'¿Algo más?', me dijo mientras yo dudaba. Era la pregunta que le hacen a uno en las tiendas.
'¿Quieres tú algo más?', le respondí yo, tentando la suerte.
'Ah', contestó ella con ligera sorpresa y revancha, 'acuérdate de que yo estoy aquí para lo que tú me digas, eres tú quien manda.' Había cogido el impermeable del asiento de atrás pero no se lo había puesto, lo tenía cuidadosamente doblado sobre los muslos, como quien ya se prepara para marcharse. Yo no dije nada, y entonces ella sacó otro chicle del bolso y mientras lo desenvolvía añadió con un poco de guasa, mirando el diminuto rectángulo: 'Acuérdate de que hasta podrías matarme'. Se permitía este comentario ahora porque estaba tranquila y no tenía ya ningún miedo, ella misma lo había dicho, 'A los tíos se os ve a la primera por dónde vais', a mí ya me había visto.
'Qué mala sombra tienes', contesté yo, y fue entonces cuando puse el motor en marcha como continuación de esa frase o quizá como punto. El ruido hizo que se encendiera de pronto la garita de la embajada alemana, pero fue un segundo, volvió a quedar en seguida a oscuras. Tal vez el vigilante ni había reparado en nuestra presencia, quizá dormitaba y la llave de contacto lo había despertado de algún mal sueño. '¿Dónde quieres que te deje?'
'Donde me encontraste', contestó. 'Para mí todavía no ha acabado la noche', y se metió el chicle en la boca: fue esta vez fresa lo que se mezcló con los demás olores del coche, ahora los había nuevos y fuertes.
No contaba con lo último que había dicho, quiero decir que no se me había ocurrido pensar en tal cosa, y fue eso lo que me decidió a seguirla también a ella, o más bien a no irme del todo tras dejarla en su esquina que no le había traído mala suerte por el momento. Estábamos tan cerca que di un pequeño rodeo hasta volver a Hermanos Bécquer, para encajar ese pensamiento imprevisto y ganar tiempo. Antes de que se bajara le di otro billete, se lo puse en la mano, el dinero de mano a mano, algo infrecuente.
'¿Esto por qué?', me dijo.
'Por el miedo que te di antes', contesté.
'Qué empeño, tampoco llegaste a dármelo', dijo ella. 'Pero vale de todas formas, gracias.' Abrió la portezuela y salió del coche y empezó a ponerse su impermeable antes de pisar la acera, su falda mínima estaba más arrugada, pero no manchada ni maltratada, no por mí al menos. Yo arranqué de prisa, cuando sólo tenía una manga puesta. Torcí a la derecha, ya sólo quedaba una de las otras dos putas en el portal de la Castellana, el suelo seguía húmedo y estaría helada.
Pero no regresé todavía a casa, sino que di la vuelta por la primera calle y aparqué en ella, junto al Dresdner Bank con su amplio jardín de césped y su pilón detrás de la verja, para mí el edificio sigue siendo el Colegio Alamán que estaba cerca del mío, ese jardín era el patio de tierra y en él vi jugar a veces a los chicos de mi edad durante su recreo con una mezcla de envidia y alivio por no ser ellos, así es como ven los niños siempre a los otros niños que desconocen. Enfrente de ese banco o colegio hay tres o cuatro locales arcaicamente frivolos donde repostan sin duda las putas de toda la zona cuando necesitan un trago o se les calan los huesos. Me acerqué a pie hasta la esquina siguiente a la que había vuelto a ocupar Celia o Victoria, la de más arriba, allí donde terminaba el primer tramo de cuesta de que hablé antes -el falso puente- y se iniciaba el segundo perpendicular a éste, la verdadera continuación de Hermanos Bécquer según la placa, en ese tramo del tramo había árboles con enredadera, los troncos cubiertos de hojas perennes e historiadas ramas a la altura de mi cabeza. Y desde allí miré escondido, la vi apoyar con cansancio y paciencia la espalda contra los muros de la compañía aseguradora, justo enfrente había otra, una construcción de vagas reminiscencias bíblicas, con una pretenciosa rampa que recordaba a las murallas de Jericó según las estampas y el cine, aunque yo no la veía desde mi puesto, tampoco veía bien a la puta, de una esquina a otra hay bastante distancia, de modo que descendí unos pasos por la misma calle en que aguardaba ella, ya General Oraa y no Hermanos Bécquer según la placa, arriesgándome a que me viera si volvía demasiado la vista a su izquierda, el lado del que venían los coches que como el mío podrían pararse y abrirle sus puertas para tragársela. Me quedé delante de un bar cerrado, Sunset Bar su nombre, mi gabardina era de color crudo y sería una mancha visible en la noche iluminada por faroles amarillentos. Estuve allí quieto durante bastantes minutos, pegado a la pared como Peter Lorre en la película M, el vampiro de Dusseldorf, también la he visto. El tráfico era aún más escaso que cuando yo había pasado, y me descubrí de pronto con la esperanza de que ya no pasara nadie, con el deseo de que no la recogiera nadie y así resultara que había acabado su noche en contra de lo que ella pensaba y me había anunciado. Era normal desearlo si no estaba seguro del todo de que no fuera Celia, pero pegado a la pared me di cuenta de que también deseaba eso aunque fuera Victoria y acabara de conocerla y ya no fuera a volver a verla, nunca más volver a verla. Qué extraño contacto ese contacto íntimo, qué fuertes vínculos inexistentes crea al instante, aunque luego se difuminen y desaten y olviden, a veces cuesta recordar que los hubo una noche, o dos, o más, cuesta al cabo del tiempo. Pero no inmediatamente después de establecerlos por vez primera, parecen marcas a fuego entonces, cuando todo está fresco y aún se lleva pintada en los ojos la cara del otro y se respira su olor, del que se convierte uno durante un rato en depositario, es lo que queda después de las despedidas, adiós ardor y adiós agravios. Adiós recuerdos. Yo aún olía al olor de Victoria o Celia que no era el mismo que el de Celia cuando sólo podía ser ella sola y vivía conmigo, de pronto pensé que era absurdo que no fuera a volver a verla o que ella se subiera a otro coche, aunque su trabajo consistiera en eso y yo no quisiera mantener en realidad más trato, si era Celia ya había dejado de mantenerlo por mi propia voluntad y a duras penas, la había rehuido hasta que se había resignado o cansado, o quizá buscaba sólo recuperar energías y permitirme echar su insistencia en falta, un aplazamiento. Dio tres o cuatro pasos hacia la calzada arrastrando los tacones, por suerte para mí más hacia la Castellana que hacia General Oraa o Hermanos Bécquer donde yo acechaba, de otro modo me habría visto -yo creo-, ahora pasaba más tráfico por el lateral de la Castellana y era posible que la última puta del portal hubiera encontrado cliente mientras yo aparcaba y daba la vuelta y por tanto Victoria no le estuviera pisando el terreno a nadie si se asomaba a ese lado. Pasaron por el andén o paseo arbolado dos tipos con aspecto patibulario que le dijeron algo, no oí bien, una salvajada, oí que ella les contestaba con arrestos y ellos aminoraron el paso como para encararse, pensé que tal vez tendría que intervenir y a la postre ser útil y defenderla -el vampiro benéfico-, volver a tener trato con ella a pesar de todo y en contra de lo previsto, tenerlo al menos aquella noche, uno no puede dejar de tomar parte a veces en lo que sucede ante sus propios ojos, intentar parar una navaja empuñada que va a clavarse en un vientre si la ve venir, por ejemplo, o empujar a alguien para que no le siegue la cabeza un árbol tronchado por el vendaval si lo ve abatirse, por ejemplo. '¡Chocho flojo, chocho pringoso!', le gritaron ellos a ella. '¡Anda, iros a mamarla!', les gritó ella a ellos, y todo quedó en eso, los tipos no llegaron a detenerse, siguieron su vacilante camino esgrimiendo dedos y ahuecándose las cazadoras de cuero, salieron de campo.
Y fue sólo dos minutos después cuando se paró aquel coche junto a Celia o Victoria, se arrimó como yo había arrimado el mío, sólo que no venía de Hermanos Bécquer sino de la Castellana, también era un Golf, de color rojo, al parecer somos sus dueños los más solitarios y trasnochadores. Ella me daba la espalda ahora, de modo que me atreví a acercarme unos pasos más, dejé atrás los toldos del Sunset Bar y quedé más expuesto aunque siempre adherido al muro como una lagartija, quería ver y quería oír, se me ocurrió que con suerte podrían no llegar a un acuerdo, aquel tipo podía ser un tacaño o bien darle mala espina a Victoria por algún motivo. Ella se aproximó hasta el borde de la acera, pensé que él le abriría la puerta derecha y yo no lo vería nunca por tanto, sin embargo lo vi, porque la que abrió fue la suya y salió del coche para hablar con ella desde allí, por encima del techo, la mano izquierda apoyada en la portezuela entornada. Aunque a ella la veía de espaldas reconocí el mortecino gesto de la tentación retirando el impermeable con las manos en los bolsillos para mostrar más el cuerpo con el que yo acababa de tener ese extraño contacto íntimo que crea la inmediata ilusión de un vínculo, aun a través de una goma. Me quité la gabardina para resultar menos visible si al hombre se le ocurría mirar hacia donde yo estaba y me individualizaba en la noche; me la eché al brazo, noté el fresco. '¿Qué me cobras por un cuartito de hora? Llevo prisa', oí que le decía a Victoria con el coche por medio. No oí la respuesta de ella, pero fue razonable, porque lo siguiente que vi fue el gesto de él con la cabeza, un gesto que le decía 'Adentro' sin titubeo ni miramiento. El hombre se metió de nuevo en el coche y también Celia, abrió la puerta derecha ella misma y salieron zumbando, salieron de campo, el tipo tenía prisa. Era un hombre de mi edad de ahora, rubio y con considerables entradas, me pareció que no tenía mala pinta, más o menos bien vestido y sin signos de ebriedad o desesperación o malevolencia, se me antojó que podía ser un médico, quizá sabía que conciliaria antes y mejor el sueño si se iba a la cama tras echar un polvo o tras una mamada rápida con el volante a mano, algo higiénico tras ocho horas de guardia en una clínica llena de enfermeras cansadas con blanquecinas medias y grumos en las costuras. Y entonces sentí una punzada al quedarme allí solo como el asesino y fugitivo M, todas las putas se habían ido y una de ellas me iba a hacer sujeto del abolido verbo ge·licgan aunque yo no quisiera, o partícipe del olvidado sustantivo ge·for·liger mientras estaba solo, o me iba a convertir para siempre en ficticio ge·brÿd·guma de aquel individuo sin mi consentimiento -pero cómo puede haber consentimiento-, me haría conyacer e incurrir en cofornicación y ser connovio de aquel imaginado médico que había visto un momento de lejos y que a diferencia de mí llevaba prisa -con él tampoco tendría trato-. En aquel instante o durante el próximo cuarto de hora se me estaría creando un parentesco anglosajón no deseado y postumo por su carácter, cuyos alcance y sentido exactos ignoraría puesto que no lo contiene ni denomina mi lengua y contra el que no podía hacer nada; y una cosa es saberlo y otra es verlo con los propios ojos o ver los preparativos, una cosa es imaginar el tiempo en que ocurren los hechos que nos desagradan o duelen o desesperan y otra poder decirnos con certidumbre: 'listo está teniendo lugar ahora, mientras yo estoy aquí solo y parado y pegado al muro sin saber reaccionar en mitad de la noche llena de hojas aplastadas y húmedas, mientras vuelvo pisándolas a mi coche aparcado junto al Dresdner Bank o Colegio Alamán de mi infancia y me monto en él y lo pongo en marcha, hace unos minutos estaba también dentro de él en la calle Fortuny acompañado de Victoria o Celia, manteniendo ese extraño contacto íntimo en el asiento de atrás o hablando antes con ella en los delanteros sin atreverme a tener la certeza que ahora creo tener por celos, intentando no reconocer a quien reconocía y a la vez no queriendo tomar por mi propia mujer dejada a una puta desconocida. Ahora en cambio tengo una certeza a la que no afectan la identidad ni el nombre, sé que esa mujer está en otro coche y que su cuerpo está en otras manos, las manos que van a todas partes sin titubeo ni escrúpulo, las manos que aprietan o acarician o indagan y también golpean (oh, fue sin querer, involuntariamente, no se me debe tener en cuenta), gestos maquinales a veces de la mano experta y tibia del médico que va tanteando todo un cuerpo que aún no sabe si le complace.' Y mientras conducía por las mismas calles que había recorrido antes con ella intentando ver el Golf rojo aparcado -la propia Fortuny y Marqués de Riscal y Monte Esquinza y Jenner y Fernando el Santo, en todas ni rastro-, pensé también con horror y amortiguada esperanza que ni siquiera de esto podía tener certeza puesto que a esto no asistía: tal vez no llegaran a tener lugar aquel polvo ni aquella mamada con el volante a mano si aquel hombre o médico tenía dedos torpes y duros igual que teclas y decidía emplearlos antes de ningún contacto contra el cuello o los pómulos o las sienes de Victoria o Celia, sus pobres sienes, para acabar arrojándola inerte contra el asfalto y la hojarasca húmeda. Y mientras me daba por vencido y volvía ya por fin a mi casa -ya transcurrido el cuarto de hora, aunque ese cuarto de hora fuera una manera de hablar tan sólo y quizá todavía siguieran los dos en el Golf color rojo o el médico hubiera decidido invitarla a su casa hasta la mañana, yo no había querido posibilitar ese recuerdo o fantasma en mi alcoba y ahora estaba sufriendo por ello-, pensé que en los días siguientes tendría que leer los periódicos con atención y con el alma en un hilo, buscando y temiendo encontrar una noticia que acaso me dejaría viudo si Victoria era Celia y me haría lamentarme de mis temores hasta el fin de mis días si Victoria era Victoria. El coche olía a ella y yo olía a ella.