El hombre calló. En el silencio sólo turbado por el finísimo bordoneo de la cinta de la grabación, se oyeron sollozos femeninos. Álvaro escuchaba con atención. Temió que oyeran el zumbido del casete y lo tapó con su cuerpo. La mujer lloraba en silencio. Del ventanuco le llegó la sintonía de una emisora nocturna de radio. Alguien más sollozaba: era el hombre. También balbuceaba palabras que Álvaro sólo captaba como un susurro incomprensible.
Intuyó del otro lado caricias y consuelos. Era el final de la sesión.
Desenchufó el magnetófono con sigilo, cargó con él hasta el comedor y rebobinó la cinta. Un gruñido en el estómago le recordó que tenía un hambre atroz. Fue a la cocina. Preparó sandwiches de jamón, queso y mantequilla y, en una bandeja junto a una lata de cerveza, los llevó al salón. Mientras engullía con avidez, escuchó de nuevo la cinta. Consideró tolerable el sonido de la grabación y magnífico su contenido. Con la satisfacción del deber cumplido, se metió en la cama y durmió de un tirón siete horas.
Esa noche volvió a caminar por un prado muy verde donde relinchaban caballos cuya blancura vivísima lo asustó un poco. Divisó a lo lejos la suave pendiente de la colina e imaginó que estaba encerrado en una enorme caverna, porque el cielo parecía de acero o de piedra. Subía sin esfuerzo por la ladera sin pájaros, sin nubes, sin nadie. Se había levantado un viento áspero y el larguísimo pelo de su cabellera le barría la boca y los ojos. Se dio cuenta de que estaba desnudo, pero no sentía frío: no sentía nada más que el deseo de alcanzar la cima verde de la colina sin pájaros, la puerta blanca con el pomo de oro. Y aceptó con agrado que sobre el césped húmedo de la cima descansaran una pluma y un papel inmaculado, una máquina de escribir desvencijada y un magnetófono que emitía un bordoneo metálico. Y cuando abrió la puerta ya sabía que no podría franquearla, pese a que lo que estaba buscando acechaba del otro lado, algo o alguien le induciría a darse la vuelta, a permanecer de pie sobre la cima verde de la colina, vuelto hacia el prado, la mano izquierda sobre el pomo de oro, la puerta blanca entreabierta.
7
Al día siguiente acudió a casa del anciano. Sobre la mesa de un comedor cuyas paredes revestía un papel descolorido, un tablero erizado de figuras belicosas mostraba que el viejo Montero lo estaba esperando. Álvaro perdió por un momento la seguridad con que había estrechado al entrar aquella mano decrépita y rival. El anciano le ofreció algo de beber; Álvaro lo rechazó agradecido.
Se sentaron a la mesa.
Sabía que era preciso, para conseguir su propósito, lograr un difícil equilibrio: por una parte, su juego debía mostrar una eficacia suficiente no sólo para no aburrir al viejo -una prematura victoria de éste arrojaría por la borda todas las expectativas de Álvaro-, sino también para mantenerlo en jaque durante toda la partida y, a ser posible, hacer patente su propia superioridad, de modo que estimulase el deseo del viejo de batirse de nuevo con él; por otra parte -y esta condición era quizá tan indispensable como la anterior-, debía salir derrotado, al menos en este primer enfrentamiento, para halagar la vanidad del viejo, para romper su cerrazón y, de este modo, conseguir que se mostrase más expansivo y pudiera establecerse entre ellos una relación más estrecha y sostenida de la que autorizaba el mero enfrentamiento ante el tablero.
No le sorprendió la salida del anciano. Álvaro respondió con cautela; los primeros movimientos eran previsibles. Pero enseguida el viejo Montero desplegó sus piezas en un ataque que a Álvaro le pareció precipitado y que por ello mismo le desconcertó. Trató de defenderse con orden, pero el nerviosismo lo ganaba por momentos mientras observaba que su contrincante se abría con una feroz seguridad en sí mismo. En pleno desconcierto, abandonó un caballo en una posición comprometida y hubo de sacrificar un peón para salvarlo. Se encontraba en una situación incómoda y el viejo Montero no parecía dispuesto a ceder la iniciativa. El anciano comentó en tono neutro que su último movimiento había sido muy desafortunado y que podía costarle muy caro. Espoleado por el matiz de desprecio o amenaza que creyó reconocer en sus palabras, Álvaro trató de sobreponerse. Un par de movimientos anodinos del anciano le concedieron un respiro y pudo reorganizar sus piezas. Cobró un peón y equilibró la partida. Entonces el viejo Montero cometió un error: en dos movimientos, el alfil blanco, acorralado, estaría a merced de Álvaro. Juzgó que la ventaja que esa pieza le concedería iba a obligarle, si no quería verse en el compromiso de ganar la partida, a jugar muy por debajo de donde lo había hecho hasta entonces, y con ello cabía la posibilidad de despertar sospechas en el anciano, que no entendería una derrota de Álvaro en condiciones tan favorables y con su nivel de juego. Maniobró para no acorralar al alfil; lo consiguió. La partida se había estabilizado.
Entonces Álvaro intentó entablar conversación; el viejo Montero respondió con monosílabos o evasivas: había advertido que Álvaro no era un rival cómodo y estaba sumergido hasta el cuello en la partida. Era evidente que tenía que pasar aún algún tiempo antes de que el anciano bajase la guardia, antes de que la relación que los unía dejara de ser sólo una cuestión de rivalidad. Por lo demás, no convenía precipitarse: si la enfermiza desconfianza de su anfitrión intuía un intento sospechosamente prematuro de acercamiento, no era imposible que reaccionase redoblando sus defensas, de modo que cualquier relación posterior resultara inviable.
El viejo ganó la partida. No sabía ocultar su satisfacción. Afectuoso y expansivo, comentó durante un rato la disposición de las piezas en el momento del mate, redistribuyó las fichas para colocarlas en la posición en que se encontraban cuando concibió el asalto final, discutieron algunos pormenores, propusieron posibles variantes. Álvaro declaró que no consideraba una hipérbole afirmar que la jugada había sido perfecta. El anciano le invitó a un vaso de vino. Álvaro se dijo que el alcohol es locuaz y que es proclive a las confidencias, pero recordó que había optado por la prudencia en esa primera visita y decidió que, por esa vez, el viejo Montero se quedara con las ganas de hablar. Fingiendo cierto resquemor por la derrota -cosa que sin duda alimentaría aún más la vanidad del anciano-, pretextó una excusa y, una vez hubo concertado una cita para la siguiente semana, se despidió.
8
A partir de ese día se consagró de lleno a la redacción de la novela. Su trabajo febril sólo se veía interrumpido por las asiduas reyertas que el matrimonio Casares sostenía. A las discusiones que provocaban las borracheras y las salidas nocturnas seguían indefectiblemente las caricias y las reconciliaciones. Álvaro había adquirido tal destreza en la grabación que ya ni siquiera necesitaba asistir -a menos que una pasajera recaída de su ritmo de trabajo aconsejara servirse de ese estímulo crudamente real- a las a menudo fatigosas y siempre reiterativas discusiones. Bastaba conectar el magnetófono en el momento adecuado para poder regresar enseguida a su despacho y proseguir con tranquilidad su trabajo. Por otro lado, el deterioro de sus relaciones había repercutido sobre el aspecto exterior de los Casares: la ligera tendencia a la obesidad que le prestaba a él un aire confiadamente satisfecho se había convertido ahora en una gordura grasienta y servil; la palidez casi victoriana de ella, en una piel blanquinosa y marchita que revelaba cansancio.
Álvaro no lamentaba que la periodista no hubiese vuelto a pedirle patatas o sal. Comprendía, en cambio, el peligro que entrañaba la marcha de sus relaciones con la portera. Nadie podrá exagerar nunca el poder de las porteras, se dijo. Y enfrentarse abiertamente con la suya era un riesgo que no debía correr; por eso trató de reconciliarse con ella.