Augusta, acurrucada en el sillón azul junto a la ventana de la biblioteca, miró ceñuda la novela que tenía sobre el regazo. Hacía cinco minutos que intentaba leer la página que tenía delante, y cada vez que llegaba a la mitad del primer párrafo, perdía la concentración y debía volver a comenzar.
No podía pensar en otra cosa que no fuese Harry.
Le resultaba imposible creer en la serie de precipitados acontecimientos que la habían llevado a la situación actual.
Sobre todo, no comprendía su propia reacción ante los hechos. Desde el instante en que se había encontrado entre los brazos de Harry en el suelo de la biblioteca, arrastrada por los primeros impulsos de la pasión, se sentía envuelta en una neblina.
Cada vez que cerraba los ojos, la inundaba la excitación de los besos de Harry, el calor de su boca la arrasaba y el recuerdo de sus íntimas caricias aún seguía debilitándola.
Y Harry seguía insistiendo en que se casaran.
Se abrió la puerta y la joven alzó la vista, aliviada.
– Augusta, estás aquí. Te estaba buscando. -Claudia entró sonriendo en la habitación-. ¿Qué estás leyendo? Otra novela, supongo.
– El anticuario. -Augusta cerró el libro-. Es muy entretenido. Hay muchas aventuras, una heredera perdida y peligrosas huidas.
– Ah, sí. La última novela de Waverly. Debí imaginarlo. ¿Todavía tratas de descubrir la identidad del autor?
– Debe de ser Walter Scott. Estoy segura.
– Como mucha otra gente. El misterio de la identidad del autor contribuye en gran medida a que se vendan los libros.
– No lo creo. Son historias muy agradables. Se venden por las mismas razones que los poemas épicos de Shelley: son entretenidos. No se puede resistir la tentación de volver la página para ver qué sucede a continuación.
Claudia le lanzó una suave mirada de reproche.
– Ahora que eres una mujer comprometida, ¿no crees que tendrías que dedicarte a lecturas más elevadas? Quizás alguno de los libros de mi madre fueran más apropiados para una dama a punto de convertirse en la esposa de un hombre serio y bien educado. No querrás avergonzar al conde por falta de información.
– A Graystone no le vendría nada mal un poco de conversación frívola -murmuró Augusta-. Es un individuo demasiado estricto. ¿Sabes que me prohibió bailar más con Lovejoy?
– ¿En serio? -Claudia se sentó frente a su prima y se sirvió una taza de té de la tetera que había sobre la mesa.
– Me ordenó que no lo hiciera.
Claudia lo pensó.
– Tal vez no sea mal consejo. Lovejoy es demasiado atrevido, te lo aseguro, y me inclino a pensar que sería capaz de aprovecharse de una dama que le permitiese demasiadas libertades.
Augusta elevó los ojos al cielo como pidiendo paciencia.
– Lovejoy es fácil de manejar y, además, un caballero. -Se mordió el labio-. Claudia, ¿te molestaría que te hiciera una pregunta delicada? Me gustaría que me aconsejaras con respecto al decoro y, para serte sincera, no se me ocurre nadie que pudiese hablarme con más conocimiento que tú acerca del tema.
Claudia irguió aún más la espalda y adoptó un aire grave y atento.
– Intentaré orientarte lo mejor que pueda, Augusta. ¿Qué es lo que te preocupa?
De pronto, Augusta deseó no haber comenzado, pero ya era tarde. Se sumergió en el tema que le quitaba el sueño desde la noche del baile.
– ¿Te parece razonable que un hombre se arrogue el derecho de pensar que una dama se comprometiera porque le permitiera besarla?
Reflexionando, Claudia frunció el entrecejo.
– Por supuesto que una dama no debería permitir a nadie, excepto al novio o al esposo, que se tomara semejantes libertades. Mamá lo expresó con suma claridad en Instrucciones sobre la conducta y el porte de las jóvenes.
– Sí, lo sé -dijo Augusta impacientándose-. Pero seamos realistas, estas cosas suceden. Las personas se roban besos en los jardines. Eso se sabe. Y mientras sean discretos, nadie tiene la obligación de anunciar el compromiso después de un beso.
– Supongo que hablamos de manera hipotética -dijo Claudia lanzándole una mirada suspicaz.
– Por supuesto. -Augusta agitó la mano en un gesto despreocupado-. El tema surgió de una discusión con unas amigas en Pompeya, y tratábamos de llegar a una conclusión acerca de lo que se espera de una mujer en esa situación.
– Augusta, sin duda sería preferible que no te enzarzaras en esas discusiones.
Augusta rechinó los dientes.
– Sin duda, pero, ¿podrías responderme la pregunta?
– Bueno, pienso que permitir a un hombre que la bese a una es ejemplo de un comportamiento deplorable, pero no sobrepasa los límites, ¿entiendes lo que quiero decir? Sería de desear que la dama en cuestión tuviese una noción más ajustada del decoro, pero no podría condenársela por un beso robado. Yo, al menos, no la condenaría.
– Sí, yo pienso lo mismo -dijo Augusta, ansiosa-. Y por cierto que el hombre en cuestión no tiene derecho a pensar que la dama le prometiera matrimonio porque le robara un beso.
– Bueno…
– Dios sabe que he paseado por los jardines en el transcurso de un baile y he visto a numerosos caballeros y damas abrazándose. Y no se precipitan luego al salón a anunciar sus respectivos compromisos.
Claudia hizo un gesto afirmativo.
– No, creo que no sería justo que un caballero creyera que una dama establece un compromiso en firme basándose sólo en un beso.
Complacida y aliviada, Augusta sonrió.
– No es justo en absoluto, Claudia. Yo he llegado a la misma conclusión. Me alegra que pienses así.
– Claro que -continuó Claúdia, pensativa- si mediara algo más que un beso, cambiarían las cosas.
Augusta se desesperó.
– ¿Te parece?
– Sí, sin duda. -Claudia bebió un sorbo de té mientras pensaba en la hipotética situación-. Estoy convencida. Si la dama respondiera a semejante conducta por parte de un caballero con el más mínimo ardor… es decir, si permitiera otras intimidades o lo alentara de algún modo…
– ¿Sí? -exclamó Augusta, alarmada por el sesgo que tomaba la conversación.
– En ese caso me parecería justo que el hombre supusiera que la mujer le retribuye sus atenciones. Tendría motivos para creer que la dama se ha comprometido por medio de esas acciones.
– Comprendo. -Augusta contempló con aire abatido la novela que tenía sobre el regazo. De pronto, su imaginación se colmó de imágenes de sí misma en lamentable abandono en brazos de Graystone en la biblioteca. Le ardieron las mejillas y rogó que su prima no lo advirtiese y le hiciera preguntas-. ¿Y si el caballero fuera demasiado audaz en sus avances? -arriesgó con cautela-. ¿Y si, de algún modo, la instara a que le permitiera ciertas intimidades que al comienzo la mujer no pensaba permitirle?
– Una dama es responsable de su propia reputación -afirmó Claudia con tan altiva certidumbre que le recordó a la tía Prudence-,En primer lugar, cuidará de comportarse con tan perfecto decoro que no se presenten semejantes situaciones.
Augusta hizo un mohín, pero no dijo nada.
– Y desde luego -continuó Claudia con gravedad si el caballero al que nos referimos fuera un hombre de excelente crianza y gozara de una reputación impecable en cuanto al honor y el decoro, el caso resultaría más claro aún.
– ¿Sí?
– Oh, sí. En ese caso se comprendería por qué estaba convencido de que se le hubieran formulado ciertas promesas. Un individuo de tal dignidad y de tan refinada sensibilidad desde luego esperaría que la dama cumpliera esas promesas implícitas: lo exigiría el honor de la mujer.
– Claudia, ése es uno de los rasgos que siempre he admirado en ti. Aunque eres cuatro años menor que yo, tienes una clara noción de lo que es apropiado. -Augusta abrió la novela y dirigió a su prima una sonrisa tensa-. Dime, ¿no sientes a veces que una vida absolutamente decorosa sería un poco aburrida?