– Oh, ya veo. Bueno, vaya entonces. Deben de necesitar ayuda en la cocina -dijo Augusta.
– Sí, su señoría. -Robbie se apresuró a marcharse.
Augusta siguió por el pasillo y se detuvo ante la puerta de Clarissa. Golpeó con fuerza.
– ¡Clarissa! ¿Qué sucede ahí? Abra la puerta inmediatamente. Disponemos de muy poco tiempo.
La puerta se abrió lentamente y mostró a una Clarissa de aspecto desolado todavía en bata, el cabello embutido en una vieja toca de muselina. La línea de la boca expresaba pelea.
– No bajaré, no hay cuidado.
– Clarissa, no diga tonterías. Tiene que bajar. Esta noche le presentaré a mi tío, ¿recuerda?
– Me es imposible bajar a reunirme con sus invitados.
– Se trata del vestido, ¿no es así? Esta tarde, cuando llegaron, temí que le desagradaran los colores.
Entonces, unas inesperadas lágrimas aparecieron en los hermosos ojos de Clarissa.
– ¡Son todos horribles! -gimió.
– Déjeme verlos. -Augusta se dirigió al guardarropas y lo abrió. Colgaba un conjunto de vestidos de tonos intensos que evocaban los de las piedras preciosas. No había grises ni marrones. Augusta asintió, complacida-. Tal como los encargué.
– ¿Que los encargó usted? -exclamó Clarissa, atónita-. Señora, dejé que me convenciera de encargar vestidos para su fiesta, aun considerando impropio asistir a un evento semejante, pero le dije con toda claridad a la modista que quería tonos oscuros y más bien apagados.
– Clarissa, éstos son oscuros. -Augusta señaló uno de seda amatista y sonrió-. Y le sentarán magníficamente. En esta materia, confíe en mí. Y ahora, apresúrese a vestirse. Betsy la ayudará.
– Pero no puedo usar vestidos de colores tan vivaces -repuso Clarissa, frenética.
Augusta le clavó una mirada severa.
– Señorita Fleming, es importante que recuerde dos cosas: la primera, que forma usted parte de la familia del conde y él espera que se vista de manera apropiada a la ocasión. No querrá avergonzarlo…
– Oh, por todos los cielos, no, pero… -Clarissa se interrumpió, con expresión derrotada.
– Y la segunda, que mi tío, si bien es un estudioso, hace ya muchos años que vive en Londres y está acostumbrado a cierto estilo de vestir por parte de las mujeres que frecuenta, ¿comprende lo que quiero decir? -Al decir esto último, Augusta cruzó los dedos.
Sir Thomas no acostumbraba a fijarse en que una mujer llevara un saco por vestido, pero no vendría mal que Clarissa le produjera una buena impresión, con mayor motivo cuando ella misma deseaba impresionar a sir Thomas, aunque solamente fuera por pura pasión intelectual, aunque Augusta abrigaba la esperanza de que entre los dos se desarrollara una relación más amigable.
– Entiendo. -Clarissa se irguió y contempló los vestidos que colgaban en el guardarropa-. No creí que su tío se dejara impresionar por el atavío femenino.
– Lo que sucede -agregó Augusta en tono confidencial- es que ha dedicado toda su vida al estudio de los clásicos, y según tengo entendido, las mujeres de aquella época eran famosas por su elegancia. Baste pensar en Cleopatra y en los bellos drapeados de las esculturas griegas.
– Ya entiendo, sir Thomas debe de haberse formado en el ideal clásico de la apariencia de la mujer, ¿es eso lo que quiere decirme?
Augusta sonrió.
– Exacto. Los vestidos son de corte clásico y Betsy la peinará al estilo griego. Esta noche, cuando baje la escalera, parecerá una diosa de la antigüedad.
– ¿Usted cree? -Clarissa quedó maravillada ante la evocación.
– Betsy se ocupará de ello.
Betsy hizo una reverencia.
– Señora, haré todo lo que pueda.
Augusta alzó las cejas.
– Confío en ti, Betsy. Viste a la señorita Fleming con el vestido amatista. Ahora, debo irme. Sin duda, el conde estará impaciente preguntándose dónde estoy.
Augusta bajó corriendo hasta su dormitorio, abrió la puerta y encontró a Harry. Se detuvo en mitad de su paseo y la miró con aire feroz. Echó un vistazo al reloj con gesto significativo.
– ¿Dónde diablos estabas?
– Lo siento mucho, Harry. -Augusta lo admiró: tenía un aspecto elegante y poderoso con el atuendo en negro y blanco-. Clarissa se resistía a usar otra ropa que no fuese gris o marrón. Tuve que convencerla de que se pusiera uno de los vestidos nuevos.
– No me importa en absoluto cómo se vista Clarisse.
– Sí, eso está fuera de cuestión. ¿Dónde está Meredith? Le dije bien claro que tenía que acudir aquí para que pudiésemos bajar juntos.
– Sigo creyendo que Meredith es demasiado pequeña para asistir a esta clase de ceremonias.
– Tonterías. Ha intervenido en los preparativos y merece que le permitamos participar al menos un rato. Mis padres siempre me dejaban bajar, aunque fuera el tiempo suficiente para presentarme a los amigos. No te aflijas, Harry. Meredith irá a acostarse antes de que lo adviertas.
Harry parecía indeciso pero decidió no discutir el tema. En lugar de ello, paseó la mirada sobre el vestido dorado de Augusta.
– Tenía la impresión de que comenzarías a encargar escotes más discretos.
– La modista se equivocó en los cálculos -dijo Augusta-. Ya no hay tiempo de arreglarlo.
– ¿Un error de cálculo? -En dos zancadas, Harry se acercó a ella e introdujo un dedo en el corpiño. Lo deslizó con lentitud, acariciando el pezón.
Augusta contuvo el aliento en parte por la impresión y en parte porque siempre reaccionaba salvajemente a las caricias del conde.
– ¡Harry! Basta ya.
El hombre sacó el dedo sin prisa, con los ojos grises resplandecientes.
– Augusta, el error de cálculo debió de ser tuyo. Más tarde lo comprobarás, cuando acuda a tu habitación.
Augusta primero parpadeó y luego la risa burbujeó en su interior.
– ¿Me vas a medir?
– Con sumo cuidado.
Un golpe en la puerta evitó a Augusta tener que responder. Abrió y encontró a Meredith, con expresión seria. Augusta observó el adorable vestido de muselina blanca, adornado con cintas y encaje.
– ¡Caramba, Meredith, tienes un aspecto exquisito! -Augusta se volvió a Harry-. ¿No crees que está radiante?
Harry sonrió.
– Un diamante de primera. Esta noche mis dos damas opacarán a todas las demás.
La expresión ansiosa de Meredith se transformó en una sonrisa luminosa ante la aprobación del padre.
– Papá, tú también estás muy guapo esta noche. Y Augusta.
– Entonces, vayamos a saludar a esa muchedumbre que colma la casa -dijo Harry.
Harry cogió a su esposa del brazo y a su hija de la mano. Mientras los tres descendían las escaleras. Augusta sintió que la inundaba la alegría.
– Harry, esta noche parecemos una familia real -murmuró mientras entraban en el salón, donde estaban reuniéndose los invitados.
El conde le lanzó una extraña mirada, pero Augusta lo ignoró: estaba demasiado concentrada en sus deberes de anfitriona.
Augusta revoloteó entre los invitados, seguida de Meredith que abría los ojos, maravillada. Con orgullo, presentó a su hijastra a los que no la conocían, se aseguró de que todos tuvieran con quién conversar y vigiló el suministro de bebidas.
Satisfecha de que todo marchara con fluidez en esta primera ocasión como anfitriona, se detuvo ante el pequeño grupo formado por Harry, sir Thomas, Claudia y Peter Sheldrake.
Al verla, Peter sonrió aliviado.
– Gracias a Dios que ha acudido usted. Están abrumándome con el relato de antiguas batallas. Le aseguro que ya he perdido la noción de los griegos y romanos famosos.
Claudia, angelical como nunca con un elegante vestido azul muy claro, adornado de plata, sonrió.
– Tío Thomas y Graystone se han sumergido en uno de sus temas favoritos. Al parecer, el señor Sheldrake se aburre.
Peter se ofendió.
– No me aburro, señorita Ballinger. En absoluto, mientras esté usted cerca. Pero la historia no es mi tema favorito e incluso por su parte debería admitir que, después de un rato, los interminables detalles de tales batallas resultan un tanto tediosos.