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Salí a la calzada tratando de avistar un taxi en cualquiera de los dos sentidos, crucé la calle y volví a cruzarla, pasaron dos coches y luego un taxi libre que paré con apremio, tuve suerte, le dije mi antigua dirección al taxista, hacía mucho tiempo que no iba ni pedía que me llevaran allí, había sido algo consuetudinario durante tres años, y cuando me encontré ante el portal por el que entré tantas noches y salí tantos días durante esos años me di cuenta de que aún conservaba y tenía conmigo las llaves en mi llavero -eché mano a él, hay hábitos de erradicación difícil-. Podía entrar si no habían cambiado las cerraduras, podía abrir y subir en el ascensor conocido hasta el cuarto piso e incluso allí abrir la puerta de la derecha y comprobar con mis propios ojos que nada malo ocurría esa noche ni había rondado ninguna banshee, que Celia Ruiz Comendador seguía viva y estaba a salvo en su cama, acompañada o sola -quizá Deán no habría querido saber otra cosa, de haber sospechado desde su distancia en Londres-; había pasado hora y media desde que me había echado a la calle, el tiempo de un polvo y también de dos si había mucha impaciencia, aquello era lo que los autores clásicos llamaban el conticinio, un latinajo, la hora de la noche en que todo guarda silencio de mutuo acuerdo -el prefijo 'con-', allí estaba-, aunque esa hora en Madrid no exista, quizá había estado acompañada Celia y ahora estaba ya sola, tal vez el médico o quienquiera que fuese -el íncubo- se había ido ya tras el polvo, los espíritus masculinos no solemos quedarnos a ver nuestro efecto. Y si no se había ido yo saldría por fin de dudas respecto a Celia y Victoria, vería al hombre y vería si era un sujeto rubio con considerables entradas o bien no, si era otro, un novio y en todo caso un connovio, cualquiera de los dos se llevaría un susto de muerte: el que aún entonces era marido irrumpiendo con su propia llave en mitad de la noche, sorprendiéndolo en la cama con la que era aún su mujer burocráticamente, durante unos instantes temería el amante o cliente una escena de sainete o tragedia, tapándose con las sábanas miraría hacia el bolsillo de mi gabardina para ver si sacaba la mano armada, una muerte más ridicula que horrible. Era tentador intentarlo, por tantas razones, serias y frivolas. Miré desde la otra acera hacia arriba, hacia las que sabía que eran las ventanas del piso, mis propias ventanas hasta hacía no tanto, la del dormitorio, las del salón, una de las cuales era en realidad una puerta que se abría a la gran terraza, habíamos cenado en la terraza a menudo en verano, durante tres veranos de matrimonio. Estaba todo a oscuras, tal vez Celia había hecho cambios desde mi marcha y había trasladado la alcoba a la parte de atrás, que daba a patio. Nada indicaba que hubiera vida en la casa, era una casa de dormidos o muertos, todos quietos, no se veía ninguna figura quitándose ni poniéndose ninguna prenda. Dudé, oí no muy lejos ruido de cristales y voces acuciantes y ahogadas, se estaría cometiendo un robo en alguna tienda, a los pocos segundos sonó la alarma, lo cual no impidió que los cristales siguieran cayendo o los ladrones desvalijando, ya se sabe que en Madrid las alarmas se disparan solas y nadie les hace caso, son inútiles, debía de ocurrir a unas cuantas manzanas. La sirena calló y la sustituyó otro trueno, esta vez tan cercano que inmediatamente empezó a llover, gruesas gotas sobre la hojarasca y el suelo húmedos, sobre el barro como sangre a medio secar o cabello negro y pegado, no había nadie más que yo en la calle para buscar refugio, los ladrones más lejos y habrían acabado el trabajo, crucé y me cobijé bajo el portal de la casa, y al estar allí ya no pude evitar probar con mi antigua llave, que no encontró resistencia. Y entonces no hace falta pensar para dar los pasos que uno ha dado mil veces, se dan solos o los da uno mecánicamente, el ascensor, siempre estaba arriba, nunca en el bajo, alguien llegaba siempre después de que hubiera salido el último de los que salían, alguien noctámbulo o yo mismo y Celia, ella era tan joven y le gustaba salir de noche, entrábamos y salíamos juntos, un verdadero matrimonio. Ahora yo subía solo y con efervescencia, con el corazón en un puño y a la vez divertido, lo subrepticio divierte y angustia, y cuando introduje la llave en la cerradura de la puerta de entrada lo hice con mucho tiento para evitar cualquier ruido, como un burglar o ladrón de edificios que trepa y se cuela, es lo que era en aquel instante aunque no fuera a llevarme nada, o iba a llevarme conocimiento y a tranquilizar mi espíritu con ese conocimiento de que estaba viva y ella era sólo ella. Pero y si no lo estaba, y si no lo era. Si no lo estaba no tendría por qué moverme tan de puntillas, más bien al contrario, tendría que encender las luces y llevarme las manos a la cabeza y gritar de dolor y arrepentimiento, tratar de hacerla revivir con mis besos y desesperarme, avisar a un médico y a los vecinos, llamar a sus padres y a la policía, y explicar mi historia. No se oía nada, no oí nada cuando ya estaba dentro, cerré tras de mí la puerta con extremo cuidado, conocía bien esa puerta, había entrado otras veces estando Celia dormida, algunas noches en que no habíamos salido juntos y yo había regresado tarde. Podía caminar a oscuras por esa casa, había sido la mía y uno conoce las distancias y sabe dónde están los muebles, los obstáculos, las esquinas y los salientes, hasta sabe en qué punto del pasillo chirría la madera cuando se la pisa. Avancé por ese pasillo y entré en el salón, allí había más claridad que venía de fuera, las farolas, algún neón, el cielo que siempre da luz aunque esté cubierto y furioso, el ruido de la tormenta ahogaría mis pasos, sería difícil que los oyera u oyeran con aquellos truenos y aquella lluvia precipitándose sobre los tejados y las terrazas y los árboles y las hojas caídas y el suelo. También podía ser que el fragor la despertara o los despertara, independientemente de mis inaudibles pasos inofensivos y del presentimiento de las presencias que también se tiene dormido, no en cambio muerto. Yo era el íncubo y el fantasma que venía ahora a perturbar sus sueños o a descubrir su cadáver, era yo y no era nadie, quizá no tan inofensivo. Ya no estaban allí mis cosas, parte del salón lo utilizaba como despacho a veces, para no permanecer demasiadas horas en el mismo espacio cuando se me juntaba el trabajo, los guiones en mi estudio y los discursos de encargo en un rincón de la sala, era lo bastante amplia, la mesa que había instalado allí ya no estaba, ni tampoco por tanto la máquina ni mis papeles ni mi pluma ni mi cenicero ni mis libros de consulta, nada de eso era ya necesario en aquella casa. El resto me pareció idéntico en la penumbra, Celia no había hecho cambios, quizá no disponía de suficiente dinero para los que le habrían gustado. Cuando volvemos a un lugar muy conocido el tiempo intermedio se comprime o incluso se borra y queda anulado un instante como si nunca nos hubiéramos ido, es el espacio inmóvil lo que nos hace viajar en el tiempo. Me dieron ganas de sentarme en mi sillón a fumar, y a leer un libro. Pero no podía ser porque aún no sabía y mi estado de agitación iba en aumento, mi aprensión y mi miedo nocturno, la urgencia de averiguar y el temor a saber y el deseo de apaciguamiento, tenía que desvincular mis asociaciones e ideas, disipar mis supersticiones. Y entonces me atreví a llegarme hasta las puertas correderas de color blanco que daban paso del salón a la alcoba, al acostarnos las cerrábamos siempre aunque nunca hubiera nadie más que nosotros, un gesto de intimidad y pudor hacia el mundo que no nos veía, y así nos separábamos del resto de la casa para dormir o abrazarnos con los ojos abiertos. Así estaban también ahora, corridas, era normal que Celia hubiera conservado la costumbre, tanto si estaba sola como acompañada, sería más raro que el médico o el amante hubiera vuelto a cerrarlas tras de sí, después de salir de la alcoba dejando el despojo, su obra. Eso me hizo pensar que nada habría sucedido, eso me dio valor para poner mis manos sobre los tiradores y abrir una ranura muy lentamente, miré por ella pegando el ojo, no vi nada, la oscuridad era mayor en el dormitorio, Celia habría bajado las persianas del todo aprovechando que yo no estaba allí, a ella le gustaban bajadas y a mí subidas, llegamos al acuerdo de un término medio, echadas pero con resquicios para que a ella no la hiriera la luz matinal y yo pudiera saber si era ya de día o todavía no cuando me despertara, es frecuente que a lo largo de la noche me desvele varias veces, nunca duermo bien del todo o seguido. Tiré más hacia los extremos y seguí tirando hasta abrir esas puertas del todo, no estaba seguro de querer hacerlo pero lo hice, los movimientos van más rápidos que la voluntad, un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido, hay que darle un contenido al tiempo que apremia y sigue pasando sin esperarnos, vamos más lentos, y así llega la hora en que ya no podemos seguir diciendo: 'No sé, no me consta, ya veremos'. Deseé encontrar a Celia sola en la cama como si nunca nos hubiéramos separado ni dado la espalda, ver su rostro dormido que tan bien recuerdo, el brazo izquierdo bajo la almohada, así duerme ella con respiración apacible. No hubo reacción, no oí nada, esperé a que la débil luz del salón que era la del cielo revuelto y la calle azotada iluminara un poco el interior de la alcoba y a que mis ojos se acostumbraran a su tiniebla para discernir algo. Vi la mancha blanca de las sábanas, fue lo primero que logré distinguir, como ella o ellos habrían visto la mancha clara de mi gabardina si se hubieran despertado en aquel instante y hubieran escrutado ante sí el espacio. Mucho tiempo después me quedé así a la puerta de la habitación de un niño, pero él ya me había visto y había pasado de la vigilia al sueño, no al contrario. Y cuando mis ojos ya se hubieron hecho más a la oscuridad percibí dos figuras en la cama de matrimonio, dos bultos bajo las sábanas, en el lado derecho estaba Celia y en el mío no estaba yo sino otro hombre, los mismos lugares ocupados por diferentes personas, eso sucede todo el rato, no sólo en el tiempo que nos toca vivir y en las sustituciones conscientes o deliberadas o impuestas y en las usurpaciones, sino también a lo largo de siglos en el espacio inmóvil, las casas de los que se van o mueren son ocupadas por vivos o recién llegados, sus dormitorios, sus cuartos de baño, sus camas, gente que olvida o ignora lo que ocurrió en esos sitios cuando ellos acaso no habían nacido o eran sólo niños con su tiempo inútil. Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde. De casi nada hay registro, los pensamientos y movimientos fugaces, los planes y los deseos, la duda secreta, las ensoñaciones, la crueldad y el insulto, las palabras dichas y oídas y luego negadas o malentendidas o tergiversadas, las promesas hechas y no tenidas en cuenta, ni siquiera por aquellos a quienes se hicieron, todo se olvida o prescribe, cuanto se hace a solas y no se anota y también casi todo lo que no es solitario sino en compañía, cuan poco va quedando de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo, la memoria individual no se transmite ni interesa al que la recibe, que forja y tiene la suya propia. Todo el tiempo es inútil, no sólo el del niño, o todo es como el suyo, cuanto acontece, cuanto entusiasma o duele en el tiempo se acusa sólo un instante, luego se pierde y es todo resbaladizo como la nieve compacta y como lo es para Celia y el hombre que ocupa mi puesto su sueño de ahora, de este mismo instante. Ese sueño se difuminó para siempre ante mis propios ojos, aunque no fui yo quien lo hizo desvanecerse, pese a mi presencia: un rayo seguido de un trueno más fuerte que los anteriores encendió la casa de golpe, encendió el salón y la alcoba y mi espectro quieto de pie con la gabardina, los brazos abiertos sujetando las puertas blancas; y encendió la cama, en la que las dos figuras o bultos se incorporaron o despertaron simultánea y violentamente, arrancados los dos del sueño y Celia gritando como aquel rey aterrado por sus visiones, los ojos muy abiertos y las manos sobre los oídos para no soportar el trueno o su propio aullido. Y yo la miré sólo a ella, su torso desnudo como el de Marta Téllez, sus pechos blancos y firmes por los que yo había llegado a desinteresarme y había vuelto a interesarme esa noche si ella era también Victoria de los Hermanos Bécquer. El fogonazo pálido me dejó ver eso, también ropas amontonadas sobre una silla, mezcladas seguramente las de él y las de ella, quitadas al mismo tiempo, quizá el uno al otro. Y no vi al hombre, no vi su cara sino sólo su mancha blanca como las sábanas, no vi si era un médico rubio con considerables entradas u otro individuo nunca visto ni vislumbrado o alguien conocido o amigo, Ruibérriz de Torres por ejemplo. (O Deán o Vicente, aún tardaría dos años y medio en saber sus nombres y oír sus voces y conocer sus rostros.) Podía haber sido yo mismo. Desapareció el resplandor antes de que pudiera verlo y no sólo eso, yo debí de gritar también -quizá agitando los puños en alto como quien clama venganza aunque no me correspondiera venganza alguna- y cerré las puertas y di media vuelta espantado y salí corriendo por la oscuridad del salón y el pasillo -espantado de mí mismo y mi efecto-. Conocía el terreno y no tenía por qué tropezar con nada aunque estuviera huyendo como alma que lleva el diablo según se decía en mi lengua, podía llegar a la puerta de entrada antes de que ellos hubieran comprendido la materialidad del hombre con gabardina que los había espiado desde el umbral de su cuarto en medio de la tormenta y pudieran recuperarse del pánico de sus despertares, quizá pensaran que habían tenido una común pesadilla, el mismo marido o íncubo visitándolos y oprimiéndolos hasta arrebatarles el sueño aterrorizado. Estaban desnudos y no saldrían en mi persecución, lo estaban al menos de cintura para arriba, era lo que había visto con el relámpago. Estaban descalzos. Podía llegar y llegué al ascensor que seguía arriba en el piso, y bajar en él y atravesar el portal y apretar el botón y alcanzar la calle sobre la que caía con ira la tromba de agua que me empapó en un segundo, mientras corría y acertaba a pensar con alivio que Celia seguía viva pese a no estar sola y que yo nunca sabría si era también Victoria. Pero mientras huía y salía y bajaba y me empapaba y corría mi pensamiento principal era otro, sobre todo pensaba: 'Cuan poco queda de mí en esta casa, de qué poco hay constancia'. Las ramas de los árboles se agitaban como los brazos furiosos de una sublevación ciudadana.

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