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Crucé la Castellana detrás de Luisa, ya llevaba un buen rato fijándome en sus piernas y ahora no me sentía como un miserable ni me avergonzaba mirarlas, quizá porque lo hacía a mis anchas y sin ojos hipócritas ni testigos posibles, quizá porque al seguirla no tenía más remedio ni podía desear otra cosa, qué más quería. Se metió por las calles de las embajadas, en las que no hay coches con personas dentro aparcados de día, ni tampoco travestidos esperando en bancos paciente y fatalistamente, recorrió cuatro manzanas zigzagueando, y en la quinta entró en el portal al que se dirigía, por la manera de caminar era claro que desde que salió de la tienda sabía bien a dónde iba, lo sabe siempre quien no traza dos líneas rectas y perpendiculares cuando puede hacerlo sino que zigzaguea, un modo de amenizar el trayecto ya conocido. Era el portal más modesto y descuidado de una calle buena, zona cara, no era muy modesto ni descuidado por tanto, sólo un poco envejecido, necesitado de remozamiento. No había bares cercanos en los que pudiera sentarme a esperar y vigilar su salida, cuánto tardaría, quizá era su propia casa y ya no saldría en lo que quedaba de día, aunque no me pareció que lo fuera por la forma en la que había entrado, uno suele ir ya buscando las llaves en el bolsillo, o en el bolso si uno es mujer, supongo, si uno es Luisa o Marta Téllez. Me acordé de las últimas palabras que Luisa le había dicho a Deán en el restaurante, 'Luego te veo en casa', yo había entendido que se referían a Conde de la Cimera, en realidad eran ambiguas, 'casa' también podía ser la de Luisa que tal vez era esta. Decidí esperar, me di un plazo de media hora que yo sabía que serían tres cuartos si hacía falta, me alejé unos pasos, me apoyé en una esquina para no resultar muy visible y poder desaparecer en un instante, encendí un cigarrillo, me entretuve con el periódico extranjero que había comprado, menos mal que podía entenderlo, era La Repubblica, lenguas próximas, me entretuve también con mis pensamientos. Y esperé. Esperé.

Estaba leyendo un artículo sobre la crisis de juego de la Juventus de Turín, debida quizá a la extendida y creciente afición satanista de la ciudad a la que pertenece, o me había distraído en exceso con las semejanzas entre los dos idiomas -más bien fue eso lo que me hizo descuidarme y no estar alerta, o quizá fue que tuve que esperar mucho menos de lo previsto, no llegó a un cuarto de hora y por eso no estaba en guardia- cuando volví la vista hacia el portal por enésima vez en esos once o trece minutos y en lugar del hueco -estaba abierto- o de algún vecino desconocido -habían salido dos durante aquel breve tiempo- me encontré con el rostro y con la mirada atónita de Luisa Téllez a poca distancia y con otro rostro y otra mirada que conocía y que me miraba desde una altura infinitamente más baja, la altura de los dos años: el niño Eugenio iba muy abrigado y llevaba un gorro de tela de gabardina acolchada con barboquejo abrochado bajo la barbilla, reminiscente de los de los pilotos antiguos aunque tenía una visera mínima y por lo tanto era gorra y no gorro. Iba cogido de la mano de Luisa y ella iba ahora mucho más descargada, en la otra mano llevaba tan sólo el bolso y una de las dos bolsas de Armani, había dejado la otra en aquella casa -el regalo de cumpleaños de Téllez, la camiseta o la falda- así como la del Vips, es decir, Lolita -quizá su propio regalo, poca cosa, un libro en rústica; o un raro encargo- y las cervezas y las salchichas y los helados, aquello era seguramente la cena sencilla y rápida que María Fernández Vera no había podido comprar si se había quedado parte de la mañana y también de la tarde al cuidado del niño, su cuñada se habría comprometido a llevarle unos víveres para ella y Guillermo cuando fuera a recoger al sobrino huérfano de todos ellos. Los tenía ya encima, a la tía y al niño, los tenía a dos pasos, debían de haber salido justo después de que yo mirara hacia el portal por penúltima vez y les había dado tiempo a caminar sin que yo lo advirtiera hacia donde yo leía sobre el satanismo y el fútbol en italiano: iban a doblar la esquina. O quizá era más simple y yo me había dejado ver, cansado de moverme en la sombra. Pensé si el niño iba a reconocerme, no sé cómo es la memoria de los niños pequeños o si varia según cada uno, había pasado más de un mes desde que me había visto, pero lo cierto era que me había visto durante mucho rato y en una noche para él catastrófica, el adiós a su mundo: durante toda una interminable cena en la que había ejercido de guardián de su madre y se había negado a acostarse justamente por mi presencia. El había oído varias veces mi nombre corno yo había oído el suyo ('Anda, Eugenio, amor mío', le había dicho Marta en algún momento, 'vamos a la cama o si no Víctor se va a enfadar', y no era verdad que yo fuera a enfadarme, pero estaba impacientándome), y me había vuelto a ver tras la interrupción de sus sueños simples, cuando había abierto la puerta entornada del dormitorio y se había apoyado en el quicio con su chupete y con su conejo sin que su madre se diera cuenta, me había puesto la mano en el antebrazo y yo me lo había llevado de allí ocultando el sostén o trofeo que todavía guardo e impidiendo su despedida cuando aún no sabía que sería eso, la condenación de su mundo y la última vez que él habría de verla viva. De otro modo lo habría dejado entrar, aunque ella estuviera medio desnuda.

– ítor -dijo el niño y me señaló con el dedo, lo dijo sonriendo, recordaba mi nombre. Creo que eso me conmovió un poco.

Luisa Téllez se quedó mirándome con curiosidad y fijeza, recuperada ahora de la sorpresa. Entonces me di cuenta de lo ridículo de mi presencia y mi aspecto, con un periódico extranjero en las manos y apoyada en el suelo una bolsa que contenía el vídeo de 101 Dálmatas que no me interesaba nada y un helado que se me derretiría, seguramente ya había empezado, comprendí que aún tardaría en volver a mi casa. También tenía un zapato encharcado, sonaba el agua cada vez que daba un paso, era un sonido como de cubierta de barco.

– Pero a qué estás jugando -me dijo con lástima, y ahora me tuteó sin vacilaciones como hacen los jóvenes y como hacemos todos cuando nos dirigimos mentalmente a alguien, aunque no sea para insultarlo ni para maldecirlo ni para desearle la ruina, la vergüenza y la muerte, ni para someterlo a un encantamiento.

Me azoré, debí de ruborizarme un poco como ella al quedar envuelta en el humo frío de la nevera, pero sé que también sentí contento y descanso, el término del disimulo y el fin del secreto, al menos ante ella, una zona tenebrosa menos para Luisa la hermana.

– Dime, ¿con qué te has quedado por fin, con la falda o con la camiseta? -le pregunté yo a la vez que hacía ademán de mirarle el interior de la bolsa que aún conservaba. La tuteé también, no tuve la menor duda.

Uno nota cuándo el enfado podría convertirse en risa, uno se pasa la vida buscando eso, hacer gracia a los otros no sólo en el sentido cómico sino en el más amplio de la palabra, el que tiene que ver con esa otra expresión misteriosa 'caer en gracia' (o es misterioso lo que denomina), lograr que no se le tengan en cuenta las faltas, las tropelías y los abusos, los fallos que uno comete y la decepción en que se constituye para quienes confiaron en uno, las pequeñas traiciones y los pequeños agravios. Uno sabe siempre quién va a perdonarle, al menos durante un tiempo, quién va a hacer caso omiso o la vista gorda según la expresión coloquial cada vez más en desuso, también los giros se difuminan y desaparecen de nuestras lenguas. Luisa sería así, benevolente y ligera y práctica e incluso frivola si hacía falta, lo vi en aquel momento, no lo había visto antes durante el almuerzo, pero entonces ella no me había prestado atención apenas y la tenían un poco irritada su cuñado y su padre, el primero con sus indecisiones que la afectaban directamente y el segundo con su visión fastidiosa y pretérita de la vida, un hombre de otro tiempo que no entendía mucho ni lo procuraba, ya no estaba en edad de hacer cambios ni esfuerzos, conforme con su personaje o ser último. Y sin embargo ya entonces yo debía haber percibido algo de ese carácter risueño y facilitativo, la defensa tácita de Deán, la compasión que sentía por él aunque quizá no le tuviera mucha simpatía ni aprecio, su sentido del deber para con el niño, su disposición a ayudar y a variar sus costumbres -su vida-, sus deseos de conciliación entre las personas que le eran próximas, su silencio ante la discusión de los hombres que tan mal se caían, su necesidad de claridad y probablemente también de armonía, su capacidad para imaginar lo peor de la muerte ajena desde su entendimiento liviano ('Lo angustioso debe de ser pensarlo', había dicho; 'y saberlo'). No me había hecho caso pero durante el almuerzo yo era sólo un asalariado, un intruso, una presencia indebida que había hecho posible la despreocupación de Téllez. Ahora era en cambio alguien, no sólo mi nombre había pasado a significar muchísimo en la boca torpe del niño, sino que de pronto adquiría otro interés y, por así decirlo, otra jerarquía. Ahora yo era un elegido de su hermana mayor, Luisa no tenía por qué saber que había sido plato de segunda o tercera mesa: alguien con quien Marta había compartido en contacto tan íntimo sus últimas horas que no podía suponerse que fueran a serlo pero lo habían sido, y ese momento postrero la definía para siempre en parte, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, cree la madre que hubo de ser madre y la solterona célibe, el asesino asesino y la víctima víctima, y la adúltera adúltera si sabe que muere en medio de su adulterio y si esa palabra no ha caído también en desuso. Marta no lo supo, pero yo sí y yo soy el que cuenta, el que está contando y el que permitirá que otros hablen, 'cuantos hablan de mí no me conocen, y al hablar me calumnian*. Y así era también posible que Luisa hubiera contado antes su versión parcial y subjetiva y errónea o falsa de la adolescencia de ambas, ese era ahora su privilegio como este es el mío, no habría nadie para desmentirla, en eso consiste la miserable superioridad de los vivos y nuestra provisional jactancia. De haber estado Marta presente, sin duda habría negado lo que decía Luisa y la habría vuelto a llamar copiona, habría sostenido que la indecisa era Luisa y que bastaba que ella se fijara en un chico para que de inmediato surgiera el ansia de la hermana menor y el mecanismo de la usurpación se pusiera en marcha. Cualquiera de las dos cosas podía ser cierta, como puede serlo decir 'Yo no lo busqué, yo no lo quise' o 'Yo lo busqué, yo lo quise', en realidad todo es a la vez de una forma y de su contraria, nadie hace nada convencido de su injusticia y por eso no hay justicia ni prevalece nunca, como dijo el Llanero en la retahila de sus ideas sin orden: el punto de vista de la sociedad no es el propio de nadie, es sólo del tiempo y el tiempo es resbaladizo como el sueño y la nieve compacta y siempre permite decir 'Ya no soy lo que fui', es bien fácil, mientras haya tiempo.

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