de lo que el suyo estaba sufriendo, una transformación inhumana y un estado de ánimo desconocido (el misterio): empujaba su espalda contra mi pecho, y su culo contra mi abdomen, y la parte posterior de sus muslos contra la parte anterior de los míos, su nuca de sangre o barro contra mi cuello y su mejilla izquierda contra mi mejilla derecha, mandíbula contra mandíbula, y mis sienes, sus sienes, mis pobres y sus pobres sienes, sus brazos contra los míos como si no le bastara el abrazo, y hasta las plantas de sus pies descalzos contra mis empeines calzados, pisándolos, y allí se rasgaron sus medias contra los cordones de mis zapatos -sus medias oscuras que le llegaban a la mitad de los muslos y que yo no le había quitado porque me gustaba la imagen antigua-, toda su fuerza echada hacia atrás y contra mí invadiéndome, adheridos como si fuéramos dos siameses que hubiéramos nacido unidos a lo largo de nuestros cuerpos enteros para no vernos nunca o sólo con el rabillo del ojo, ella dándome la espalda y empujando, empujando hacia atrás y casi aplastando, hasta que cesó todo eso y se quedó quieta o más quieta, ya no hubo presión de ninguna clase ni tan siquiera la acción de apoyarse, y en cambio sentí sudor en mi espalda, como si unas manos sobrenaturales me hubieran abrazado de frente mientras yo la abrazaba, a ella y se hubieran posado sobre mi camisa dejando allí sus huellas amarillentas y acuosas y pegada a mi piel la tela. Supe al instante que había muerto, pero le hablé y le dije: 'Marta', y volví a decir su nombre y añadí: '¿Me oyes?' Y a continuación me lo dije a mí mismo: 'Se ha muerto', me dije, 'esta mujer se ha muerto y yo estoy aquí y lo he visto y no he podido hacer nada para impedirlo, y ahora ya es tarde para llamar a nadie, para que nadie comparta lo que yo he visto.' Y aunque me lo dije y lo supe no tuve prisa por apartarme o retirarle el abrazo que me había pedido, porque me resultaba agradable -o es más- el contacto de su cuerpo tendido y vuelto y medio desnudo y eso no cambió en un instante por el hecho de que hubiera muerto: seguía allí, el cuerpo muerto aún idéntico al vivo sólo que más pacífico y menos ansioso y quizá más suave, ya no atormentado sino en reposo, y vi una vez más de reojo sus largas pestañas y su boca entreabierta, que seguían siendo también las mismas, idénticas, enrevesadas pestañas y la boca infinita que había charlado y comido y bebido, y sonreído y reído y fumado, y había estado besándome y era aún besable. Por cuánto tiempo. 'Seguimos los dos aquí, en la misma postura y en el mismo espacio, aún la noto; nada ha cambiado y sin embargo ha cambiado todo, lo sé y no lo entiendo. No sé por qué yo estoy vivo y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos.' Y sólo al cabo de bastantes segundos -o fueron quizá minutos: uno y dos; o tres- me fui separando con mucho cuidado, como si no quisiera despertarla o le pudiera hacer daño al interrumpir mi roce, y de haber hablado con alguien -alguien que hubiera sido testigo conmigo- lo habría hecho en voz baja o en un cuchicheo conspiratorio, por el respeto que impone siempre la aparición del misterio si es que no hay dolor y llanto, pues si los hay no hay silencio, o viene luego. 'Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere.'

Aún no me atreví a poner el sonido de la televisión, por ese silencio y también por una reacción absurda: de pronto pensé que no debía tocar el mando ni ninguna otra cosa para no dejar mis huellas dactilares en ningún sitio, cuando ya las había dejado por todas partes y además nadie iba a buscarlas. El hecho de que alguien muera mientras sigue uno vivo le hace a uno sentirse como un criminal durante un instante, pero no era sólo eso: era que de pronto, con Marta muerta, mi presencia en aquel lugar ya no era explicable o muy poco, ni siquiera desde el embuste, yo era casi un desconocido y ahora sí que no tenía sentido que estuviera de madrugada en el dormitorio que quizá ya no era de ella, puesto que no existía, sino sólo de su marido, en una casa a la que se me había invitado a entrar necesariamente en su ausencia; pero quién aseguraría ahora que se me había invitado, ya no había nadie para atestiguarlo. Me levanté de la cama de un salto y entonces me entraron las prisas, una prisa mental más que física, no era tanto que debiera hacer cosas cuanto que debía pensarlas, poner en marcha lo que había estado amortiguado toda la noche por el vino, la expectativa y los besos, el rubor y la ensoñación y el estupor y la alarma, no sé si en este orden; y también por el duelo ahora. 'Nadie sabe que estoy aquí, que he estado aquí', pensé, y rectifiqué en seguida el tiempo verbal porque me vi ya fuera, de la habitación y de la casa y del edificio y aun de la calle, me vi cogiendo ya un taxi tras cruzar Reina Victoria o en ella misma, por allí pasan taxis aunque sea tarde, un antiguo bulevar en su tramo final, ya lindante con chalets y con los árboles universitarios. 'Nadie sabe que he estado aquí ni tiene por qué saberlo', me dije, 'y por tanto no debo ser yo quien avise a nadie ni me acerque espantado y corriendo hasta el hospital de La Luz para zarandear a la enfermera que duerme sentada con las piernas cruzadas que ahora ya le entreabrió el descuido, no seré yo quien la saque de su efímero y avaricioso sueño, ni quien haga olvidar de golpe y antes de tiempo cuanto lleva memorizado esta noche el apesadumbrado estudiante con gafas, ni quien interrumpa la despedida de los amantes saciados que se demoran a la puerta del que se queda a la vez que ansian ya separarse, quizá en este mismo piso; porque nadie debe saber ni sabrá todavía que Marta Téllez ha muerto, tampoco llamaré anónimamente a la policía ni a los timbres de los vecinos dando la cara, ni saldré a comprar un certificado de defunción en la farmacia de guardia, para todos los que la conocen seguirá viva esta noche mientras ellos sueñan o padecen insomnio aquí o en Londres o en cualquier otro sitio, nadie sabrá del cambio o transformación inhumana, no haré nada ni hablaré con nadie, no debo ser quien dé la noticia. Si siguiera viva nadie sabría hoy ni mañana ni tal vez nunca que he estado aquí, ella lo habría ocultado y así debe ser, lo mismo o más con ella muerta. Y el niño, ay Dios, el niño.' Pero eso decidí que lo pensaría luego, al cabo de unos momentos, porque se interpuso otro pensamiento, o fueron dos, uno tras otro: 'Quizá ella mañana se lo habría contado a alguien, a una amiga, a una hermana, quizá ruborizada y risueñamente.

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