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– Ojo, Juanito -le dijo a Téllez-, tienes desatado el cordón del zapato. -Y señaló el zapato con su dedo de esparadrapo.

Téllez se miró entonces con estupor, verticalmente -de nuevo su cabeza como una gárgola-, luego con renuncia, como quien se encuentra ante un problema irresoluble. Mordió la pipa.

– Ya me lo ataré después, cuando me levante; sentado no hay peligro de que me lo pise.

El Solitario se inclinó entonces hacia él para cuchichearle -el tórax entero sobre el brazo del sillón, temí que fuera a vencerse-, pero no bajó la voz lo bastante o la distancia era demasiado escasa para que yo no oyera-. Dime, ¿quién es? -le preguntó señalándome levísimamente con las cejas y haciendo bailar dos dedos inquietos en el aire-. Se me ha olvidado para qué veníais hoy.

– Es Ruibérriz de Torres: el discurso nuevo -musitó mi padrino mordiendo aún más la pipa (y por lo tanto en verdad entre dientes).

– Ah, sí, este Ruibérriz de Torres -dijo el Llanero con tranquilidad y ya en voz alta; y se volvió hacia mí-. A ver qué me vas a escribir, ya te puedes andar con cuidado.

No había amenaza en su tono, más bien tendencia a la broma. Es prerrogativa de Only the Lonely tutear a quien tenga delante aunque no lo conozca e independientemente de su edad, condición o título, jerarquía y sexo. La verdad es que la práctica hace muy mal efecto, si yo fuera él renunciaría a ese privilegio. Yo había decidido llamarle de usted y 'señor', tanto al dirigirme como al referirme a él, esto es, 'el señor' en el segundo caso. Lo juzgaba suficientemente respetuoso y no me confundiría, y además me daba lo mismo que luego me regañara Téllez.

– Con todo el cuidado del mundo, señor -dije-. Seguiré al pie de la letra las instrucciones que tenga a bien darme. Usted dirá. -Me pareció que estas primeras palabras me habían salido bastante serenas y circunspectas, aunque él no parecía engolado ni particularmente ceremonioso. Pensé que quizá podía haberme ahorrado las dos últimas, de pronto me chirrió el 'usted' e iban demasiado al grano.

Only You se sentó más recto (había quedado ladeado tras susurrarle a su cortesano), como si por fin se centrara en aquello a lo que estábamos. Cruzó las manos sobre las rodillas cruzadas (llegaba bien, de sobra, los brazos muy largos) y dijo pensativo aunque con buen ánimo:

– Mira, Ruibérriz, vamos al grano: la verdad es que estoy cansado de que nadie me conozca al cabo de veinte años. No es que yo crea que la gente lea o preste mucha atención a mis discursos, pero por algo se empieza, no hay muchas más maneras de que se me conozca sin hacer el ridículo, la mayoría me están prohibidas. Lo que es seguro es que nadie puede tragarse los que vengo soltando desde hace la tira de tiempo, y no se lo reprocho a nadie, hasta a mí me producen bostezos. -Dijo 'desde hace la tira de tiempo', lo cual no me pareció muy elevado; supongo que 'tragarse' podía tragarse en su boca, en cambio-. Los del gobierno tienen siempre la mejor voluntad, y no digamos los escritores. Demasiada buena voluntad, seguramente, cuando me hacen un trabajito se revisten de realeza, o de lo que ellos creen que ha de ser la realeza, como pavos. Unos se inspiran en otros, no hay ninguno que no pida ver algunos de los anteriores discursos cuando se le hace el encargo, y eso se convierte… ¿cómo es la expresión, Juanito?

– ¿En un círculo vicioso? -sugirió Téllez.

– No, hombre, no, no iba a dudar sobre eso -contestó el Único-. Otra. Lo que gira sobre sí mismo sólo para repetirse y volver a su sitio.

– ¿El eterno retorno? ¿Una aguja de marear? -apuntó más dubitativo Téllez.

– ¿Una brújula? -se adhirió la señorita al último sesgo, con cierto oportunismo. Nunca había sido presentada. Tenía agradables piernas de muslos gordos, favorecida una de ellas por la mínima carrera, en realidad no era extraño que se le reventaran las medias.

– No, qué decís, nada de eso, qué tendrá que ver. Otra cosa, sí, hombre, la vuelta entera y otra vez donde estábamos.

Vi que el pintor Seguróla levantaba el brazo con el pincel en la mano, como si fuera un niño aplicado que sabe la respuesta en clase. Eso quería decir que ahora sí estaba escuchando, quizá porque miraba al Solo con intensidad y sin tregua -mirada de fuego-, era de desear que sólo para pintarlo. Solus también lo vio y alzó la barbilla hacia él con hastío y sin fe, como diciéndole: 'A ver con qué nos vas a venir tú ahora.'

– ¿La rueda de la fortuna? -dijo entonces Seguróla, no desprovisto de ilusión y con talante renacentista.

El Solitario abatió una mano en el aire dando al artista plástico por imposible.

– Sí, hombre, y la ruleta rusa, y un satélite, mira este -dijo-. Bueno, da lo mismo, a lo que iba: yo me doy cuenta de que no se conoce mi personalidad, cómo soy, y quizá tenga que ser así mientras viva; pero mientras vivo no puedo dejar de pensar que tal como van las cosas voy a pasar a la historia sin atributos, o lo que es peor, sin un atributo, lo cual es lo mismo que decir sin carácter, sin una imagen nítida y reconocible. No me gustaría que se me recordara tan sólo con frases como 'Era muy bueno' o 'Hizo mucho por el país', aunque no estén mal, no me quejo, tantos otros no han tenido ni eso, y esas apreciaciones confío en poder conservarlas hasta que me llegue el día. Pero no me basta si yo puedo remediarlo en algo, llevo algún tiempo dándole vueltas al asunto y no sé qué hacer, no lo tengo fácil después de tantos años. No quisiera empañar mi ejecutoria, como ahora se dice, pero no se me escapa que son más memorables aquellos que dudaron mucho, o que traicionaron, o que cometieron crímenes o fueron crueles; los que padecieron desvarios graves o llevaron vida de crápulas, los muy sufrientes y los tiranos, los abusivos y escandalosos y los muy desdichados, los trastornados y aun los pusilánimes, los barbazules. En suma, los más cabrones. -Esa fue la palabra que empleó, pero la verdad es que no chocó en el contexto y aun quedó convincente, retóricamente-. En todos los países es lo mismo, basta con echar un vistazo a sus respectivas historias: más llamativos cuanto más denostados. Tampoco quiero que se me vea meramente como el Añorado, a los que vengan detrás no estaría bien jugarles tan mala pasada.

Se quedó callado un momento, como si estuviera contemplando sus propias exequias y viendo el futuro que aguardaba a sus sucesores varios. Seguía abrazándose la rodilla derecha, pero su expresión se había hecho un poco añorante, quizá se estaba añorando a sí mismo anticipadamente. Yo no quería interrumpir pero tampoco dar lugar a silencios, Téllez me había recomendado evitarlos. Esperé un poco. Esperé otro poco. Tenía ya una frase en la punta de la lengua cuando por fin se me adelantó Téllez:

– Pero no podéis cometer villanías ni atraeros desgracias, señor, por ese motivo -le dijo levemente angustiado-. Quiero decir tropelías -rectificó en seguida la connotación incompatible.

'Santo cielo, le llama de vos', pensé, este hombre es en verdad un entusiasta.'

– Descuida, Juanito, no pienso hacerlo contestó el Llanero dándole una palmadita en la mano con una de sus tiritas: le dio un poco fuerte en la mano floja que sostenía la pipa, que salió volando humeante. Vi cómo Segarra la contemplaba en el aire con aprensión indecible (dos dedos enguantados sobre los labios), temiendo que fuera a caer sobre la cabeza o el traje de mundo de Only the Lonely (de haber sido joven habría corrido para cazarla al vuelo). Por suerte se estrelló contra el cenicero, ahí se vio la ventaja de que éste fuera enorme; rebotó dos veces y con tanta fortuna que no se partió, así que Téllez la recogió como se atrapa una pelota rebelde de ping-pong y sin dilación sacó una cerilla y le aplicó otra llama, mientras él y Only You, la señorita y yo, Seguróla y Segarra desde la distancia, reíamos todos brevemente al unísono. La risa de la joven fue la más aparatosa: estuvo a punto de salírsele de la chaqueta el teléfono por culpa de las sacudidas un poco histéricas, y temí que fuera a malquistar al Único con sus movimientos tan bruscos. Luego éste prosiguió, era de esos hombres que no pierden el hilo, suelen ser personajes temibles-: Pero eso no quita para que en las escasas ocasiones que tengo de dirigirme a la gente quiera que se me adivine más, y se me reconozca. Por supuesto que nadie cree que esos discursos los escriba yo, en realidad la cosa es fantástica: todo el mundo sabe positivamente que no los escribo yo, y sin embargo todo el mundo los recoge y se ocupa de ellos como si fueran en verdad mis palabras y reflejaran mi pensamiento particular. Los periódicos y las televisiones dicen tan tranquilos que yo dije tal cosa o que dejé de mencionar tal otra, y fingen atribuirle a eso mucho significado y alguna importancia, fingen entender entre líneas y ver oscuras alusiones o incluso reproches, cuando ellos son los primeros en saber que de cuanto yo he leído en todos estos años no soy en modo alguno el responsable auténtico ni directo, es decir, que como mucho he dado mi visto bueno, o ni siquiera yo sino mi Casa; que a lo sumo he suscrito o hecho mías (un mero nihil obstat, no más) unas palabras que nunca son mías, sino de cualquiera o de muchos distintos o de esa cosa vaga llamada la institución, en realidad de nadie. Todo esto es un fingimiento fantástico al que nos prestamos todos, desde yo mismo hasta los políticos y la prensa hasta los pocos lectores o telespectadores, los ciudadanos tan candidos o con tan buena fe como para fijarse en lo que se supone que digo y pienso. -El Solo hizo una pausa, o más bien se quedó de nuevo callado mientras se acariciaba una sien meditativo. Vi que la tirita del dedo índice derecho se le estaba levantando un poco por causa de estas caricias absortas, me pregunté qué dejaría al descubierto si se le desprendía: ¿un corte, una quemadura, una llaga, mercromina, forúnculo, un callo efecto del futbolín y el flipper? Me regañé a mí mismo por tener tales pensamientos, había que ser muy vicioso de estos juegos recreativos para que a uno le saliera callo. A mí aún me divierte y relaja jugar a ellos, pero si me falta tiempo cuánto no iba a faltarle a Solus, siempre tan ocupado e institucionalizado, en el supuesto improbable de que le gustaran semejantes entretenimientos. Deseché la irreverente idea, se habría hecho lo que fuera esquiando o por dar mucho la mano. También me pregunté de nuevo si debíamos permitir tanto silencio. Pero esta vez fue la señorita quien me impidió caer en las tentaciones (la carrera se le iba agrandando, y más que levemente disoluta empezaba a parecer una perdida):

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