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– ¿Qué quieres que haga yo? -preguntó Augusta.

Harry sonrió sin alegría y se preparó para librar la batalla.

– Vuelve a casa y ocúpate de hacer el equipaje para volver a Dorset con Meredith.

La joven lo miró.

– Pero Harry, no quiero irme de la ciudad ahora que estamos tan cerca de descubrir al asesino de Sally y la identidad de Araña. Deja que me quede.

– Es imposible. Ahora que Araña conoce la existencia de la lista, nada lo detendrá para conseguirla. -Harry la cogió del brazo y la condujo hacia la puerta-. Peter, ¿crees que a tu novia le gustaría pasar unos días en Dorset?

– Me parece una idea estupenda -respondió Peter-. Dios sabe que estaré ocupado buscando a Araña y estoy seguro de que Augusta disfrutará de su compañía.

– Me gustaría que dejarais los dos de hacer planes como si fuese yo incapaz de pensar -exclamó Augusta-. No quiero ir a Dorset.

– Pues irás -replicó Harry con calma.

– Harry…

Harry pensó rápidamente buscando el argumento más efectivo y al hallarlo lo usó sin piedad.

– Augusta, no sólo me preocupa tu preciosa persona; tengo que pensar en Meredith. Tengo que estar seguro de que mi hija está a salvo. Estamos lidiando contra un monstruo y no sabemos hasta dónde es capaz de llegar.

Augusta quedó azorada.

– ¿Crees que podría amenazar a Meredith? Pero, ¿por qué?

– ¿No es evidente? Si Araña sabe que lo estoy buscando, puede utilizar a Meredith para presionarme.

– Oh, sí, ya comprendo. Tu hija es tu punto débil; ese sujeto debe imaginarlo.

«En eso te equivocas, Augusta: tengo dos grandes debilidades. Tú eres la otra -pensó Harry, pero no dijo nada-. Si cree que estoy preocupado por Meredith, contaré con ella para que la cuide. Tiene el impulso natural de rescatar y defender a los inocentes.»

– Augusta, necesito tu ayuda, saber a Meredith a salvo, fuera de la ciudad y concentrarme en la búsqueda de Araña.

– Sí, por supuesto. -Lo miró con expresión grave, consciente de su responsabilidad-. La cuidaré con mi propia vida, Harry.

Harry le acarició con dulzura la mejilla.

– Y cuidarás también de ti misma, ¿eh?

– Sin duda.

– Os enviaré a Dorset con una escolta que se quedará con vosotras hasta que vaya yo.

– ¡Una escolta! ¿Qué significa eso, Harry? -Era evidente que Augusta estaba alarmada.

– Enviaré contigo a un par de mozos a mi servicio desde hace tiempo.

– En Graystone estaréis a salvo -dijo Peter-. En el campo se conoce todo el mundo y si surge algún merodeador, es reconocido de inmediato. Además nadie podría entrar en la casa sin que los perros diesen la alarma.

– Exacto. -Harry miró a Augusta-. Claudia te acompañará.

Augusta esbozó una sonrisa.

– Yo no contaría con eso. No creo que mi prima esté dispuesta a viajar con tanta precipitación.

– Lo estará -prometió Peter-. Quiero que se aleje de la ciudad tanto como Harry quiere que lo hagas tú.

Augusta lo miró pensativa.

– Entiendo. Estoy segura de que a Claudia le parecerá estupenda la idea de salir de la ciudad sin previo aviso.

Peter se encogió de hombros; al parecer no lo preocupaba que Claudia pudiera resistirse.

Por la mañana, todo estaba listo. En la escalinata de la fachada principal, Harry despedía a su hija. A Meredith le desilusionaba tener que abandonar la ciudad con todas sus diversiones, pero su padre le había explicado que en la propiedad rural había asuntos de los que tenía que ocuparse Augusta. Aceptó la explicación, pero aun así le recordó que aún no había visto los jardines Vauxhall.

– Cuando volvamos aquí, yo mismo te llevaré -le prometió.

Satisfecha, Meredith asintió y lo abrazó con fuerza.

– Me encantará, papá. Adiós.

– Adiós, Meredith.

Harry subió a su hija al enorme carruaje negro; luego se volvió y vio a Agusta que bajaba en ese momento la escalinata. Sonrió al ver el elegante vestido verde oscuro y el frívolo sombrero alto. Su esposa era elegante aun cuando hubiese tenido que hacer deprisa y corriendo el equipaje.

– Entonces, ¿todo está arreglado? -preguntó, deteniéndose frente al conde. Le clavó la mirada, los ojos serios oscurecidos por el sombrero.

– Sí. Tu prima está esperándote en casa. Pronto estaréis todos en camino. Pasaréis la noche en una posada y llegaréis a Graystone mañana por la mañana. -Harry hizo una pausa-. Augusta, voy a echarte de menos.

La joven le dirigió una sonrisa trémula.

– Y yo a ti. Esperamos tu llegada. Por favor, ten muchísimo cuidado.

– Lo tendré.

Augusta asintió y luego, sin advertencia alguna, se puso de puntillas y lo besó en la boca a la vista de Meredith y del grupo de criados que iban y venían. Harry hizo ademán de abrazarla, pero ya era tarde, pues se había apartado.

– Te amo, Harry -dijo.

– ¡Augusta! -Harry hizo un gesto instintivo pero ella ya se había vuelto y subía al coche que la aguardaba.

Harry se quedó mirando el carruaje negro y plateado que se alejaba por la calle y permaneció allí durante largo rato repitiéndose una y otra vez las palabras de despedida de Augusta.

Advirtió que era la primera vez que Augusta lo decía con todas las letras. Y ahora, Harry comprendió que hacía mucho que esperaba oírlas: «Te amo, Harry». Aquella puerta cerrada se abrió de par en par y lo que había tras ella no pareció tan siniestro.

«¡Dios mío, yo también te amo, Augusta! No comprendía hasta qué punto formabas parte de mí.»

Harry esperó hasta que el coche negro se perdió de vista y luego se dirigió a la biblioteca. Se sentó tras el escritorio y desplegó la lista de nombres elaborada por Sally. Al cabo de poco consiguió descifrarla.

Cuando terminó, estudió los once nombres. Algunos pertenecían a otros tantos que habían muerto en la guerra. De otros, Harry sabía que carecían de la inteligencia o el temperamento de Araña, y por último, había quienes no conocía en absoluto, pero sin duda Peter, sí.

El último nombre de la lista atrajo y retuvo su atención. Cuando Peter entró en la biblioteca, Harry permanecía todavía sentado observándolo.

– Bien, ya se han ido sin inconvenientes -informó Peter mientras se dejaba caer en un sillón-. Vengo de dejar a Claudia en el coche. Meredith me pidió que volviera a saludarte y que recordaras que, además de Vauxhall, le encantaría volver a Astley.

– ¿Y Augusta? -Harry trató de parecer indiferente y contenido-. ¿Te ha dado algún recado para mí?

– Me pidió que te repitiera que cuidará de tu hija.

– Es muy leal -dijo Harry en tono quedo-, una mujer a la que un hombre puede confiarle su vida, su honor o su hija.

– Sí, desde luego -dijo Peter con expresión comprensiva. Se inclinó hacia delante-. ¿Qué has descubierto? ¿Algún personaje interesante en la lista?

Sin una palabra, Harry giró la hoja de papel con los nombres alusivos de modo que Peter pudiese leerla, y vio que su amigo apretaba los labios al llegar al último.

– ¡Lovejoy! -Peter levantó la vista-. ¡Por Dios! Todo coincide, ¿no es así? No tiene familia, pasado, ni amigos. Sabía que estábamos haciendo averiguaciones y trató de desviar nuestra atención haciéndonos creer que Richard Ballinger fuera Araña.

– Sí, debió de descubrir que la lista de miembros del Club de los Sables había caído en manos de Sally.

– Y acudió a buscarla. Sally estaba esperándonos y sin duda lo sorprendió, por eso la mató. -La mano de Peter se contrajo formando un puño-. ¡Canalla! -Volvió a reclinarse en el sillón-. ¿Y bien? ¿Cuál será nuestro primer paso?

– Ya es hora de que haga mi segunda visita nocturna a la biblioteca de Lovejoy.

Peter alzó una ceja.

– Iré contigo. ¿Esta noche?

– Si es posible.

Pero no era posible. Por la noche, Lovejoy recibía amigos en casa. Harry y Peter vigilaron desde un coche, en la oscuridad, observando las luces de la biblioteca de Lovejoy que permanecían encendidas hasta el amanecer.

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