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Ella echó a andar en una dirección y yo hice amago de tomar la contraria, pero a los dos o tres pasos me quedé parado y me di la vuelta, y al verla alejarse de espaldas con sus piernas tan parecidas a las de su hermana Marta -o acaso eran los andares más que las pantorrillas- decidí seguirla un rato, hasta que me aburriera o cansara. Recorrió a buen paso un par de manzanas, como si supiera hacia dónde se dirigía sin prisa, y sólo al coger Velázquez aminoró el paso y empezó a desviarse mínimamente hacia escaparates, primero unos segundos -el tacón ladeado, el suelo mojado-, como quien localiza sitios y piensa que ya los mirará con detenimiento otro día, luego se fue parando más -los tacones rectos, el suelo mojado- hasta que por fin entró en una tienda de ropa, y entonces recordé que había quedado encargada de comprarle un regalo de cumpleaños a su cuñada María Fernández Vera en nombre de Téllez. Con mucho cuidado me detuve ante esa tienda, y desde una esquina de la vidriera me atreví a atisbar el interior, sobre todo cuando vi que Luisa daba la espalda a la calle mientras hablaba con una dependienta. Luego se dirigió hacia las faldas y estuvo mirándolas y tocándolas, siempre acompañada de la dependienta -una de esas jóvenes que no dejan pensar al cliente anticipándose a su ojo, le sacaba prendas a las que Luisa decía que no con un gesto de la cabeza-, hasta que por fin cogió una y desapareció en un probador. Era descuidada o bien confiada, dejó el bolso fuera, sobre lo que era una mesa más que un mostrador de cristal. Al cabo de un par de minutos reapareció con la falda puesta, remetiéndose todavía la blusa. No le quedaba muy bien, demasiado larga, y el color era insulso, le sentaba mejor la suya. Dio pasos adelante y atrás mientras se miraba al espejo -la etiqueta colgando-, se miró de lado, se miró de espaldas, por el gesto vi que la desechaba y me retiré de mi puesto de espía, me alejé y me puse a examinar un quiosco, mientras salía Luisa hube de comprar un periódico extranjero que no me interesaba nada. Miró el reloj una vez en la calle, quizá estaba haciendo tiempo para alguna otra cosa, una falda no me parecía regalo adecuado por parte de Téllez para su nuera, sería demasiado evidente que él no la había comprado, aunque tal vez eso no importara. Luisa siguió avanzando por Velázquez, y al llegar a la esquina de Lista o bien Ortega y Gasset (esta calle cambió de nombre hace mucho, pero aún impera el antiguo y por él se la conoce, mala suerte para el filósofo), entró en un establecimiento Vips, lo suficientemente amplio y diversificado para que yo pudiera entrar también tras ella y observarla desde la distancia sin que me viera, si me movía prudentemente. La vi mirar por encima la sección de libros, cogía alguno, leía al sesgo la solapa o la contracubierta y lo volvía a dejar en su pila, no llegaba a hojearlo (casi sólo tienen novedades en estos lugares y muchos están envueltos en celofán, una lata), por fin se quedó con uno en la mano, al principio no pude ver lo que era, y pasó a la sección de discos, yo me quedé alejado y de espaldas a ella, fingiendo mirar la de vídeos y volviendo la cabeza de vez en cuando para que no saliera del local sin yo advertirlo. En un momento de alarma (ella levantó de pronto la vista hacia donde yo estaba) cogí una película al azar como si fuera a comprarla, para no parecer muy inactivo: un gesto absurdo, daba lo mismo lo que estuviera haciendo mientras no me descubriera, o si me descubría. Pero Luisa no tenía prisa o seguía buscando un regalo, y al cabo de unos minutos pasó con su libro y ningún disco en la mano a la sección de alimentación, yo me desplacé con mi vídeo hasta la de revistas y me puse a curiosearlas, mirándola de reojo, siempre situado más bien a su espalda, es la única regla invariable para quien sigue a alguien. Y entonces pensé que ya no podía tardar en regresar a casa o a la de Deán (en ir a una casa, cualquiera que fuese), porque sacó dos grandes tarros de helados Haagen-Dazs de la nevera en que estaban expuestos, al abrir la portezuela de cristal transparente vi su figura envuelta en el humo frío durante unos instantes, los que tardó en elegir los sabores, una nube de vaho que la hizo parecer ruborizada. Si tardaba mucho en volver a su casa se le derretirían, esos helados eran los mismos que me había ofrecido Marta en su cena casera y también los compraba Luisa, o quizá era al niño Eugenio a quien gustaban y ambas hermanas se los llevaban -Marta habría echado mano de ellos como postre improvisado, no había sabido que iba a tener un invitado hasta por la tarde-. Helados en invierno para un niño tan pequeño, no era probable, corregí mi pensamiento en seguida, aunque no tengo mucha idea de lo que comen los niños de esa edad ni de ninguna otra, Luisa tendría que irlo sabiendo si se había ofrecido a hacerse cargo. Fue entonces cuando me pregunté por ese niño, con quién estaría todo aquel rato, a esas edades -eso lo sé- no pueden estar solos ni un minuto excepto si están dormidos, como aquella noche en Conde de la Cimera cuando me fui y lo dejé en verdad solo, no le había pasado nada. Tal vez lo tendrían momentáneamente sus otros tíos, María Fernández Vera y el hermano Guillermo, mientras Deán y Luisa almorzaban con Téllez para ventilar su futuro, yo se lo había impedido en parte con mi presencia. Luisa también cogió un bote de buenas salchichas y unas cervezas Coronita, mexicanas, quizá iba a improvisar asimismo una cena con tan parcos elementos, pero no conmigo. Fue hasta la caja para pagar, yo seguí buscando su espalda, pasé a la sección que ella dejaba, cogí también un tarro de helado de la nevera, me vi envuelto en el humo y luego me puse en seguida en la cola de caja para que no me separaran muchos clientes de ella -por fortuna sólo se coló uno en medio-, de otro modo podría perderla de vista a la salida. El tipo no era alto, no me la tapaba. Quedé muy cerca de ella, veía muy bien su nuca (por suerte no se volvió de pronto). Vi entonces el título del libro que había escogido, Lolita, excelente, pero a estas alturas me pareció un poco extraño y no buen regalo para su cuñada. Sólo cuando ya estaba pagando con prisa mi helado y mi vídeo me di cuenta de qué película estaba adquiriendo sin haberla elegido, era 101 dálmatas de dibujos animados, no me interesaba lo más mínimo pero ya no podía permitirme correr a cambiarla. Una vez en la calle, Luisa Téllez bajó por Lista en dirección a la Castellana, y antes de llegar a Serrano se metió por una bocacalle y entró en otra tienda de ropa con grandes vidrieras, si quería espiarla quedaba demasiado expuesto. Podía esperar en un bar cercano, pero prefería observarla, así que decidí pasar una vez y otra por delante de la tienda echando vistazos sin detenerme, como si en una película fuera alguien que entra y sale de campo atravesando la pantalla de un extremo a otro, así es como me vería ella si por azar se fijaba, la primera vez que me viera sería para ella la primera vez que yo estaría pasando casualmente por aquella calle céntrica, hay más raras coincidencias. El pavimento estaba un poco hundido en aquel tramo y se había formado un charco, cada vez que pasaba tenía que sortearlo, y cada vez que lo hacía aprovechaba el pequeño alto para mirar brevemente hacia el interior, Luisa hablaba con las dependientas ociosas y lo tocaba y examinaba todo, estaría indecisa. Cogió otra falda y una especie de camiseta elegante (que era elegante lo vi más tarde) y se fue al probador dejando de nuevo su bolso y su bolsa con compras, las mujeres esperaron bostezando a que saliera, de pie y cruzadas de brazos, no tenían más clientes aquella tarde inestable, iban vestidas con ropa de su propio negocio, de pronto me di cuenta de que era el famoso Armani, un emporio. Empezaba a cansarme de pasar por allí de un lado a otro (iba haciendo alguna pausa) cuando Luisa salió con la camiseta y la falda puestas, la falda era lo bastante corta y de color granate y le sentaba perfectamente, aún mejor que la suya. Salí rápidamente de campo y ahora esperé más de un minuto antes de pasar de nuevo, y al pasar por fin vi que Luisa hacía un doble movimiento: iniciaba el giro para volver al probador tras haberse mirado en un espejo y empezaba a quitarse, ya de camino, la camiseta elegante de color crudo. Llegué a verle el sostén, los brazos en alto con las mangas vueltas, vi sus axilas lisas y limpias. No pude evitar detenerme a mirarla y pisé de lleno el charco con el pie derecho, se me empapó el zapato, noté el agua en el calcetín y en la piel, una verdadera pena, de lo más desagradable. Cuando levanté la vista había desaparecido en el probador, pero ahora ya sabía seguro que la mujer que se había quitado una prenda y había mirado por la ventana de la alcoba de Marta la noche siguiente a la de mi visita era ella, la hermana, Luisa Téllez, quien tal vez me había visto desde arriba por tanto, mientras yo esperaba junto a mi taxi fingiendo que esperaba la bajada de alguien y pensando durante un segundo que aquella silueta podía ser Marta viva. Lo había pensado sabiendo que era imposible. La una tenía helados en casa y la otra los compraba ahora; la una tenía una camiseta acanalada de Armani que yo la ayudé a quitarse y la otra se la probaba ahora ante mis propios ojos. Seguía bajo el encantamiento, pensé, o el encantamiento iba en progreso. Pero quizá esta camiseta nueva era para la cuñada de parte de Téllez, suegro de dinero, lo habría acumulado durante el franquismo. Vi a Luisa pagar con una tarjeta de crédito (cada artículo en una bolsa) y me alejé unos pasos para seguirla en cuanto salió de la tienda: volvió a Ortega y Gasset o Lista y llegó hasta la Castellana, ese paseo que es como el río de la ciudad, larga franja divisoria con arbolados muelles pero demasiado recta, sin meandros ni agua, sólo asfalto, y los andenes o muelles no se elevan. Uno de esos árboles había sido derribado por la tormenta, truncado en su base y el suelo salpicado de astillas, la tormenta entrevista desde el restaurante tenía que haber sido en verdad violenta y con vientos huracanados, a menos que el árbol estuviera caído desde hacía días y aún no lo hubieran retirado, en Madrid nadie arregla los desperfectos inmediatamente, las ramas todavía no estaban podadas. Fuera como fuese, se había vencido hacia el paseo, no hacia la calzada siempre llena de coches -el río-, podía haber matado a algún transeúnte. No estábamos lejos de Hermanos Bécquer, esto es, de la esquina con la Castellana en que hacía más de dos años había recogido a Victoria y había vuelto a depositarla luego, bien entrada la noche, eso había pedido ella, que la dejara en el mismo sitio y así lo hice. Cuando ya habíamos vuelto a ocupar los asientos delanteros de mi coche en la calle Fortuny y antes de ponerlo en marcha dudé si proponerle ganarse unos billetes más e invitarla a mi casa hasta la mañana: si era Celia le daría apuro o melancolía, si era Victoria tendría que aceptar encantada, una noche entera de martes con el taxímetro funcionando, no debía de ser corriente sino una gran suerte. No se lo propuse, sin embargo, quizá una vez más para no tener certeza, quizá para no tener que recordar su figura en mi dormitorio, son más difíciles de ahuyentar los fantasmas que han estado en nuestras habitaciones.

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