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– Ese es otro rasgo de Graystone -dijo Sally con convicción-. Puedes confiar en que sepa guardar un secreto.

– ¿Está segura? -preguntó Rosalind, ansiosa.

– Por completo. -Sally se llevó la taza de té a los labios pálidos, bebió un sorbo y apoyó con gesto firme la taza y el platito sobre la mesa-. En fin, mis jóvenes amigas, gracias a la audacia de Augusta y a mi habilidad para obtener invitaciones a tiempo, nos las hemos arreglado para resolver este desagradable incidente sin demasiados problemas. Después de todo, lady Enfield me debía algunos favores. No obstante, creo que aprovecharé la oportunidad para hacer una aclaración.

– Creo que ya sé a lo que te refieres -murmuró Augusta, mientras se servía una taza de té-. Pero no es necesario. Te aseguro que no sólo lord Graystone me echó un aburrido sermón, sino que yo misma aprendí la lección a costa del apuro de Rosalind. Juro que nunca, nunca expresaré por escrito nada que pueda comprometerme luego.

– Tampoco volveré a hacerlo yo. -Rosalind Morrissey apretó el diario contra el pecho-. Qué brutal es ese hombre.

– ¿Quién, Enfield? -Sally esbozó una sonrisa sombría-. Sí, no cabe duda de que es un canalla en lo relacionado a las mujeres, siempre lo ha sido. Pero no podemos negar que durante la guerra se comportó como un valiente.

– No sé qué vi en él -exclamó Rosalind-. Prefiero la compañía de alguien como lord Lovejoy. ¿Qué sabe de él, Sally? Aunque salga pocas veces de casa, usted tiene siempre las últimas noticias.

– Para enterarme del último chisme, no necesito viajar al extranjero. -Sally sonrió-. Tarde o temprano, todo entra por la puerta del Pompeya. En cuanto a Lovejoy, hace poco tiempo que oí hablar de sus encantos. Dicen que son muchos y variados. -Echó una mirada a Augusta-. Tú puedes dar fe, ¿verdad, Augusta?

– La semana pasada bailé con él en la fiesta de Lofenbury -dijo Augusta, recordando al alegre barón de ojos verdes-. Confieso que es muy excitante bailar el vals con ese hombre pero, por otra parte, es misterioso; al parecer nadie sabe mucho de él.

– Creo que es el último descendiente de la familia. Se dice que tiene propiedades en Norfolk. -Sally apretó los labios-. Sin embargo, no tengo idea de que sean prósperas. Rosalind, te aconsejo que no trates de enamorarte de otro cazafortunas.

Rosalind gimió.

– ¿Por qué los hombres más interesantes tienen algún defecto de carácter?

– En ocasiones sucede lo contrario -dijo Augusta suspirando-. A veces, el hombre más interesante percibe un defecto en la mujer que, por casualidad, se siente atraída por él.

– ¿Estamos hablando otra vez de Graystone? -Sally lanzó a Augusta una mirada perspicaz.

– Me parece que sí -admitió Augusta-. ¿Sabes? No niega que tiene una lista de candidatas a condesa de Graystone.

Rosalind asintió con aire grave.

– He oído hablar de esa lista. A todas las mujeres que figuran en ella les resultará difícil acercarse al nivel de perfección que alcanzó Catherine, la esposa anterior. Murió después del año de matrimonio al dar a luz. Sin embargo, dejó en Graystone una impresión indeleble.

– Imagino que fue un ejemplo -aventuró Augusta.

– Un modelo de virtud femenina, según se dice -explicó Rosalind haciendo una mueca-. Pregúntale a cualquiera. Mi madre conocía a la familia y a menudo la citaba como ejemplo. Cuando yo era más joven la vi un par de veces y confieso que me pareció una pedante, aunque muy hermosa. Tenía el aspecto de una madona.

– Se dice que una mujer virtuosa es más valiosa que los rubíes -murmuró Sally-. No obstante, creo que muchos hombres descubren a su propia costa que la virtud, igual que la belleza, está a menudo en el ojo del que ve. Es muy probable que Graystone no busque ya otro dechado de virtudes femeninas.

– Ah, ya lo creo que sí -afirmó Augusta-. Por otra parte, en mis momentos de mayor lucidez pienso que, para una muchacha como yo, espontánea y desinhibida, sería un marido odioso e insoportable.

– ¿Y en tus momentos de menor lucidez? -insinuó Sally con suavidad.

Augusta hizo una mueca.

– En mis horas más sombrías he pensado en tomar en serio los estudios de Herodoto y Tácito, dejar de lado todos mis opúsculos sobre los derechos femeninos y encargar un vestuario entero de vestidos sin escote. No obstante, he descubierto que si tomo una taza de té y descanso unos minutos, ese ataque de locura se me pasa enseguida. Pronto vuelvo a mi modo de ser habitual.

– Gracias a Dios, eso espero. No puedo verte en el papel de ejemplo femenino.

Sally estalló en carcajadas, y todas las presentes en el salón giraron para contemplar al trío que había junto al fuego. Las damas del club Pompeya se sonrieron entre sí, era agradable ver a la patrocinadora divertirse.

Al parecer, Scruggs, que acababa de abrir la puerta del salón, también había escuchado las risas. Augusta alzó la mirada y vio que observaba a la señora bajo las espesas cejas. A la muchacha se le ocurrió que en esa mirada había una curiosa expresión pensativa. Los sorprendentes ojos azules se toparon con la mirada de Augusta, le hizo una reverencia y se volvió. La joven comprendió que le daba las gracias en silencio por hacer reír a su señora.

Unos minutos después, cuando estaba a punto de marcharse del club, Augusta se detuvo a leer las últimas anotaciones en el libro de apuestas que había sobre un pedestal de estilo jónico cerca de la ventana. Cierta señorita L. C. había apostado diez libras a la señorita D. P. porque, antes de fin de mes, lord Graystone pediría la mano de Ángel.

A partir de ese momento, Augusta se sintió sumamente irritada.

– Harry, te juro que en el libro de Pompeya hay una apuesta; es muy divertido.

Peter Sheldrake, reclinado lánguidamente en una silla de cuero, contemplaba a Graystone por encima de su copa de oporto.

– Me alegra que te divierta. A mí no. -Harry dejó la pluma y levantó su propia copa.

– Ya me lo imagino. -Peter rió-. En realidad, el asunto de encontrar una esposa no te divierte demasiado. Se han hecho apuestas en todos los clubes de la ciudad y no me sorprende que las haya también en el Pompeya. Ya sabes que ese grupo de mujeres atrevidas se afana de un modo increíble por imitar los clubes de caballeros. ¿No crees?

– ¿Es verdad eso? -Harry miró ceñudo a su amigo más joven.

Peter Sheldrake padecía un fuerte ataque de aburrimiento. Era un problema bastante común entre los jóvenes de la alta sociedad, en especial los que, como Peter, habían pasado los últimos años en peligrosos juegos de guerra contra Napoleón.

– No te hagas el tonto conmigo, Graystone. ¿Le pedirás permiso a sir Thomas para cortejar a su hija? -Peter insistió pacientemente-. Vamos, Harry, dame un indicio de modo que pueda sacar ventaja de la situación. Ya me conoces: como a cualquier hombre, me gusta hacer una buena apuesta. -Hizo una pausa y lanzó una breve carcajada-. O como a cualquier dama, en este caso.

Harry pensó un momento.

– ¿Crees que Claudia Ballinger sería una buena condesa?

– Por Dios, hombre, no. Es Ángel, un modelo de decoro, un ejemplo. Para serte franco, se parece mucho a ti. Los dos juntos no haríais más que reforzar los peores rasgos de cada uno y un mes después de la boda estaríais aburridos a morir. Pregúntale a Sally si no me crees, ella piensa lo mismo.

Harry alzó las cetas.

– Peter, yo no soy como tú, no necesito constantes aventuras y, desde luego, no deseo una esposa aventurera.

– En ese sentido creo que te equivocas. Lo he pensado bastante y estoy convencido de que lo que necesitas es una esposa vivaz y atrevida. -Peter se puso de pie con un movimiento inquieto y se acercó a la ventana.

El sol poniente arrancó destellos a los elegantemente peinados rizos rubios de Peter y destacó el armonioso perfil. Como de costumbre vestía según el último dictado de la moda. La corbata impecable y la camisa plisada combinaban a la perfección con el corte perfecto de la chaqueta y los pantalones.

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