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Bajó a visitarla de nuevo. Le explicó que hay momentos en que un hombre no es él mismo, pierde los estribos y es incapaz de controlarse; en esos instantes aciagos, nada de lo que hace o dice debía interpretarse como propio, sino como una especie de malévola manifestación de un genio momentáneo y abyecto. Por ello pedía que lo disculpara si, en alguna ocasión, su comportamiento no había sido todo lo caballeroso que cabría esperar de él.

La portera aceptó encantada sus disculpas. Álvaro se apresuró a añadir que en ese momento se encontraba en un punto particularmente delicado de su trayectoria profesional, cosa que no sólo explicaba sus posibles accesos de malhumor, sino que exigía por su parte una entrega absoluta y sin concesiones a su labor, por lo que le iba a resultar de todo punto imposible cultivar su trato y gozar de su compañía durante algún tiempo. Nada le resultaba más penoso, pero era obligado que pospusieran su amistad hasta que las circunstancias fueran más propicias. Ello no impedía, claro está, que sus relaciones, pese a desarrollarse en un plano estrictamente superficial, estuvieran presididas por una cordialidad ejemplar. Hechizada por la florida retórica auto-exculpatoria de Álvaro como una serpiente por el sonido de la flauta del encantador, la portera asintió complaciente a todo.

En casa del viejo Montero continuaron las partidas. Álvaro advertía con agrado que se desarrollaban siempre bajo su control: él decidía los intercambios de piezas, preveía la disposición de los ataques, dictaba el talante del juego y propiciaba una calculada alternancia de victorias y derrotas que mantenía la rivalidad e invitaba a la intimidad entre los dos rivales. Poco a poco, las conversaciones previas o posteriores al juego se dilataron hasta abarcar más tiempo que la propia partida. No sin sorpresa al principio, observó que el anciano consumía cantidades insólitas de alcohol para un hombre de su edad, que le volvían de una locuacidad desordenada y obsesiva. Álvaro se mantenía a la expectativa.

El viejo Montero hablaba sobre todo de política. Siempre había votado a la extrema derecha y creía que la democracia es una enfermedad que sólo las naciones débiles padecen, porque implica que las élites dirigentes han declinado su responsabilidad en la masa amorfa del pueblo, y un país sin élite es un país perdido. Por lo demás, estaba basada en una quimera: el sufragio universal; el voto de una portera no podía tener el mismo valor que el voto de un abogado. Álvaro asentía y enseguida el anciano pasaba a criticar con acidez al gobierno. Sus dardos, sin embargo, se dirigían de preferencia a los partidos de la derecha. Consideraba que habían claudicado de sus principios, que habían renegado de su origen. A Álvaro le conmovía a veces el rencor sentimental de sus reproches.

También hablaba de su pasado militar. Había tomado parte en la batalla de Brunete y en la del Ebro, y refería con emoción historias de muertes memorables, de polvaredas y heroísmo. Un día explicó que en una ocasión había visto de lejos al general Valera; otro, evocó la muerte en sus brazos de un alférez provisional, que se desangró mientras lo trasladaban a un puesto de socorro alejado de la primera línea del frente. Alguna vez se le saltaron las lágrimas.

Álvaro comprendió que la desconfianza del viejo no se dirigía hacia individuos concretos, sino que era un rencor general contra el mundo, una suerte de enconada reacción de la generosidad traicionada.

Su única hija vivía en Argentina; de vez en cuando le escribía. Él, por su parte, guardaba los ahorros de toda su vida para legárselos a sus nietos. Un día, en plena exaltación alcohólica y tras referirse a los que lo heredarían, aseguró con orgullo que disponía de mucho más dinero del que su vida modesta dejaba sospechar. Con idéntico orgullo, declaró que desconfiaba de los bancos, mezquinos inventos de usureros judíos. Entonces se levantó (había un brillo etílico en sus ojos viscosos) y descubrió una caja de caudales empotrada en la pared, oculta tras un cuadro que imitaba un paisaje neutro.

Álvaro se estremeció.

Al cabo de unos segundos, Álvaro reaccionó y dijo que desde hacía tiempo a él también le rondaba la cabeza la idea de sacar su dinero del banco y meterlo en una caja fuerte, pero que no se resolvía a hacerlo porque no estaba convencido de que fueran seguras y le daba mucha pereza acudir a informarse a una tienda. Con el mismo entusiasmo que si tratara de venderla, el anciano encareció las virtudes de la caja y se demoró en la explicación del sencillo funcionamiento de su mecanismo. Afirmó que era mucho más segura que un banco y que sólo la cerraba cuando salía de casa.

Ese mismo día, Álvaro invitó al matrimonio Casares a cenar.

A las nueve en punto se presentaron en su casa. Se habían engalanado para la ocasión. Ella llevaba un vestido violeta y anticuado, pero su peinado era elegante y la sombra de pintura que oscurecía sus labios, párpados y pómulos realzaba paradójicamente la palidez de su rostro; él estaba embutido en un traje estrecho, y su enorme barriga sólo permitía que se abrochara un botón de la chaqueta, de manera que dejaba a la vista la pechera floreada de una camisa de bautizo asturiano.

Álvaro estuvo a punto de reírse del aspecto patético que ofrecían los Casares, pero enseguida comprendió que esa cena representaba para ellos un acto social no desprovisto de cierta importancia y sintió una especie de compasión hacia la pareja. Esto le infundió una gran confianza en sí mismo; y por eso, mientras consumían el aperitivo que había preparado y escuchaban sus últimas adquisiciones discográficas, supo encontrar temas de conversación que paliasen la relativa incomodidad inicial y relajasen el envaramiento que los atenazaba. Conversaron sobre casi todo antes de sentarse a la mesa y Álvaro no dejó de observar que la -mujer fumaba uno tras otro, con manos nerviosas, varios cigarrillos, pero se abstuvo de hacer comentario alguno.

Durante la comida, el hombre habló y rió con una alegría estentórea que a Álvaro le pareció excesiva y, pese a su aspecto demacrado, la mujer se mostraba visiblemente complacida ante la contagiosa vitalidad del marido. Álvaro, sin embargo, fiado en el respeto que inspiraba, no soltó las riendas del diálogo, y aunque tendía a inhibirse cuando se enfrentaba a una personalidad más vigorosa o desbordante que la suya, atinó a llevar la conversación a su terreno. Habló de la vida de barrio, de las peculiares relaciones que se establecían entre los vecinos; inventó unas discordias dudosamente divertidas' con los porteros. Después se centró en sus relaciones con el viejo Montero: las largas partidas de ajedrez, las conversaciones que las precedían y seguían, la áspera desconfianza inicial sólo difícilmente suavizada con el tiempo; también se demoró en los numerosos pormenores que hacían de él un individuo excéntrico. En la sobremesa, mientras tomaban café y coñac, se interesó discretamente por la situación laboral de su vecino. La pareja se ensombreció. Afirmó el hombre que todo continuaba igual; no sabían cómo agradecerle todas las molestias que se había tomado por ellos. Álvaro declaró que se consideraba pagado con la satisfacción que le deparaba cumplir con su obligación de amigo y vecino. Dijo que, por su parte, había hecho averiguaciones en su reducido ámbito, pero que el resultado había sido nulo; a su juicio, la situación no tenía visos de mejorar, al menos a corto plazo. De cualquier manera, proseguiría sus averiguaciones y, en cuanto tuviese noticia de algún puesto de trabajo, se lo comunicaría de inmediato.

Continuaron charlando un rato. Quedaron citados para el martes siguiente. Se despidieron.

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