– Muchas gracias por todo.
Nunca se había preguntado por qué no había olores ni ruidos y quizá por eso entonces le sorprendió aún más su presencia, aunque no era imposible que hubieran aparecido también otras veces; pero lo más curioso era esa vaga certeza de que ya nada ni nadie le impediría llegar hasta el fin. Caminaba por un prado muy verde con olor de hierba y árboles frutales y estiércol, aunque ni árboles ni estiércol veía, sólo el suelo verdísimo y los caballos relinchando (blancos y azules y negros) contra un cielo de piedra o acero. Subía por la dulce pendiente de la colina mientras un viento seco erizaba su piel desnuda, y casi con nostalgia se volvía hacia el valle que iba dejando atrás como una estela verde poblada de relinchos de cal. Y sobre la cima de la colina verdísima revoloteaban pájaros color polvo que iban y venían y emitían grititos metálicos que eran también agujas heladas. Y llegó jadeante a la cima, y supo que ya nada ni nadie le impediría vislumbrar lo que del otro lado acechaba, y empuñó con su mano izquierda el pomo de oro y abrió la puerta blanca y miró.
10
Al día siguiente no le sorprendió que el anciano no apareciera por el supermercado. Tenían una partida pendiente para esa mañana, pero Álvaro no se movió de casa. Estuvo fumando cigarrillos y bebiendo café enfriado hasta que, hacia el mediodía, llamaron a la puerta. Era la portera; la sangre había huido de su rostro. No le resultó muy difícil deducir de sus gemidos y aspavientos que había encontrado el cadáver del anciano al disponerse a hacer la limpieza diaria de su casa. La sentó en un sillón, trató de tranquilizarla y telefoneó a la policía.
Al cabo de un rato, llegó un inspector acompañado por tres agentes. Los condujeron al piso del viejo Montero. Álvaro prefirió no ver el cadáver. La portera no paraba de hablar y gemir. Un hombre maduro y de bigote finísimo, que llegó poco después, fotografió desde ángulos diversos la sala y el cuerpo inerte; enseguida lo cubrieron con una sábana. Los vecinos se arremolinaban en torno a la puerta, algunos se internaban hasta el recibidor de la casa. Álvaro estaba aturdido. La portera se había calmado un poco, pero continuaba hablando; creía que al viejo lo habían asesinado a navajazos. Álvaro buscó con la vista a los Casares entre el grupo de curiosos, pero sólo encontró los ojos asustados de la periodista, que lo miraban de un modo extraño. Un individuo se abrió paso hasta la entrada, donde lo detuvo el agente que estaba apostado allí. El individuo -un joven de gafas graduadas y gabardina gris- afirmó que era periodista y exigió que le dejara entrar, pero el agente sostuvo que tenía órdenes estrictas de no franquearle el paso a nadie. Otros colegas del periodista llegaron más tarde y, después de que éste les informase de la situación, se dispusieron a esperar la salida del inspector, sentados en la escalera o recostados contra el barandal del rellano, fumando y charlando en voz alta. El grupo de vecinos no se decidía a dispersarse y se comportaban como si estuvieran en un velorio.
Al cabo de un cuarto de hora, el inspector salió del piso; los periodistas se abalanzaron sobre él. Dijo que enseguida podrían pasar a hacer fotografías, describió el tipo de heridas que presentaba el cadáver, aseguró que habían sido practicadas con un destornillador; a juzgar por el estado en que se encontraba el cuerpo del anciano, el crimen podría haberse cometido entre la tarde y la noche del día anterior. ¿El móvil? No quería aventurar hipótesis, pero una caja fuerte oculta tras un cuadro había sido abierta y despojada de todo cuanto hubiera podido contener. Esta circunstancia dejaba escaso margen de duda: sí, era posible que el móvil del asesinato hubiera sido el robo. El hecho de que el cadáver se encontrara en el comedor, ¿no indicaba que el asesino conocía a la víctima, puesto que ésta le había permitido entrar en su casa? El inspector repitió que no convenía descartar de antemano ninguna hipótesis; a su juicio, sin embargo, todas eran prematuras. Por el momento no tenía nada más que añadir.
Álvaro regresó a su casa. Recostado contra el ventanal que iluminaba el comedor, contempló la plazuela desierta. Encendió un cigarrillo y se frotó los ojos con la mano derecha. Le dolía un poco la cabeza, pero había recobrado la calma. Previo sin dificultad el decurso de las pesquisas policiales. Como bien había sugerido el periodista, era evidente que sólo un vecino o' alguien a quien la víctima conociera podía haber entrado hasta el comedor. Todos los inquilinos conocían la aspereza del carácter del viejo Montero, pero todos también -la portera, los Casares, la periodista, quizás el resto del edificio- sabían que sólo él había conseguido intimar con el anciano, que sólo él pasaba largas mañanas jugando al ajedrez y charlando en su casa. La portera comprendería con horror por qué le había sonsacado información recurriendo a una treta inconfesable; los Casares revelarían su fijación enfermiza, la constancia de su obsesivo parloteo en torno al viejo, sus propias sospechas acerca del equilibrio psíquico de Álvaro; y la periodista (¡ahora comprendía la extrañeza de su mirada entre el tumulto de los curiosos!) ratificaría sin duda la declaración del matrimonio. Y además estaba el destornillador. Nadie creería que los Casares se lo habían pedido para tratar así de inculparlo, la idea era demasiado descabellada. Todos los indicios apuntaban claramente hacia él; pagaría por un crimen que no había cometido. Era ridículo, sí, grotesco. Con irónica benevolencia, recordó: «On veut bien étre méchant, mais on ne veut pas étre ridicule». Pero no: si de algo estaba seguro era de que no sería él quien denunciase a los Casares. Quizá precisamente por eso, porque sabían que no iba a denunciarlos, le habían pedido el destornillador («Muchas gracias por todo»): habían descubierto sus manejos, las maquinaciones con que había conseguido arruinarles la vida, y ahora iban a cobrárselas con creces (y por eso, también, no habían vuelto a interesarse por las supuestas averiguaciones que llevaba a cabo para que Enrique Casares consiguiera un trabajo). Comprendió entonces que había una secreta justicia en que pagase por ese asesinato; en realidad, el matrimonio era sólo superficialmente responsable de él: una mera mano ejecutora. Él era el verdadero culpable de la muerte del viejo Montero. Irene y Enrique Casares habían sido dos marionetas en sus manos; Irene y Enrique Casares habían sido sus personajes.
Pero eso ya no importaba. Tarde o temprano la policía acabaría acusándole del crimen: eso también era sólo cuestión de tiempo. Ahora lo urgente era acabar la novela antes de que lo interrogaran y lo detuvieran. ¿Cuánto tiempo le quedaba?
Miró de nuevo a la plazuela. Un niño se columpiaba bajo la luz limpia del mediodía. Al volverse, Álvaro creyó reconocer al hijo menor de los Casares. Le pareció que le estaba mirando.
Al día siguiente releyó todo lo que hasta el momento tenía escrito. Consideró que esa primera redacción estaba plagada de errores en la elección del tono, del punto de vista, de la visión que de los personajes ofrecía; la trama misma, en fin, estaba equivocada. Pero se dijo que, si era capaz de reconocer sus errores, quizá no todo su trabajo había sido en vano: identificarlos era ya, de algún modo, haberlos subsanado. Revisó el material almacenado y se dijo que era ingente y que podría resultar de gran utilidad. Por ello, pese a que era preciso redactar de nuevo la novela desde el principio, no sólo podría utilizar gran cantidad de notas y observaciones, sino incluso páginas enteras de la primitiva versión. Ciertos fragmentos (por ejemplo, la introducción teórica) sonaban ahora tan pedantes que hasta podían aprovecharse apenas retocados, porque un nuevo contexto los dotaría de un aire farsesco; también debía preservarse, como aliciente cómico de carácter retrospectivo, el insufrible tono de presunción que emanaba de otros pasajes. Finalmente, comprendió que con el material de la novela que había escrito podía construir su parodia y su refutación.