– Pero no es lo mismo. Eran hombres muy diferentes. -Augusta se desesperó-. Eran imprudentes y audaces, y en ocasiones, quizá demasiado. De cualquier modo, tampoco querría que retaran ellos a Lovejoy. Repito: todo fue por mi causa.
– Augusta…
La muchacha dio un tirón de advertencia a las solapas.
– No quiero que nadie arriesgue su vida por algo que hice yo. Por favor, Harry, dame tu palabra de que no lo harás. No soportaría que te pasara algo por mi culpa.
– Pareces muy segura de que sería yo quien perdiera el duelo -dijo-. Tendría que ofenderme de tu falta de confianza en mi habilidad con la pistola.
– No se trata de eso. -Movió la cabeza desesperada por asegurarle que no debía sentirse avergonzado-. Es que algunos hombres, como le pasaba a mi hermano, tienen mayor tendencia a las actividades peligrosas. Pero tú no. Tú eres un estudioso, señor mío, no un extremista de sangre caliente ni un deportista.
– Augusta, comienzo a pensar que sientes cierto afecto por mí, aunque no tengas buena opinión de mis habilidades duelísticas.
– Por supuesto que tengo buena opinión de ti, Harry. Siempre te tuve simpatía. Incluso en los últimos tiempos cobré por ti cierto grado de cariño.
– Comprendo.
Al percibir el suave tono burlón, Augusta sintió que le ardían las mejillas. Acababa de permitir que ese hombre le hiciera el amor sobre los cojines de un coche… ¡y le decía que sentía «cierto grado de cariño» por él! La consideraría una perfecta estúpida. Por otra parte, no podía decirle que estaba locamente enamorada. No era momento ni lugar para una declaración apasionada. Todo era muy caótico.
– Harry, esta noche te has portado muy bien conmigo y no quisiera que sufrieras a causa de mis actos -concluyó Augusta, decidida.
Harry guardó silencio largo rato y luego esbozó una sonrisa carente de alegría.
– Augusta, hagamos un trato. No retaré a duelo a Lovejoy si me das tu palabra de que no discutirás más conmigo respecto al casamiento.
– Pero, Harry…
– Es un trato, querida.
La joven lanzó un hondo suspiro reconociendo que no tenía escapatoria.
– De acuerdo.
– Magnífico.
De pronto, Augusta entrecerró los ojos con expresión suspicaz.
– Graystone, si no te conociera juraría que eres un bruto demasiado astuto e inteligente.
– Ah, pero me conoces muy bien y puedes desechar esa conclusión, ¿no es así, querida? No soy sino un estudioso de los clásicos más bien esforzado y aburrido.
– Que hace el amor en los coches y sabe abrir cerraduras y cajas de seguridad.
– En los libros se aprenden las cosas más asombrosas. -Le besó la punta de la nariz-. Ahora, entra y quítate esos condenados pantalones. Son impropios de una dama. Prefiero que mi futura condesa lleve un atuendo más femenino.
– Eso no me sorprende, milord. -Se volvió para irse.
– Augusta…
Miró sobre el hombro y vio que Harry buscaba algo en el bolsillo del abrigo y sacaba un pequeño paquete.
– Dime.
– Creo que esto es tuyo. Confío en que no volverás a meterte en una situación similar para tener que empeñarlo otra vez.
– ¡El collar! -El rostro de la joven se iluminó con una sonrisa mientras asía el talego. Se puso de puntillas y le dio un breve beso en el mentón-. Gracias. No te imaginas cuánto significa para mí. ¿Cómo lo has encontrado?
– La persona que te lo compró estaba ansiosa por deshacerse de él -respondió Harry en tono cortante.
– Por supuesto, te devolveré las mil libras que obtuve -se apresuró a afirmar la joven, embelesada por haber recuperado el collar.
– No importa. Considéralas un adelanto de los pactos conyugales.
– Es muy generoso de tu parte, pero no puedo aceptar semejante regalo.
– Acéptalo -dijo Harry con frialdad-. Recuerda que soy tu prometido y tengo el privilegio de hacerte algún regalo. Por otra parte, me consideraré recompensado si has aprendido la lección.
– Respecto a Lovejoy, no temas, ya la he aprendido. No volveré a jugar con él -Augusta hizo una pausa sintiéndose sobremanera generosa-, y tampoco bailaré con él de ahora en adelante.
– Augusta, ni le dirigirás la palabra. ¿Entendido?
– Sí, Harry.
La expresión del conde se suavizó al tiempo que la recorría con la mirada. Aquella mirada posesiva la hizo estremecerse.
– Vete, querida -dijo Harry-, se hace tarde.
Augusta dio media vuelta y corrió hacia la casa.
Al día siguiente, poco después de mediodía, Harry fue conducido a la pequeña biblioteca de Lovejoy. Estudió la habitación con aire negligente y vio que todo se encontraba en su sitio tal como la noche anterior, incluyendo el globo junto a la estantería.
Lovejoy se respaldó en la silla tras el escritorio y observó al inesperado visitante con aparente interés. Pero en sus ojos apareció un brillo de desasosiego.
– Buenos días, Graystone. ¿Qué lo trae por aquí?
– Un asunto personal. No requerirá mucho tiempo.
Harry se sentó en la silla de respaldo alto cerca del hogar. Contra lo que suponía Augusta, no pensaba desafiar a duelo a Lovejoy. Era necesario conocer al enemigo antes de decidir la forma de lidiar con él.
– ¿Un asunto personal, dice? Confieso que me sorprende. No pensé que la señorita Ballinger recurriera a usted para resolver una deuda de juego. De modo que le ha pedido que pague en su nombre, ¿no es así?
Harry elevó una ceja con aire interrogante.
– En absoluto. No estoy al tanto de ninguna deuda. Con todo, nunca deben hacerse presunciones respecto a la señorita Ballinger. Mi novia es imprevisible.
– Eso tengo entendido.
– Sin embargo, conmigo pasa lo contrario. Creo que debería usted saberlo, Lovejoy. Si afirmo algo, por lo general lo ejecuto.
– Comprendo. -Lovejoy jugueteó con un pesado pisapapeles de plata labrada-. ¿Y qué es lo que se propone?
– Proteger a mi prometida de la clase de juegos a que parece usted aficionado a jugar con mujeres.
Lovejoy le dirigió una mirada ofendida.
– Graystone, no es culpa mía que en ocasiones su novia disfrute de jugar unas manos. Si es verdad que piensa casarse con ella, sería conveniente que examinara su carácter. Tiene tendencia a los entretenimientos imprudentes. Es una inclinación de la familia, según se dice, al menos, de la rama Northumberland.
– Lo que me preocupa no es la inclinación de mi prometida por las cartas.
– ¿No? Eso creía. Una vez disponga de su fortuna, se volverá aún más aficionada a los juegos de azar. -Lovejoy esbozó una sonrisa significativa.
Harry respondió con una sonrisa serena.
– Le repito: no me preocupa el tipo de entretenimientos que agraden a mi novia. Lo que me trae aquí es el hecho de que haya mencionado el tema de la muerte de su hermano.
– ¿Se lo ha comentado?
– Me informaron que prometió ayudarla a investigar el incidente. Dudo que pueda brindarle alguna ayuda provechosa y tampoco quiero que revuelva el pasado. Sólo causaría más pena a mi prometida y no lo toleraré. Así que deje las cosas como están. ¿Me ha entendido?
– ¿Qué le asegura que no pueda ayudarla a levantar la nube de sospechas que pesa sobre la reputación de su hermano?
– Los dos sabemos que no hay manera de probar la inocencia de Ballinger. Es preferible que el asunto quede enterrado. -Harry sostuvo la mirada de Lovejoy-. Por supuesto, a menos que tenga usted un conocimiento especial sobre el suceso, en cuyo caso me lo comunicará. ¿Sabe usted algo, Lovejoy?
– Buen Dios, no.
– Eso pensaba. -Harry se puso de pie-. Confío en que no esté mintiendo, pues sería lamentable que me enterara de lo contrario. Le deseo buenos días. Y otra cosa, aunque no pienso prohibir a mi novia que juegue de vez en cuando, sí le prohibí que lo hiciera con usted. Lovejoy, tendrá que intentar sus tretas con otra.
– Qué aburrido. Disfrutaba mucho de la compañía de la señorita Ballinger. Además, hay una pequeña deuda de mil libras. Dígame, Graystone, exigiendo como exige un comportamiento virtuoso de su futura condesa, ¿no le preocupa casarse con una joven con tendencia a jugar fuerte?