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'Sí te entiendo. Disculpa', dije. '¿Conocías mucho a ese chico?'

'No, sólo de vista un poco, dos o tres veces por la zona, había cruzado con él algunas frases. Arrastraba sus tacones altos como si agarrara con los pies los zapatos, por la falta de costumbre o a lo mejor por enfermedad, parecía frágil y andaba muy despistado. Era muy mono, muy tímido, bastante educado, daba siempre las gracias cuando preguntaba algo.' Victoria se quedó pensativa un instante y se acarició con el índice el extremo de una ceja, como hacía Celia Ruiz Comendador cuando en medio de una discusión o un relato se paraba a reflexionar sus siguientes palabras, o las buscaba para bien elegirlas. La coincidencia, sin embargo, no me pareció decisoria en aquel momento. 'Era ese tipo de persona que, si bien se mira, es normal que no haya vivido mucho. Se las ve a la legua, parece que estén de sobra, como si el mundo no las soportara y tuviera prisa por expulsarlas. Pero entonces sería mejor que no nacieran. Porque la realidad es que nacen y están ahí, y es horrible que la gente que uno conoce se muera, aunque la conozca poco, no se comprende que ya no exista quien ha existido. Yo no lo comprendo al menos. Se hacía llamar Franny, supongo que se llamaría Francisco. Menuda muerte.' Ahora Victoria me mostró su nuca al volver el rostro hacia la calle, se quedó mirando hacia la acera de la calle Fortuny junto a la que estábamos aparcados, tal vez imaginaba el cráneo deshecho de aquel travestido niña sobre ese mismo suelo o sobre alguno cercano. 'La muerte horrible y la muerte ridicula', pensé, 'la cabeza entre los muslos en el penúltimo instante, y el desprecio del muerto hacia su propia muerte. Qué maldición, ahora tendré que recordar también ese nombre cuyo rostro ni siquiera conozco: Franny'; o así lo imaginé yo escrito, por mis lecturas. También me quedé callado mientras lo pensaba, apoyado en el volante un codo y frotándome con el pulgar bajo los labios. Pero fue poco tiempo. Quizá nos observaban de lejos, desde la garita de la embajada alemana a oscuras.

'Qué te parece si vamos un poco al asiento de atrás', le dije a Victoria para sacarla de la ensoñación e interrumpir aquel otro gesto de su dedo índice. Le puse la mano en el hombro, luego le acaricié la nuca. 'Aún te tienes que ganar tu dinero', y señalé su bolso.

Ella me miró y se sacó el chicle. Esta vez abrió la ventanilla y lo tiró a la acera.

Es cansado moverse en la sombra y espiar sin ser visto o procurando no ser descubierto, como es cansado guardar un secreto o tener un misterio, qué fatiga la clandestinidad y la permanente conciencia de que no todos nuestros allegados pueden saber lo mismo, a un amigo se le oculta una cosa y a otro otra distinta de la que el primero está al tanto, se inventan para una mujer historias complejas que luego hay que rememorar para siempre en detalle como si se hubieran vivido, a riesgo de delatarse más tarde, y a otra mujer más nueva se le cuenta la verdad de todo excepto aquellas cosas inocuas que nos dan vergüenza de nosotros mismos: que somos capaces de pasarnos horas viendo en la televisión partidos de fútbol o degradantes concursos, que leemos tebeos siendo ya adultos o nos echaríamos al suelo a jugar a las chapas si tuviéramos con quién hacerlo, que nos pierden las timbas o nos gusta una actriz que reconocemos odiosa y hasta ofensiva, que tenemos un humor de perros y fumamos al levantarnos o que fantaseamos con una práctica sexual que se considera aberrante y no nos atrevemos a proponerle. No siempre se oculta por el propio interés o por miedo o por haber cometido una verdadera falta, no siempre por la salvaguarda, tantas veces es por no dar un disgusto o no aguar la fiesta y por no hacer daño, otras es por mero civismo, no es de buena educación ni civilizado darse a conocer del todo, no digamos enseñar las manías y lacras; a veces son los orígenes lo que se calla o falsea porque casi todos habríamos preferido una ascendencia distinta por alguno de nuestros cuatro costados, la gente esconde a sus padres y abuelos y hermanos, a sus maridos o a sus mujeres y a veces hasta a sus hijos más parecidos o proclives al cónyuge, silencia alguna fase de su propia vida, abomina de su juventud o niñez o de su edad madura, en toda biografía hay un episodio ultrajante o desolado o siniestro, algo o mucho -o es todo- que para los demás es mejor que no exista, para uno mismo mejor fingirlo. Nos avergonzamos de demasiadas cosas, de nuestro aspecto y creencias pasadas, de nuestra ingenuidad e ignorancia, de la sumisión o el orgullo que una vez mostramos, de la transigencia y la intransigencia, de tantas cosas propuestas o dichas sin convencimiento, de habernos enamorado de quien nos enamoramos y haber sido amigo de quienes lo fuimos, las vidas son a menudo traición y negación continuas de lo que hubo antes, se tergiversa y deforma todo según va pasando el tiempo, y sin embargo seguimos teniendo conciencia, por mucho que nos engañemos, de que guardamos secretos y encerramos misterios, aunque la mayoría sean triviales. Qué cansado moverse siempre en la sombra o aún más difícil, en la penumbra nunca uniforme ni igual a sí misma, con cada persona son unas zonas las iluminadas y otras las tenebrosas, van variando según su conocimiento y los días y los interlocutores y las ambiciones, y nos decimos constantemente: 'Ya no soy lo que fui, he dado la espalda a mi antiguo yo'. Como si llegáramos a creernos que somos otros de los que creíamos ser porque el azar y el descabezado paso del tiempo van variando nuestra circunstancia externa y nuestros ropajes, según dijo el Solo aquella mañana cuando se puso a expresar sus ideas sin orden. Y añadió: 'O son los atajos y los retorcidos caminos de nuestro esfuerzo los que nos varían y acabamos creyendo que es el destino, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, como si el pasado hubiera sido sólo preparativos y lo fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y lo comprendiéramos del todo al término'. Pero también es cierto que a medida que pasa el tiempo y nos hacemos viejos es menos lo que se oculta y más lo que recuperamos de lo que fue una vez suprimido, y es sólo por la fatiga y la pérdida de la memoria o la vecindad de ese término, la clandestinidad y el secreto y la sombra exigen una memoria infalible, recordar quién sabe qué y quién no sabe, en qué hay que disimular ante cada uno, quién está enterado de cada revés y cada envenenado paso, de cada error y esfuerzo y escrúpulo y la negra espalda del tiempo. A veces leemos que alguien confiesa un crimen a los cuarenta años de cometerlo, personas que llevaban una vida decente se entregan a la justicia o revelan en privado un secreto que los destruye, y creen los candidos y los justicieros y los moralistas que a esas personas las ha vencido el arrepentimiento o el deseo de expiación o la torturadora conciencia, cuando lo único que los ha vencido y los mueve es el cansancio y el deseo de ser de una pieza, la incapacidad para seguir mintiendo o callando, para recordar lo que vivieron e hicieron y también lo imaginario, sus trocadas o inventadas vidas además de las que tuvieron efectivamente, para olvidar lo que sí sucedió y sustituirlo por lo ficticio. Es sólo la fatiga que trae la sombra lo que impele a veces a contar los hechos, como se deja ver de repente quien se escondía, el perseguidor como el fugitivo, simplemente para que acabe el juego y salir de lo que se ha convertido en una especie de encantamiento. Como yo me dejé ver por Luisa aquella tarde después de seguirla a la salida del restaurante, o no exactamente, sino después de que ambos acompañáramos a Téllez hasta el portal de su casa, nos llegamos los tres a pie por la cercanía, ella y yo flanqueando a la figura que se bamboleaba sobre sus pies pequeños de bailarín retirado como una baliza flotante, no tanto como en el cementerio por suerte, ese día no eran sólo la edad y el volumen lo que lo desequilibraba. Y allí nos despedimos todos, vimos cómo el padre abría la puerta del ascensor antiguo y tomaba asiento en el banco para ir descansado en el breve y vertical trayecto, desapareció en su caja de madera hacia arriba como una izada deidad sedente, y entonces Luisa Téllez me dijo 'Bueno, hasta la vista' y yo contesté 'Nos seguiremos viendo' o algo por el estilo, ambos dábamos por supuesto que aún nos encontraríamos durante el resto de la semana en que yo vendría a trabajar para Téllez a aquella casa.

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