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No se despidió. La voz era imperativa y aturdidora y condescendiente, se tomaba confianzas o estaba acostumbrada a que se las dieran, le hablaba a una muerta y no lo sabía. Le hablaba en mal tono a una muerta, también con reproche y urgencia, la voz acostumbrada a martirizar. Marta no se enteraría, tampoco él podría contarle nunca lo que le hubiera sucedido esa noche, no era el único a quien le había ocurrido algo absurdo y siniestro, a mí también, y sobre todo a ella. Y de verse nada, en efecto, no sabía hasta qué punto nada, ellos no se verían ya más ni con prisas ni con calma, ni en el hotel ni en el coche ni en ninguna otra parte, y eso me alegró momentánea y extrañamente, sentí un destello de celos retrospectivos o imaginarios, tan breve y discreto como la raya de luz roja del contestador automático, que volvió a moverse ahora, al colgar aquel hombre, para acabar convirtiéndose en un 1 y quedarse quieta en esa figura. 'Así que era plato de segunda mesa', pensé, y así lo pensé, con este modismo, con estas palabras. Y sentí también un fogonazo de decepción al pensar, acto seguido: 'Y entonces era verdad que se le había olvidado que su marido viajaba, no era un pretexto para invitarme en su ausencia, y en ese caso quizá ella tampoco lo buscó ni lo quiso; tal vez nada fue previsto, o todo se fue previendo sobre la marcha tan sólo.' Habíamos quedado para cenar juntos aquella noche en un restaurante, por la tarde ella me llamó para preguntarme si me importaría que la cena fuera en su casa: estaba tan despistada últimamente por los problemas y el mucho trabajo, dijo, que no se había acordado de que su marido se iba hoy a Londres, contaba con él para que se hubiera quedado cuidando al niño; luego no había encontrado canguro, así que había que cancelar la cita a menos que yo fuera a cenar allí, aquí, donde de hecho cenamos, en el salón aún estaban nuestras copas de vino. La invitación me dio un poco de apuro, propuse dejarlo para otro día, no quería complicarle la vida; ella insistió, no le complicaba nada, en el congelador tenía solomillo irlandés recién comprado, dijo, me preguntó si me gustaba la carne. En mi presunción yo había tomado aquello por el primer indicio de sus intereses galantes. Ahora descubría que antes de todo eso había intentado localizar a aquel individuo de voz eléctrica que hasta las tres de la noche no había escuchado el mensaje de Marta, dejado cuándo, tendría que haber sido después de que Inés, quienquiera que fuese pero presumiblemente la mujer de aquel hombre, hubiera salido para hacer su guardia -qué guardia-, mañana ya no tenía, hoy sí tenía, habría salido no muy temprano, una enfermera, una farmacéutica, una policía, una magistrada. 'De haber dado Marta con él seguramente me habría vuelto a llamar para anular nuestra cena y mi visita a Conde de la Cimera, y no me habría recibido a mí sino al hombre, podría ser él quien estuviera aquí ahora con más fundamento, no se le habría hecho tan tarde, tal vez mi sitio en la cama había sido también el suyo en otra ocasión, no todas las noches el de Deán sino alguna el suyo y esta noche el mío, no hay por qué lamentarse de la mala suerte, todo es así aunque lo olvidemos y no pensemos en ello para seguir activos y actuar sin saber, decidir sin saber y dar los pasos envenenados; todo es así, caminar por la calle elegida o entrar en un coche al que el conductor nos invita desde su asiento con la puerta abierta, volar en avión o coger el teléfono, salir a cenar o quedarse en el hotel mirando distraídamente por la ventana de guillotina, cumplir años y crecer y seguir cumpliéndolos para ser reclutado, hacer el gesto de dar un beso que desencadena otros besos que nos harán demorarnos y de los que rendiremos cuentas, pedir o aceptar un empleo y ver cómo la tormenta se va condensando sin ponerse a cubierto, tomarse una cerveza y mirar hacia las mujeres en sus taburetes ante la barra, todo es así y todas esas cosas pueden traer navajas y cristales rotos, la enfermedad y el malestar y el miedo, las bayonetas y la depresión y el arrepentimiento, el árbol quebrado y en la garganta una espina; y el caza a la espalda, el traspié del barbero; los tacones partidos y las manos grandes que aprietan las sienes, mis pobres sienes, el cigarrillo encendido y la nuca mojada y vuelta, las faldas arrugadas y el sostén pequeño y el pecho desnudo luego, una mujer arropada que parece dormida ahora y un niño que sueña ignorante bajo su heredado combate aéreo. Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal; y caiga tu lanza.' Me quedé mirándola de nuevo y pensé, dirigiéndome a ella con mi pensamiento: '¿Cuántas otras llamadas habrás hecho hoy que es ayer, al darte cuenta de que tu marido se iba y te dejaba libre? ¿Cuántos hombres habrás preferido, a cuántos habrás llamado para que vinieran a acompañarte y a celebrar tu noche de soltería o de viuda? A todos demasiado tarde. Quizá sólo quedó aquel a quien casi no conocías, el que estaba ya atado por una cita hecha días atrás irreflexivamente, sin darte cuenta de que no podías malgastar con él esa noche precisa en la que serías libre y no te acordaste de que lo serías; tal vez tuviste que conformarte conmigo tras haber repasado tu agenda y haber marcado una y otra vez desde este teléfono que todavía suena en tu busca junto a esta cama, los que ignoran que has muerto en ella y que has muerto en mis brazos llaman y continuarán llamando hasta que no se les diga que pueden tachar tu número, a Marta Téllez ya no hay que llamarla porque no contesta, el número inútil que deben olvidar quienes se esforzaron un día por retenerlo o memorizarlo, y yo mismo, los que lo marcan sin tan siquiera pensárselo como ese hombre cuya voz que afeita ha quedado grabada para que la escuche cualquiera que esté en este cuarto, excepto la destinataria; o tal vez soy injusto y he sido tan sólo el segundo en la lista, pobre Marta, el que podría haber desplazado al primero tan imperativo si la noche hubiera sido en verdad inaugural, la primera de tantas otras que nos habrían llevado a entretenernos ante mi puerta con los saturadores besos de los amantes al despedirse, la primera de tantas otras que ya no aguardan en el futuro sino que sestearán para siempre en mi conciencia incansable, mi conciencia que atiende a lo que ocurre y a lo que no ocurre, a los hechos y a lo malogrado, a lo irreversible y a lo incumplido, a lo elegido y a lo descartado, a lo que retorna y a lo que se pierde, como si todo fuera lo mismo: el error, el esfuerzo, el escrúpulo, la negra espalda del tiempo. ¿Cuántas otras llamadas así habrás hecho a lo largo de tu vida ya entera, de la que me diste a conocer el término pero no su historia? No la sabré nunca. Aunque haré memoria, en el revés del tiempo por el que ya transitas.'

Aparté aquellos pensamientos. Había evitado mirarme en el espejo de cuerpo entero hasta aquel instante, me vi ahora, en mis ojos había sueño y desgana, me picaron y me los froté con la mano, por fin había en ellos desentendimiento. Pude reconocerme, mi aspecto no había cambiado como el de Marta; tenía hasta la chaqueta puesta, no era difícil acordarme del hombre que había llegado a la casa invitado a cenar unas horas antes, pocas y demasiadas horas. Había que salir de allí sin ya más tardanza, tuve de pronto la sensación de que me había quedado paralizado como en tela de araña, en un estado de estupefacción, y de duda no reconocida por la conciencia incansable. Estaba descalzo y de ese modo no se puede actuar ni decidir nada, me puse y me até los zapatos apoyando las suelas en el borde de la cama, dejé de tener cuidado. Eché un vistazo a mi alrededor sin detener la mirada, ya sólo hice dos movimientos antes de abandonar el cuarto: abrí la tapa del contestador automático y saqué de allí la minúscula cinta, me la eché al bolsillo de la chaqueta, creo que al hacerlo pensé dos cosas (o puede que las pensara más tarde y entonces la cogiera maquinalmente): Deán no debía saber con certeza porque no hay nada más irremediable que eso y a eso no se debe obligar a nadie, siempre ha de haber lugar o hueco para la duda; y si Deán ya sabía, entonces era mejor que quedara abierta la posibilidad de que quien hubiera cenado con Marta esa noche fuera aquel hombre y no yo; y de encontrarse y oírse la cinta él sería descartado. (El primer pensamiento fue considerado o quizá piadoso y un poco falso; el segundo fue precavido, aunque de mí nadie sabría nada, pensé de nuevo.) Mi otro movimiento fue aún más maquinal, enteramente desprovisto de solemnidad, de intención, de significación, en realidad no tuvo el menor sentido: le di un beso muy rápido en la frente a Marta, apenas la rocé con mis labios y me retiré. Salí de la alcoba sin apagar la televisión, dejando a MacMurray y a Stanwyck todavía un rato -hasta que durasen- como momentáneos testigos únicos, mudos pero rotulados, de los dos estados de Marta Téllez, su vida y su muerte, y de la mudanza. Tampoco apagué la luz, ya no podía pensar en lo que sería mejor o más conveniente para mí o para ella o para Deán o el niño, estaba agotado, dejé todo como estaba. Ahora caminé por el pasillo con mis zapatos puestos y sin preocuparme del ruido, seguro de que aquel niño no se despertaría por nada. Entré en el salón y recogí la botella y las copas de vino, las llevé a la cocina, vi el delantal que Marta se había puesto para freír la carne, lavé las copas con mis propias manos, las coloqué boca abajo en el escurridor para que chorrearan y se secaran luego, vacié lo que quedaba de la botella en el fregadero -muy poco: bebimos para buscar y querer; Cháteau Malartic, no entiendo de vinos- y la tiré a la basura, donde vi el envase del helado, mondas de patatas, papeles rotos, un algodón con un poco de sangre, la grasa de esa carne irlandesa que me había gustado, los restos que habían sido vertidos por la mano ya muerta cuando estaba viva, hacía tan poco rato, la grasa y las manos igualadas ahora, carne desechada y muerta y en transformación todo ello. 'Mi abrigo, mi bufanda y mis guantes', pensé, dónde los había dejado Marta tras abrirme la puerta. Junto a la entrada había un armario, un closet, fui allí, lo abrí y al abrirlo se encendió una bombilla, el mismo método que en las neveras. Allí los vi, pulcramente colgados, la bufanda azul bien doblada sobre el hombro izquierdo del abrigo azul más oscuro, su cuello subido como lo llevo yo siempre, los guantes negros asomando un poco por el bolsillo izquierdo, lo justo para ver que estaban allí y no olvidarlos, no lo bastante para que pudieran caerse al suelo inadvertidamente. Una mujer cuidadosa, sabía cómo guardar unas prendas ajenas. Las cogí, me las puse, la bufanda primero, el abrigo luego, aún no los guantes de cuero, todavía podía necesitar las manos sin impedimentos. Miré un segundo las otras ropas de tres tamaños, Deán tenía una buena gabardina de color zinc, qué raro que no se la hubiera llevado a Londres, era por fuerza muy alto; Marta tenía varios abrigos, vi uno de pieles metido en una funda de plástico con cremallera, no sé de qué era o si era falso; un anorak diminuto y un diminuto abrigo azul marino con botones dorados quedaban a gran distancia del suelo del closet y así quedarían hasta que fueran creciendo; en la repisa superior había sombreros, casi nadie los usa hoy en día, entre ellos vi un salacot auténtico y no pude evitar cogerlo, parecía antiguo, con su barboquejo de cuero para fijarlo al mentón y su forro verde gastado, en el cual se veía una vieja etiqueta muy cuarteada en la que aún era legible: 'Teobaldo Disegni', y debajo: '4 Avenue de France', y debajo: Tunis'. De dónde habría salido, sería del padre de Deán o de Marta, lo habrían heredado como el niño heredaba los aviones colgantes de la infancia paterna. Me puse el salacot y busqué un espejo en el que mirarme, fui al cuarto de baño y tuve que sonreírme al verme, colonial en invierno con abrigo y bufanda, la sonrisa no duró nada, el niño, no había querido pensar en él -es decir, concentrarme- en todo aquel tiempo, pero ya sabía, me temo que sabía desde el principio intuitivamente, sabía de las tres posibilidades que se me ofrecían y también cuál sería la elegida. Me quité el salacot, lo dejé en su lugar y cerré el armario (se apagó su bombilla). Podía quedarme allí cuidando del niño hasta que apareciera alguien, eso no tenía sentido, era lo mismo que llamar a Deán hasta dar con él o al portero o a un vecino cualquiera y delatarme y también a Marta. Podía llevármelo, tenerlo conmigo hasta que el cuerpo de su madre fuera encontrado y devolverlo entonces, siempre podía hacerlo anónimamente, dejarlo a unos metros del portal al día siguiente y marcharme, o al otro, incluso en la portería y salir corriendo, y mientras tanto qué, veinticuatro o cuarenta y ocho horas con una pequeña fiera, era muy posible que no quisiera venirse conmigo ni salir de la casa, tendría que despertarlo y vestirlo en mitad de la noche e impedir que fuera a ver a su madre, probablemente lloraría y patalearía y se tiraría al suelo cruzado en el pasillo, me sentiría como un secuestrador, era absurdo. Finalmente podía dejarlo: debía dejarlo, no había alternativa en realidad. El niño debía seguir durmiendo hasta que se despertara, llamaría a su madre entonces o tal vez se levantaría solo e iría a buscarla; se subiría a la cama y empezaría a zarandear el cuerpo arropado e inmóvil, seguramente no muy distinto del de cualquier mañana; protestaría por la indiferencia, daría voces, cogería una perra, no comprendería, un niño de esa edad no sabe lo que es la muerte, ni siquiera podría pensar: 'Está muerta, mamá se ha muerto', ni el concepto ni la palabra entran en su cabeza, tampoco la vida, no hay una ni otra, debe ser una suerte. Al cabo de un rato se cansaría y miraría la televisión (quizá debía dejar también encendida la del salón, para que no tuviera que estar en la alcoba junto al cadáver, si quería verla) o se iría a sus cosas -juguetes, comida, tendría hambre-, o bien lloraría sin cesar muy fuerte, los niños tienen pulmones sobrenaturales e inagotable el llanto, tanto que algún vecino lo oiría y llamaría a la puerta, aunque a los vecinos no les importa nada, sólo si se los molesta. Alguien aparecería en todo caso por la mañana, una niñera, una asistenta, la hermana, o llamaría Deán de nuevo entre negocio y negocio y no le respondería nadie, ni siquiera la cinta del contestador automático, había ido a parar al bolsillo de mi chaqueta; y entonces se preocuparía e indagaría, se pondría en marcha. Me quedó un pensamiento tras pensar todo esto: el niño tendría hambre. Fui a la nevera y decidí prepararle un plato como si fuera a dejarle sustento a un animal doméstico al que se abandona durante uno o dos días de viaje: había jamón de York, chocolate, fruta, pelé dos mandarinas para facilitar que se las comiera, salami, le quité los hilos de tripa, no fuera a ahogarse, no estaría su madre para meterle un dedo y salvarlo; corté y partí queso, lo dejé sin corteza, lavé el cuchillo; en un armarito encontré galletas y una bolsa de piñones, la abrí, lo puse todo junto al plato (si abría un yogurt se estropearía). Era un plato absurdo, una mezcla disparatada, pero lo importante era que tuviera algo que llevarse a la boca si tardaba en aparecer quien se hiciera cargo de aquella casa. Y beber, saqué de la nevera un cartón de zumo, llené un vaso y lo coloqué al lado, todo en la mesa de la cocina, a la que acerqué un banquito, el niño alcanzaría así sin problemas, trepan mucho los niños a los dos años. Todo eso delataría mi presencia, es decir, la de alguien, pero ya no importaba.

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