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– Sí, de eso se trataba. -Fue lo único que le contesté inicialmente, es decir, por iniciativa propia; pero como noté en su silencio que le parecía poco y a mí también me lo parecía, añadí-: Te debo una, no sabes cómo te lo agradezco.

– Me debes la historia, más adelante -contestó él, y su tono me hizo ver su sonrisa tan blanca al otro lado del teléfono: no me la exigía, no lo había dicho imperativamente.

– Sí, más adelante -dije, y pensé que tal vez se la iba debiendo ya a mucha gente, contar una historia como pago de una deuda, aunque sea simbólica o no exigida, nadie puede exigir lo que no sabe que existe y a quien no conoce, lo que ignora que ha sucedido o está sucediendo y por tanto no puede exigir que se revele o que cese. Se la debía al curioso y activo Ruibérriz y al marido Deán, que no había hecho sino empezar y estaba dispuesto a encontrarme; quizá al precario e inactivo Téllez y a sus dos hijos vivos, a ninguno de ellos le gustaría saberla, pero puede que le gustara a María Fernández Vera, pariente sólo política, y sin duda querría estar enterado el irritable Vicente, aunque habría preferido ser él quien contara, y en cambio a Inés le horrorizaría oírla; quizá se la debía también a la joven del portal de Conde de la Cimera, había interrumpido su discusión o su despedida o sus besos, aunque ella no se habría preguntado por tal historia ni por mí tampoco, seguramente; puede que se la debiera incluso al conserje nocturno del Wilbraham Hotel de Londres, lo había molestado a altas horas de la noche o muy de mañana por esa causa. Se la debía a Eugenio, el niño, que habría vuelto a su casa si se lo habían llevado de allí la primera noche, a su cuarto, él y su conejo enano amenazados de nuevo por los apacibles aviones pendientes de hilos mientras durmieran -la oscilación inerte-, soñando ahora el peso de su madre ausente y cada vez más leve, pasajera de uno de esos aviones, también el niño bajo encantamiento. Sólo que el suyo viajaba ya hacia su difuminación, y se desharía pronto.

Téllez y yo llegamos con adelanto en su coche aparentemente oficial, pero el Único nos hizo esperar, como corresponde a su rango y a su ocupación, supongo que irá con retraso siempre en sus actividades diarias y que cuando se acumule el retraso cancelará alguna actividad en el último instante recuperando así de golpe la puntualidad y el horario, para mí esa estela continua y el azaroso método para suprimirla serían una maldición, y ahora era consciente de que aunque estuviéramos hacia el comienzo de la jornada podríamos ser nosotros los cancelados, disculpas formales y vuelta atrás, a un cortesano y a un negro se los puede siempre postergar. Durante la espera en el saloncito algo frío Téllez aprovechó para machacarme una vez más con lo que ya me había recomendado en el viaje, a saber, que no interrumpiera pero tampoco diera lugar a silencios, que sólo hablara cuando se me preguntase directamente o se me invitase a hacer una exposición, que me abstuviera de hacer gestos bruscos y de alzar la voz, ya que eso malquistaba y desconcertaba al Solo (eso dijo, 'malquistaba', sonó a algo en verdad desaconsejable), el tratamiento que debía darle tanto en vocativo como al referirme a su persona, cómo había de saludar, cómo habría de despedirme, no debía tomar asiento hasta que él lo hiciera y me lo indicara, ni levantarme por nada del mundo sin que él lo hiciera, durante todo el trayecto me había sentido como en el colegio o en vísperas de la primera comunión, no sólo por las instrucciones en sí, sino por la manera y el tono en que el viejo Téllez me las transmitía, con una mezcla de indulgencia, reprobación, pomposidad y derrotismo (descontento de los subditos, y poca fe), ahora estaba seguro de que sería un experto en redactar esquelas. Al verme aparecer por el portal de mi casa me había escrutado desde el interior del coche, como si de mi aspecto dependiera que me dejara subir o no (la puerta trasera abierta y sujetada por su moteada mano, su cara grande e inquisitiva inclinada, sus cejas de duende escépticamente enarcadas, me sentí como una puta a la que examina y valora el cliente antes de hacer el humillante gesto con la cabeza, el gesto que significa 'Adentro'); y tras darme la aprobación que sin duda Ruibérriz le había asegurado que me ganaría, me hizo un ademán más bien de urgencia con el mango discreto del bastón que llevaba y con el que se parapetó levemente al entrar yo por fin en el coche, los viejos temen siempre que la gente se les caiga encima. Ahora jugaba con el bastón mientras esperábamos, a ratos se lo cruzaba sobre los muslos como una espada sin filo, a ratos lo hacía girar entre sus piernas con la punta en el suelo como si fuera un compás cerrado. No estábamos solos: desde que nos había hecho pasar al salón un camarlengo vestido de calle o chambelán o lo que quiera que fuese (tras los controles), estaba allí inamovible un criado o factótum disfrazado a la antigua (época para mí indefinida, pero vestía librea verde sandía, calzas negras hasta la pantorrilla, medias blancas y zapatillas acharoladas, si bien no peluca de ninguna clase), hombre francamente anciano junto al que Téllez parecía un muchacho. Téllez lo había saludado diciéndole: 'Hola, Segarra', y él había contestado con alegría: 'Buenos días, señor Tello', sin duda viejos conocidos de tiempos menos benévolos. Este anciano tenía el pelo muy blanco y peinado hacia adelante como el de los emperadores romanos y se mantenía en posición poco marcial de firmes junto a una chimenea en desuso sobre la que colgaba un espejo grande y minado; apenas si cambiaba de postura para apoyarse más en un pie o en otro o quitarse con la mano enguantada alguna mota o bolita del otro guante que así pasaba indefectiblemente al primero (ambos blancos, como las medias, éstas recordaban a las de las enfermeras con grumos); y aunque a los pocos segundos me preocupé por su equilibrio y su resistencia, supuse que llevaría tantos años acostumbrado a permanecer de pie que ese sería ya su natural estado y no notaría el cansancio (por lo demás, tenía una butaquita palaciega al lado, quizá se sentara en ella cuando no hubiera testigos). Y alejado de nosotros, en una esquina, había también un pintor senescente con una paleta en la mano y ante sí una tela de considerable tamaño que nos quedaba de espaldas, montada sobre un caballete que le venía pequeño y hacía temer por la estabilidad del lienzo: no hizo caso de nuestra presencia ni nos saludó ni nada, parecía muy absorto en su obra inconclusa, debía de estar concentrándose para aprovechar al máximo los inminentes minutos en que tuviera a su modelo a tiro. No llevaba bonete, pero sí una especie de guardapolvo o carrick azul pavonado. La paleta le bailaba no poco en la mano, el pincel otro tanto cuando daba un retoque (tenía que ser memorístico), su pulso no me pareció muy firme.

Téllez lo miraba de vez en cuando con displicencia y actitud molesta, y al cabo de unos minutos se dirigió a él esgrimiendo una pipa que se había sacado del bolsillo de la chaqueta y le preguntó:

– ¡Eh, oiga, maestro! ¿Le importa a usted que fume? -No se le ocurrió consultarnos a mí ni al paje Segarra.

El pintor no atendió, por lo que Téllez hizo un gesto aún más desdeñoso ('Que lo zurzan', vino a significar más o menos) y empezó a preparársela. Se le cayeron al suelo algunas briznas del tabaco que recogía con la cazoleta y empujaba con el índice. 'Se va a fumar una pipa', pensé, 'esto puede ir para largo, a menos que en verdad tenga muchísima confianza y aunque llegue Solus no vaya a apagarla.' Pero no me atreví a encender a mi vez un cigarrillo. El viejísimo librea disfrazado de antigüedad se acercó vacilante con un cenicero historiado y de mucho peso que cogió de la repisa de la chimenea inútil.

– Aquí tiene el señor, encantado -dijo depositándolo a cámara lenta en la mesita baja que teníamos al lado, no fuera a calcular mal la distancia y a dejarlo caer abismándola.

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