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– ¿Qué, cómo van las cosas, Segarra? -aprovechó para preguntarle Téllez.

– No lo sé, señor Tello. Cuando han llegado ustedes él estaba todavía fletcherizando sus cereales.

– ¿Estaba qué? -preguntó Téllez aterrado (dejó caer más briznas al suelo), aunque Segarra lo había dicho con naturalidad y confianza. Aquel debía de ser el salón para las visitas de confianza o bien insignificantes (todos éramos servicio, en última instancia), allí probablemente se las amontonaba, como hacen las estrellas del rock con los periodistas.

El maestresala o senescal Segarra (no soy versado en este tipo de cargos) pareció complacido de haber creado intriga o alarma, y también de poder ofrecer una información a la vez útil y extravagante. Tenía los ojos optimistas y vivos del que ha visto muchas cosas insólitas sin entenderlas y por ello conserva íntegra su capacidad de entusiasmo y celebración y sorpresa, también su curiosidad intacta.

– ‘Fletcherizando', señor -dijo, y ahora lo dijo entre comillas a la vez que levantaba uno de sus dedos con guante-. Se trata de un antiguo método de masticación muy sano, que convierte el sólido en líquido, lo inventó un tal Fletcher, de ahí su nombre, y hoy en día hay mucha gente que lo está recuperando. Pero duele un poco en las encías y lleva su tiempo. El sólo lo pone en práctica en el desayuno, con los cereales y el huevo escalfado.

Téllez volvió la cabeza un instante hacia el pintor de corte, para ver si había pegado el oído y estaba atendiendo, pero el hombre del carrick estaba muy ocupado ahora (no le daban de sí los brazos) intentando poner más recto en su caballete el inestable lienzo que no veíamos. Empecé a desear poder echarle un vistazo.

– ¿Quiere decir que son las propias mandíbulas las que acaban licuando los alimentos? -dijo Téllez dirigiéndose a Segarra al tiempo que iba apretando con el pulgar el tabaco que no se le desparramaba. Yo habría dicho que aquel era un tabaco demasíado aromatizado con whisky y tal vez especias picantes, un producto holandés afeminado.

– Exacto, señor, y por lo visto así es mucho más sano que por procedimientos mecánicos. Lo llaman licuefacción anatómica, he oído mencionar el término, al igual que el otro que he empleado. -El criado se disculpaba por su adquisición involuntaria de conocimientos.

– Ya -contestó Téllez-. ¿Y qué le parece si averigua usted cómo va esa fletcherización? No es que tengamos ninguna prisa, pero en fin, para hacernos una idea.

– Cómo no, señor Tello, faltaría más, encantado. Voy en seguida a ver si puedo informarme de algo.

Con paso infinitesimal (aunque no tanto como cuando el peso del cenicero estuvo a punto de siniestrarlo), el lacayo Segarra se dirigió hacia una de las tres puertas del saloncito algo frío (cuanto más rato llevaba uno allí más frío), no desde luego a aquella por la que habíamos entrado, sino a la que él tenía más cerca, al otro lado de la chimenea desperdiciada. (El único muro sin abertura tenía en cambio un gran ventanal apaisado y cuadriculado, excelente luz para pintar, por ejemplo). No quiero ser irrespetuoso ni afirmo ni insinúo nada, pero lo cierto es que durante los largos segundos en que el lento Segarra mantuvo abierta esa puerta oí un inconfundible estrépito de futbolines procedente de la habitación contigua. A Téllez, sin embargo, no pareció llamarle la atención, aunque tal vez era duro de oído para ciertos ruidos, o no le era familiar este en concreto, por barriobajero. El pintor sí lo oyó, e irguió y volteó la cabeza dos veces como si fuera un pájaro, pero despreció el sonido al instante (no le atañía) para volver a colocarse mejor su paleta en la mano, que le vacilaba al menor movimiento imprevisto o mal estudiado. Como si fuera a ser él el retratado.

Téllez no parecía tener mucho interés en mí ni tampoco impaciencia. Probablemente lo que le satisfacía era prestar el servicio, llevarme hasta allí, descubrirme, tener un recomendado y recibir el parabién si ese candidato gustaba y cumplía luego, nada más, y si acaso pasar la mañana en Palacio ocupado de aquella manera indecisa. Mientras encendía la pipa con cerilla de madera me miró de reojo, como para comprobar que no me había despojado de la corbata ni me había ensuciado los pantalones durante la espera, esa fue la sensación que tuve (de hecho avanzó la cabeza para inspeccionarme el calzado con mirada un poco crítica). Yo me había esmerado con mi apariencia, quizá iba demasiado planchado, me sentía pulcro y como envuelto.

Al cabo de varios minutos de pipa muy perfumada (aún más ardiendo) reapareció Segarra con su pelo romano levemente despeinado como si le hubieran pasado una mano festiva por la cabeza y desde lo alto, y ahora, al abrir de nuevo la puerta y tardar en cerrarla, oí sin duda el fragor de un flipper, lo conozco bien desde mi adolescencia y además apenas quedan, por lo que es ya un sonido pretérito, más fijado y reconocible que los que aún se dan y por ello van variando. Oí correr una bola loca y marcar muchos puntos, confié en que la máquina no regalara partida. Segarra, en vez de dar su recado desde la puerta y ahorrarse así un desplazamiento, se acercó muy paulatinamente hasta donde estábamos -creándonos expectativa y algo de temor a que nunca llegara- y no habló hasta que estuvo al lado, un cubiculario observante:

– El proceso de que le hablé ha concluido hace rato con éxito, señor Tello, no se inquiete -dijo-. Ha tenido que recibir a unos sindicalistas, pero ya se están yendo y él viene hacia aquí, está en camino.

Y en efecto, no había terminado Segarra de decir sus frases cuando se abrió la tercera puerta y apareció el Solitario con zancadas veloces y seguido de una señorita que intentaba no quedarse atrás, la falda corta y estrecha la hacía correr un poco con las puntas de los pies hacia fuera y los tacones altos iban arañando el suelo de madera -tal vez muy noble- con diminutas y rectangulares incrustaciones de mármol o de sucedáneo. Yo me levanté en seguida, mucho más rápidamente que el corpulento Téllez, a quien (lo vi en ese instante) se le había desatado de nuevo un zapato, y ahora no estaba su hija para anudárselo. El pintor ya estaba de pie por su parte, pero al ver entrar al Llanero extendió los brazos como una quinceañera histérica ante la irrupción de su ídolo (o quizá -más viril- como un luchador en su esquina que se pone en guardia) y se le acentuó el gesto de empeño artístico. Al saludar yo antes mascullando mi falso nombre (y añadí torpemente y con la boca pequeña: 'para servirle') no pude imitar a Téllez como tenía previsto, y desde luego olvidé la reverencia que me había encarecido; él, en cambio, una vez alzado, se inclinó cuanto le permitió su tórax voluminoso y cogió con veneración una mano de Only the Lonely con las dos suyas, pese a que en la izquierda sujetaba la pipa encendida, con la que estuvo a punto de quemarlo. Seguramente no habría tenido demasiada importancia, ya que una de las primeras cosas en que me fijé fue en que Only You llevaba sendas tiritas de plástico en los dedos índices, una ampolla por quemadura sólo habría roto la simetría. Las efusiones estuvieron a punto de arrollar a Segarra, a quien pillaron allí por medio mientras iniciaba la retirada hacia su lugar con la habitual parálisis. El Único se sentó a mi derecha, en un sillón libre, y la señorita estrechada a mi derecha también, entre ambos, pero en el mismo sofá que yo ocupaba (llevaba en las manos un bloc de notas, un lápiz y una calculadora de bolsillo Texas, y le asomaba de la chaqueta un teléfono); Téllez, tras bambolearse un poco, se dejó caer de nuevo con pesadez en el sillón que había elegido antes, enfrente de mí y casi de espaldas al pintor, al que el Solo saludó de lejos agitando la mano y diciéndole: 'Qué hay, Seguróla', sin esperar su respuesta: debía de verlo a diario, el pintor seguramente lo impacientaba y él procuraba mantenerlo a distancia. Solus tenía unas piernas largas y flacas que cruzó en seguida con desenvoltura (a continuación las cruzó la joven de manera mimética, tenía una carrera en la media que le daba un aire libertino, tal vez se la había hecho forcejeando con los sindicalistas o haciéndole falta a la máquina); vi que llevaba esos calcetines llamados de ejecutivo, demasiado transparentes para mi gusto, se disciernen los pelos aplastados de las pantorrillas; por lo demás, iba vestido como cualquier hombre de mundo, los pantalones un poco arrugados a la altura de los muslos.

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