– ¿Seth? -gimió. La figura sobre la silla no movió un músculo.
Ian se acercó hasta el extremo de la vagoneta y saltó al interior. No había señal de movimiento alguno en su ocupante. Recorrió con lentitud agónica la distancia que le separaba de él hasta detenerse a unos centímetros de la silla.
– ¿Seth? -murmuró de nuevo.
Un extraño sonido emergió bajo la capucha, similar a un rechinar de dientes. Ian sintió que el estómago se le encogía hasta el tamaño de una pelota de críquet. El sonido amortiguado se repitió de nuevo. Asió la capucha entre sus manos y contó mentalmente hasta tres. Cerró los ojos y arrancó la capucha.
Cuando los abrió de nuevo, un rostro sonriente e histriónico le observaba con una mirada desorbitada. La capucha se le cayó de las manos. Era un muñeco de rostro blanco como la porcelana y dos grandes rombos negros pintados sobre los ojos cuyo vértice inferior descendía por las mejillas en una lágrima de alquitrán.
El muñeco rechinó los dientes mecánicamente. Ian examinó la grotesca figura de aquel arlequín de feria ambulante y trató de dilucidar qué se ocultaba tras aquella excéntrica maniobra. Con cautela, alargó su mano hasta el rostro de la figura y trató de examinarla en busca del mecanismo que parecía sustentar su movimiento.
Con celeridad felina, el brazo derecho del autómata cayó sobre el suyo y, antes de que pudiera reaccionar, lan comprobó que su muñeca izquierda estaba presa de la anilla de unas esposas. La otra anilla rodeaba el brazo del muñeco. Ian tiró con fuerza, pero el muñeco estaba asido a la vagoneta y se limitó a rechinar sus dientes de nuevo. Forcejeó desesperadamente y, cuando comprendió que no se libraría de aquella atadura por sí solo, la vagoneta ya había empezado a moverse; esta vez, sin embargo, de vuelta a la oscura boca del túnel.
Ben se detuvo en una intersección entre dos túneles y por un segundo estimó la posibilidad de que tal vez había cruzado dos veces por el mismo sitio. Desde el momento en que se había adentrado en los túneles de Jheeter's Gate, aquélla estaba empezando a resultar una sensación recurrente e intranquilizadora. Extrajo uno de los fósforos que economizaba con criterio espartano y lo encendió arañando suavemente la pared con la punta. La débil penumbra a su alrededor se tiñó con la cálida luz de la lumbre. Ben examinó la unión del túnel surcado por los raíles y el amplio respiradero que lo atravesaba perpendicularmente.
Una bocanada de aire polvoriento apagó la llama del fósforo y Ben regresó a aquel mundo de penumbras en el que, por mucho que caminase en una u otra dirección, nunca parecía llegar a ninguna parte. Empezaba a sospechar que tal vez se había extraviado y que, si persistía en adentrarse más en aquel complejo mundo subterráneo, podía llegar a tardar horas, o días, en salir. El sentido común le aconsejaba con prudencia rehacer sus pasos y volver en dirección a la sección principal de la estación. Por más que trataba de visualizar mentalmente el laberinto de túneles y el enrevesado sistema de ventilación e intercomunicación entre las galerías adyacentes, no conseguía eludir la absurda sospecha de que aquel lugar se movía a su alrededor; ensamblar en la oscuridad nuevos caminos sólo le conduciría al punto de partida.
Resuelto a no dejarse aturdir por la confusa red de galerías, dio la vuelta y apretó el paso, preguntándose si ya se habría cumplido el plazo de tiempo que habían acordado para reunirse de nuevo bajo el reloj de la estación. Mientras deambulaba por los interminables conductos de Jheeter's Gate, imaginó que tal vez existía una extraña ley física que demostraba que, en la ausencia de luz, el tiempo corría más aprisa.
Ben empezaba a tener la sensación de haber recorrido millas enteras en la oscuridad cuando la diáfana claridad que emanaba del espacio abierto bajo la gran cúpula de Jheeter's Gate se insinuó al límite de la galería. Respiró aliviado y corrió hacia la luz con la certeza de haber escapado de la pesadilla del laberinto tras un interminable peregrinaje.
Pero cuando rebasó finalmente la boca del túnel y enfiló el estrecho canal que se prolongaba entre los dos andenes colindantes, su inyección de optimismo se le reveló fugaz y pronto una nueva sombra de inquietud se abatió sobre él. La estación aparecía desolada y no había rastro alguno de los restantes miembros de la Chowbar Society.
Se aupó de un salto hasta el andén y recorrió la cincuentena escasa de metros que le separaban de la torre del reloj con la sola compañía del eco de sus propios pasos y el ru-mor amenazador de la tormenta eléctrica. Rodeó la torre y se detuvo al pie de la gran esfe-ra, con sus agujas deformadas. No necesitaba reloj para intuir que el período que habían determinado sus compañeros para reunirse en aquel punto había prescrito ampliamente.
Se apoyó contra la pared de ladrillo ennegrecido de la torre y constató que su idea de separar al grupo en pos de una mayor eficacia en la búsqueda no parecía haber dado el fruto esperado. La única diferencia entre aquel instante y el momento en que había cruza-do el umbral de Jheeter's Gate es que ahora estaba solo; al igual que a Sheere, había perdi-do al resto de sus compañeros.
La tormenta lanzó un furioso rugido como si hubiese partido el cielo en dos de una dentellada. Ben decidió empezar a buscar a sus compañeros. Poco le importaba si necesitaba una semana o un mes para dar con su paradero; a la vista de las cartas servidas, aquélla era la única jugada que podía contemplar. Se dirigió al andén central, en dirección al ala trasera de Jheeter's Gate, donde se albergaban las antiguas oficinas, las salas de espera y la pequeña ciudadela de bazares, cafeterías y restaurantes carbonizados tras ape-nas unos minutos de vida útil. Fue entonces cuando divisó un manto brillante caído sobre el suelo en el interior de una de las zonas de espera. Su memoria le insinuó que la última vez que había visto aquel lugar, antes de adentrarse en los túneles, aquel pedazo de tela satinada no estaba allí. Apresuró el paso y, en su nervioso avance, no advirtió que alguien le esperaba en las sombras, inmóvil.
Ben se arrodilló frente al manto y extendió una mano furtiva hasta él. La tela estaba impregnada de un líquido oscuro y tibio, cuyo tacto le resultaba vagamente familiar y le producía una repulsión instintiva. Bajo el manto se adivinaban las formas de lo que a Ben se le antojó como las piezas sueltas de algún objeto. Extrajo la caja de cerillas que guarda-ba y se dispuso a encender una para examinar detenidamente el hallazgo, pero comprobó que sólo le quedaba un último fósforo. Resignado, lo guardó para mejor ocasión y forzó la vista, intentando recoger el mayor número de detalles en pos de una pista que diese luz sobre el paradero de alguno de sus amigos.
– Toda una experiencia, contemplar tu propia sangre derramada, ¿no es así, Ben? -dijo Jawahal a su espalda-. La sangre de tu madre, al igual que yo, no encuentra descan-so.
Ben sintió que el temblor se apoderaba de sus manos y se volvió lentamente. Jawahal reposaba sentado en el extremo de un banco de metal, un siniestro rey de las sombras en su trono erigido entre escombros y destrucción.
¿No vas a preguntarme dónde están tus amigos, Ben? -ofreció Jawahal-. Tal vez temas obtener una respuesta poco esperanzadora.
– ¿Me respondería si lo hiciera? -replicó Ben, inmóvil junto al manto ensangrenta-do.
– Tal vez -sonrió Jawahal.
Ben trató de no descansar su mirada en los ojos hipnóticos de Jawahal y, sobre todo, de alejar de su mente aquella absurda idea que alguien parecía gritar desde el interior de su cerebro intentando convencerle de que aquella sombra funesta con la que conversaba en un escenario robado del mismo infierno era su padre, o lo que quedaba de él.
– ¿Las dudas te asaltan, Ben? -Preguntó Jawahal, que parecía estar disfrutando de la conversación.