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Pero si Augusta era imprudente, no era ingenua. No creía que Lovejoy considerara la visita una cita social. Era obvio que el individuo le pediría algo más que una breve conversación. Estaba claro que no era un caballero. No quería imaginar lo que haría ese hombre con el pagaré en caso de que no concurriera dos noches después. Augusta había observado el brillo helado de sus ojos. Tarde o temprano, utilizaría el documento contra ella. «Quizá vaya a mostrárselo a Graystone», pensó la joven cerrando los ojos y estremeciéndose.

La evidencia de su estupidez confirmaría las peores opiniones del conde acerca del carácter de la muchacha. Aunque fuese humillante, tenía que contárselo todo a él. Se disgustaría, lo enfurecería su comportamiento, sin duda ese incidente le daría el impulso final para aceptar la negativa de Augusta y aunque tal pensamiento debería haberla aliviado, por extraño que pareciera, no era así.

Augusta trató de comprender el motivo de su renuencia cuando en realidad no deseaba mantener el compromiso y se había resistido desde el principio. «No -pensó con firmeza-, no es que piense que el matrimonio con Harry sea una buena idea, pero no quiero quedar avergonzada y humillada ante él.» Después de todo, era la última descendiente de los Ballinger de Northumberland: orgullosos, audaces y temerarios, y cuidaría de su propio honor.

Cuando volvían a casa en el carruaje de los Haywood, Augusta llegó a una sombría conclusión. Tendría que hallar la forma de recuperar el pagaré acusador antes de que Lovejoy encontrara, a su vez, la forma de avergonzarla y humillarla.

– Graystone, ¿dónde demonios te habías metido? He recorrido todos los salones y las veladas de la ciudad buscándote. Se avecina un desastre y te quedas sentado tan tranquilo en el club bebiendo vino. -Peter Sheldrake se dejó caer en una silla frente a Harry y siguió refunfuñando mientras asía la botella-. Tendría que haber mirado primero aquí.

– Sí, eso es lo que tendrías que haber hecho. -Harry levantó la vista de los apuntes que había recogido sobre las campañas militares de César-. Antes de irme a dormir, se me ocurrió venir a jugar unas manos. ¿Cuál es el problema, Sheldrake? No te había visto tan agitado desde la noche en que te pescaron con la esposa de aquel oficial francés.

– El problema, no es mío -los ojos de Peter chispeaban de satisfacción-, sino tuyo.

Esperando lo peor, Harry gimió.

– ¿Te refieres a Augusta?

– Sí. Sally me envió a buscarte cuando descubrió que no estabas en casa. Tu mujer se ha iniciado en un nuevo oficio: ladrona de cajas fuertes.

Harry se quedó helado.

– Sheldrake, ¿qué estás diciendo?

– Sally me ha comunicado que ahora prepara la incursión en casa de Lovejoy. Al parecer intentó pagarle la deuda, pero él se negó a aceptar el dinero y no quiere devolverle el pagaré a menos que Augusta vaya a buscarlo en persona mañana a las once de la noche a su casa. Le ordenó que fuera sola. Es fácil imaginar lo que tiene en mente.

– ¡Qué canalla!

– Sí, me temo que está desarrollando un juego peligroso con tu señorita Ballinger. De cualquier manera, no te preocupes. Tu intrépida y ocurrente novia ha decidido coger al toro por los cuernos y esta misma noche ha ido a buscar el documento mientras Lovejoy se encuentra fuera de casa.

– Esta vez le voy a dar una paliza.

Harry se levantó, ignoró la maliciosa risa de Peter y se encaminó a la puerta. «Y después me las veré con Lovejoy.»

Enfundada en unos pantalones y una camisa que habían sido de su hermano, Augusta se agazapó bajo una ventana de casa de Lovejoy y estudió la situación.

La ventana de la biblioteca se abrió con suma facilidad. La muchacha no había tenido que forzar el cristal porque, al parecer, algún criado había olvidado cerrarla.

Augusta exhaló un suspiro de alivio y echó otro vistazo al jardín para asegurarse que nadie la observaba. Todo estaba tranquilo y las ventanas del primer piso, a oscuras. Sin duda, la servidumbre se había acostado o había salido y el propio Lovejoy había acudido a una velada a casa de los Belton y no regresaría hasta el amanecer, según sabía ella.

Convencida de que todo resultaría fácil y simple, trepó al alféizar, cruzó las piernas y se dejó caer en silencio sobre el suelo alfombrado.

Quedó quieta unos instantes tratando de habituarse a la oscuridad. El silencio era opresivo. No se escuchaba un ruido en toda la casa. A lo lejos se oía el traqueteo de los coches que pasaban por la calle y más aquí el susurro de las hojas a través de la ventana abierta.

La luz de la luna iluminaba el escritorio y algunos de los muebles. Cerca de la chimenea había una silla de respaldo alto. Dos estantes se erguían en la oscuridad, pero sólo contenían un puñado de libros. En un rincón se distinguía un gran globo sobre una base de madera.

Augusta escudriñó la habitación y se convenció de que la puerta estaba cerrada.

De acuerdo con sus observaciones, los hombres solían guardar sus papeles más importantes en los escritorios. Su padre, su hermano y su tío tenían esa costumbre. Esa observación le había permitido adivinar dónde estaría el diario de Rosalind Morrissey. Estaba segura de que hallaría su pagaré en el escritorio de Lovejoy.

«¡Qué pena no haber podido pedirle a Harry que me acompañara!», pensó acercándose al escritorio y agachándose junto a él. Le habría resultado útil la habilidad de abrir cerraduras con un trozo de alambre. Se preguntó dónde la habría adquirido el conde.

Tiró con suavidad del cajón y comprobó que estaba cerrado con llave. Frunciendo la nariz, estudió el mueble. Imaginaba la reacción de Harry si le hubiese pedido que la ayudara esa noche. Ese hombre no tenía sentido de la aventura.

Era difícil distinguir la cerradura en la oscuridad y la joven pensó en encender una luz. Si cerraba las cortinas, nadie la vería. Se puso de pie y comenzó a buscar una lámpara. De espaldas a la ventana, a punto de alcanzar algo que parecía una palmatoria sobre un estante, percibió una presencia.

«Hay alguien más en la habitación. Me han descubierto.» La sacudieron el miedo y el sobresalto. Un grito de pánico se ahogó en su garganta, pero antes de que pudiese reaccionar, una mano se cerró sobre su boca.

– Esto está convirtiéndose en un hábito de lo más desagradable -refunfuñó Harry al oído de la joven.

– ¡Graystone! -Augusta se relajó, aliviada, y la mano se separó de su boca-. ¡Por Dios, me has dado un susto terrible! Creí que fuera Lovejoy.

– ¡Eres una insensata! Bien podría haberlo sido. Cuando me ocupe de ti habrás deseado que lo fuera.

Se volvió a mirarlo y lo vio imponente y oscuro en la sombra. Un largo abrigo negro le cubría la ropa y calzaba asimismo botas negras. La joven advirtió que llevaba el bastón de ébano y que, por una vez, no usaba la rígida corbata blanca. Era la primera ocasión en que lo veía sin corbata. Así ataviado, el conde se confundía en la oscuridad.

– ¿Qué diablos haces aquí? -preguntó en un susurro.

– Intento salvar a mi futura esposa de la prisión de Newgate. ¿Has hallado lo que buscabas?

– No, acabo de llegar. El escritorio está cerrado. Cuando te deslizaste tras de mí, buscaba una vela. -De pronto, Augusta frunció el entrecejo y preguntó-: ¿Cómo sabías que estaba aquí?

– En este momento no importa.

– Tienes una manera inquietante de saber siempre dónde estoy. Se podría creer que leyeras la mente.

– Te aseguro que no cuesta gran cosa. Si te esforzaras, podrías leer la mía esta noche. ¿Qué supones que esté pensando ahora? -Harry se acercó a la ventana y la cerró con suavidad. Luego fue hacia el escritorio.

– Sospecho que debes de estar muy enfadado conmigo, milord -aventuró Augusta siguiéndolo por la habitación-, pero puedo explicarlo todo.

– Después escucharé tus explicaciones, aunque dudo que me parezcan razonables. -Harry se arrodilló tras el escritorio y extrajo del bolsillo el conocido trozo de alambre-. Primero, terminemos con esto y vayámonos.

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