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Su voz sonaba despierta, yo conozco su voz dormida como recuerdo su rostro sin maquillaje y dormido, la pregunta parecía más un reproche formal que verdadero, no la había arrancado del sueño, era seguro. '¿Qué pasa?', añadió. Yo no había preparado un pretexto verosímil, cómo podía prepararlo si no lo había, y el estado de excitación me tenía aturdido, así que dije para ganar tiempo: 'Hay una cosa de la que quiero hablar contigo. ¿Puedo ir a verte un momento?' '¿Ahora?', contestó ella. '¿Estás loco? ¿Pero tú sabes la hora que es?' 'Sí, lo sé', dije, 'pero es urgente. No estabas dormida, ¿verdad? No suenas dormida.' Hubo un breve silencio, y antes de contestar dijo: 'Espera un segundo', podía ser el segundo necesario para alcanzar un cenicero si había encendido un cigarrillo, aunque no oí el mechero, que suele oírse a través del teléfono, a veces se oyen hasta las caladas de los que fumamos. 'No, no estaba dormida, pero no puedes venir ahora.' '¿Por qué? No será mucho rato, te lo aseguro.' Celia volvió a callar un instante, le oí un suspiro de exasperación. 'Víctor', dijo, y ya supe entonces, pues nunca nos conceden lo que pedimos cuando nos llaman por nuestro nombre, 'pero tú te das cuenta. Hace meses que no quieres saber de mí, hace meses que no nos vemos ni hablamos, y de pronto me llamas a las tres y media de la madrugada y pretendes que te reciba. Pero tú qué te crees.' Ese tipo de frase siempre desarma, 'pero tú qué te crees', tenía razón, no dije nada, aunque aún no eran y media, miré el reloj y entonces ella añadió gratuitamente, lo hizo por joder sin duda porque yo ya no iba a insistir, no hacía falta decírmelo: 'Además, no puedes venir ahora porque no estoy sola'. 'Ah, no', dije yo como un bobo. Celia dejó que la frase surtiera su efecto, no es lo mismo imaginar lo que antes o después ocurre que saberlo cuando está ocurriendo; luego habló de nuevo, con más simpatía: 'Llámame mañana a última hora de la mañana y hablamos de lo que sea. Si quieres quedamos a comer. ¿Eh? ¿De acuerdo? Me llamas mañana'. Ahora fui yo quien dijo por joder lo que dije: 'Mañana seguramente será demasiado tarde'. Y colgué sin despedirme. Me quedé apaciguado un momento, vi a un piloto con bigotito que elevaba la mirada al cielo y decía: '¡Mitch! ¡No pueden con los Spitfires, Mitch! No pueden con ellos', me pareció David Niven y le hablaba a algún muerto; luego los aviones se encaminaron hacia un sol atravesado de nubes y apareció escrita la sentencia de Churchill, la batalla terminaba y cambié de canal de nuevo, con curiosidad repentina o prisa por saber ahora qué batalla y película era la otra, en color y de época y con fantasmas y reyes, pero me encontré con que también había acabado, no podría saberlo. En su lugar unas niñas raquíticas hacían gimnasia enrolladas a unas cintas danzantes, los comentarios corrían a cargo de unas exigentes lesbianas a las que todo parecía malo. Las miré y escuché unos minutos (miré a las niñas y escuché a las lesbianas) y volví al canal de los combates aéreos, me quedé horrorizado: allí había dado comienzo una retransmisión religiosa (no me sé el santoral, ignoro el motivo) y unos fieles feísimos cantaban a voz en cuello en una iglesia El Señor es mi pastor y otras baladas pontificias. Apagué el aparato y busqué el periódico para mirar en la programación de qué dos películas había visto fragmentos, pero la asistenta me lo había tirado, había venido ese día en mi ausencia y me lo tira todo antes de tiempo como le hacen al Solitario en Palacio y así lo malquistan, según descubrí mucho más tarde. Y fue entonces cuando mi breve apaciguamiento tocó a su fin, no duró nada porque mi cabeza casi nunca descansa y sin cesar concibe y maquina: 'Si Victoria no era Celia y Celia está acompañada', pensé, 'también Celia y no sólo Victoria me está haciendo sujeto del verbo y objeto del parentesco antiguo, y yo a mi vez la he hecho a ella conyacente esta noche de la puta Victoria que tanto se le parece, lo mismo regirán el verbo o los sustantivos para las mujeres'. Y supongo que fue la sensación de estar siendo doble sujeto o doble ge-bryd-guma al mismo tiempo -una sensación desasosegante- lo que me hizo pensar más lejos, y este pensamiento nuevo fue peor todavía y barrió de golpe el efecto parcialmente tranquilizador de mi llamada, tranquilizador tan sólo respecto a mis dos temores: Celia había cogido el teléfono y estaba en casa, pero antes de que yo empezara a dejar mi mensaje en el contestador habían sonado dos o tres pitidos que indicaban llamadas previas acumuladas, luego era probable que cuando me lo cogió Celia acabara de entrar por la puerta con su acompañante y aún no le hubiera dado ni siquiera tiempo a escuchar esos recados previos. Volvía a ser posible por tanto que Celia fuera Victoria y que ella y el médico hubieran decidido ir a casa de ella -un hombre casado- y hubieran llegado en ese mismo instante, poco después que yo a la mía, quizá tras dar una vuelta por la ciudad sin tráfico o tras el rápido alto en una calle recogida, abandonadas las prisas del hombre. Y si eso era así, si el acompañante o médico estaba ahora con ella, en ese caso no había pasado el peligro y era aún no para Celia y para Victoria, aún no, aún no, pero quién sabía mañana o dentro de un rato, 'los que me conocen callan, y al callar no me defienden'. Ya no podía volver a llamarla porque todo era posible y ese es el precio de la incertidumbre, habría sido ridículo y me habría ganado su enfurecimiento y sus improperios. Estaba en un estado en que no tenía sentido intentar dormir, tenía que dejar pasar tiempo, al menos el tiempo de un polvo o eran dos simultáneos, más o menos el mismo tiempo, en realidad no duran tanto, media hora, una hora con los preámbulos, con una puta menos, no hay preámbulos, tal vez más con una amada, más aún con alguien nuevo o la vez primera, todo se prolongó demasiado con Marta Téllez, por eso no llegué a establecer el parentesco o vínculo con Deán ni con aquel Vicente grosero y despótico, con ellos en realidad no lo tengo, yo creo, aunque sí la sensación explicable de haberlo adquirido esa noche, no fue por nuestra voluntad si no lo adquirí ni lo tengo ni lo tendré ya nunca por suerte, no por la voluntad de Marta ni por la mía.

Decidí salir de nuevo a la calle y dar un paseo andando, caminar un rato para distraer la mente y cansar el cuerpo y por lo menos no estar yo en una alcoba mientras los demás lo estaban, dos o cuatro. La ciudad no está nunca vacía, pero ya a aquellas horas de la noche húmeda eran contados los que pasaban, dos o tres individuos que parecían recién salidos de la penitenciaría, los tipos de la manga riega que se hablan a voces como si nadie durmiera y malgastan el agua, todo seguía mojado y podía volver a descargar tormenta, según el cielo; alguna anciana andrajosa e itinerante, un grupito de mujeres y hombres alborotados que vendrían de alguna celebración en una sala de fiestas o discoteca, una despedida de soltero, un premio de la lotería, un aniversario. Me alejé bastante, fui hacia el oeste, no me gusta esa zona, en la calle de la Princesa y luego en Quintana oí unos pasos tras de mí, los oí durante tres manzanas de dos calles distintas, demasiado tiempo y espacio para no preguntarme, quienquiera que fuese estaría viendo mi nuca y quizá me seguía para asaltarme en la sombra, aquella era una noche de aprensiones y miedos, pero nada sucedería mientras siguiera oyéndolos sin apresurarse, no quería correr, así que al comienzo de la cuarta manzana les di la oportunidad de que me adelantaran si eran de alguien inofensivo que no podía ir más de prisa, me paré a mirar el escaparate de una librería, saqué las gafas y me las puse y aproveché para espiar con el rabillo del ojo y esperar su llegada en guardia, oí los envenenados pasos que se acercaban y era aún no, aún no y siguió siéndolo: pasaron de largo, y ya sin disimulo -era yo ahora quien veía su nuca- contemplé la figura que se alejaba, un hombre de mediana edad, según los andares y el tipo de abrigo de piel de camello, no supe ver más en la noche, me alisé la gabardina, guardé mis gafas. Continué por el sudoeste, Rosales, Bailen, me gusta más eso, en Rosales estuvo el Cuartel de la Montaña donde se combatió ferozmente al tercer día de nuestra guerra, hace ya tantos años, ahora hay allí un templo egipcio. Y fue a la altura de la Plaza de Oriente donde vi dos caballos que avanzaban en la dirección contraria a la mía, pegados a la acera lo más posible para no incomodar a los pocos coches que aparecieran. Eran dos caballos y un solo jinete, o caballo y yegua, el hombre con sus botas altas montaba al de color canela, la otra jaspeada iba a su misma altura también ensillada, si acaso se retrasaba medio cuerpo en algunos momentos, iban al paso y se los veía flemáticos, caballos andaluces de silla, resonaban los ocho cascos sobre el pavimento brillante, un sonido antiguo, cascos en la ciudad, algo insólito en estos tiempos soberbios que han expulsado a los acompañantes del hombre a lo largo de su historia entera, todavía durante mi infancia no era raro oírlos, tirando de las carretas de los traperos o de los carromatos de algunos repartidores artesanales, con policías montados con sus largos abrigos siniestros que parecían rusos y sus alargadas porras flexibles, o llevando a algún jinete adinerado que volvía de su picadero. Los animales eran algo corriente, también para las gentes de la ciudad, y hasta recuerdo haber visto vacas hacinadas en sótanos, las veía desde mi altura de niño a través de las enrejadas ventanas pegadas al suelo de las vaquerías, llamadas así propiamente entonces, despidiendo su olor penetrante, olor a vaca y olor a caballo y a mula y a burro, un olor familiar el olor de sus excrementos. Por eso sentí tanta extrañeza a la altura de la Plaza de Oriente frente al Palacio Real en el que no vive nadie cuando vi a los caballos enormes, sentí una especie de sensación maravillada pese a que algunos domingos yo voy al hipódromo, pero no es lo mismo ver a los caballos desfilar por el paddock y luego correr por la pista como espectáculo que encontrárselos en medio de la ciudad y sobre el asfalto, junto a la acera por la que uno pasa, unos animales gigantes, lustrosos y ya incomprensibles, de cuellos anchísimos y musculosos troncos y extremidades, son bestias de memoria larga que desarrollan hábitos de erradicación difícil, saben encontrar el camino de vuelta a casa cuando se han extraviado sus amos y poseen un instinto infalible para discernir al amigo del enemigo, sea cercano o esté en la distancia, ellos nunca confundirían los pasos inofensivos con los envenenados pasos, detectan el peligro cuando no ha aparecido y nosotros aún ni lo imaginamos. Era demasiado tarde para que aquellos caballos estuvieran en la calle junto a la Plaza de Oriente, es cierto que alguna otra vez, hacía años, había visto pasar así alguno de noche o de día por aquella zona, pero no de madrugada -o tal vez era yo quien no estaba en la calle Bailen a altas horas-, quizá eran cabalgaduras del Palacio Real y pertenecientes al rey por tanto aunque él no viva en ese edificio, o podían ser del Palacio de Liria que está muy cerca, caballos aristocráticos en todo caso. Los vi pasar admirado, allí estaban tan altos e inmemoriales, un caballo montado y una yegua sin jinete en la noche, se oyó un trueno lejano y se alarmó la yegua, no así el caballo, ella hizo un amago de encabritarse, se puso casi de pie un instante como si fuera un monstruo, las dos patas delanteras alzadas como para caer sobre mí y golpearme la cabeza con sus cascos fantásticos y desplomar el peso de su cuerpo inmenso, una muerte horrible, una muerte ridicula. La amenaza no duró nada, el jinete la aplacó en seguida, con una sola voz y un solo movimiento. Una yegua en la noche, eso es lo que muchos creen, hasta los propios ingleses, que significa su palabra night-mare, cuya traducción correcta es 'pesadilla' pero que literalmente parece querer decir 'yegua de la noche o nocturna' y no es así sin embargo, también eso lo estudié de joven, y el nombre mare tiene dos orígenes según vaya solo o con la palabra 'noche', cuando se refiere a la yegua viene del anglosajón mere, que significaba eso mismo, y en la pesadilla la procedencia es en cambio mará si mal no recuerdo, que significaba 'íncubo', el espíritu maligno o demonio o duende que se sentaba o yacía sobre el durmiente aplastándole el pecho y causándole la opresión de la pesadilla, comerciando a veces carnalmente con él o ella aunque si es con él el espíritu es femenino y se llama súcubo y está debajo, y si es con ella es masculino y entonces sí es íncubo y se pone encima: pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho que te lleve a la ruina, la vergüenza y la muerte, quizá la banshee que anunciaba con sus gemidos y gritos y cánticos la muerte en Irlanda había pertenecido a ese género, en mi caminata había visto a alguna vieja harapienta y errante, tal vez una banshee que aún no sabía a qué hogar dirigirse esa noche para entonar su lamento, tal vez se encaminaría hacia el que fue una vez mío, yo ya no vivía allí y estaba por tanto a salvo, pero no lo estaba Celia porque aquella seguía siendo su casa y ahora no estaba allí sola, me había dicho, sino que comerciaba allí carnalmente. Pensé todo esto muy rápido mientras ya se alejaban el caballo y la yegua dejando la estela de su olor penetrante y llevándose su ruido de infancia hasta quién sabe cuándo, la superstición es sólo una forma como otra cualquiera de pensamiento, una forma que acentúa y regula las asociaciones, una exacerbación, una enfermedad, pero en realidad todo pensamiento está enfermo, por eso nadie piensa nunca demasiado o casi todos procuran no hacerlo.

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