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Cuando Peake emergió de nuevo al aire libre después de haber atravesado cientos de metros en las entrañas de aquel edificio ruinoso, descubrió que se hallaba a un centenar escaso de metros del Tiretta Bazar, uno de los muchos centros de comercio del área Norte. Bendijo su fortuna y se dirigió hacia el complejo entramado de calles estrechas y sinuosas que componían el corazón de aquel abigarrado sector de Calcuta, en dirección a la morada de Aryami Bosé.

Empleó diez minutos en recorrer el camino hasta el hogar de la última dama de la familia Bosé. Aryami vivía sola en un antiguo caserón de estilo bengalí que se alzaba tras la espesa vegetación salvaje que había crecido en el patio durante años, sin la intervención de la mano del hombre, y que le confería el aspecto de un lugar abandonado y cerrado. Sin embargo, ningún habitante del Norte de Calcuta, un sector también conocido como la ciudad negra, hubiera osado traspasar los límites de aquel patio y adentrarse en los dominios de Aryami Bosé. Quienes la conocían la apreciaban y respetaban tanto como la temían. No había una sola alma en las calles del Norte de Calcuta que no hubiera oído hablar de ella y de su estirpe en algún momento de su vida. Entre las gentes de aquel lugar, su presencia era comparable a la de un espíritu: Poderosa e invisible.

Peake corrió hasta el portón de lanzas negras que abría el sendero tomado por los arbustos en el patio y se apresuró hasta las escalinatas de mármol quebrado que ascendían a la puerta de la casa. Sosteniendo a los dos niños con un brazo, llamó repetidamente a la puerta con el puño, esperando que el fragor de la tormenta no ahogase el sonido de su llamada.

El teniente golpeó la puerta por espacio de varios minutos, con la vista fija en las calles desiertas a su espalda y alimentando el temor de ver aparecer a sus perseguidores en cualquier momento. Cuando la puerta cedió ante él, Peake se volvió y la luz de un candil le cegó mientras una voz que no había escuchado en cinco años pronunciaba su nombre en voz baja. Peake se cubrió los ojos con una mano y reconoció el semblante impenetrable de Aryami Bosé.

La mujer leyó en su mirada y observó a los niños. Una sombra de dolor se extendió sobre su rostro. Peake bajó la mirada.

– Ella ha muerto, Aryami -murmuró Peake-.Ya estaba muerta cuando llegué…

Aryami cerró los ojos y respiró profundamente. Peake comprobó que la confirmación de sus peores sospechas se abría camino en el alma de la dama como una salpicadura de ácido.

– Entra -le dijo finalmente, cediéndole el paso y cerrando la puerta a sus espaldas.

Peake se apresuró a depositar a los niños sobre una mesa y a despojarles de las ropas mojadas. Aryami, en silencio, tomó paños secos y envolvió a los niños mientras Peake avivaba el fuego para hacerles entrar en calor.

– Me siguen, Aryami -dijo Peake-. No puedo quedarme aquí.

– Estás herido -Indicó la mujer señalando la punzada que el clavo del almacén le había producido.

– Es solamente un rasguño superficial -indicó Peake-. No me duele.

Aryami se acercó hasta él y tendió su mano para acariciar el rostro sudoroso de Peake.

– Tú siempre la quisiste…

Peake desvió la mirada hasta los pequeños y no respondió.

– Podrían haber sido tus hijos -dijo Aryami-.

Quizá así hubiesen tenido mejor suerte.

– Debo irme ya, Aryami -concluyó el teniente. Si me quedo aquí, no se detendrán hasta encontrarme.

Ambos intercambiaron una mirada derrotada, conscientes del destino que esperaba a Peake tan pronto volviese a las calles. Aryami tomó las manos del teniente entre las suyas y las apretó con fuerza.

– Nunca fui buena contigo -le dijo-Temía por mi hija, por la vida que podía tener junto a un oficial británico. Pero estaba equivocada. Supongo que nunca me lo perdo-narás.

– Eso ya no tiene ninguna importancia -respondió Peake-. Debo irme. Ahora.

Peake se acercó un último instante a contemplar a los niños que descansaban al calor del fuego. Los bebés le miraron con curiosidad juguetona y ojos brillantes, sonrientes. Estaban a salvo. El teniente se dirigió hasta la puerta y suspiró profundamente. Tras aquel par de minutos en reposo, el peso de la fatiga y el dolor palpitante que sentía en la pierna cayeron sobre él implacablemente. Había apurado hasta el último aliento de sus fuerzas para conducir a los bebés hasta aquel lugar y ahora dudaba de su capacidad para hacer frente a lo inevitable. Afuera, la lluvia seguía azotando la maleza y no había señal de su perseguidor ni de sus esbirros.

– Michael… -dijo Aryami a sus espaldas. El joven se detuvo sin volver la vista atrás.

Ella lo sabía -mintió Aryami-. Lo supo desde siempre y estoy segura de que, de al-guna manera, te correspondía. Fue por mi culpa. No le guardes rencor.

Peake asintió en silencio y cerró la puerta a sus espaldas. Permaneció unos segundos bajo la lluvia y después, con el alma en paz, reemprendió el camino al encuentro de sus perseguidores. Deshizo sus pasos hasta llegar al lugar por donde había salido del almacén abandonado para internarse de nuevo en las sombras del viejo edificio en busca de un escondite donde disponerse a esperar.

Mientras se ocultaba en la oscuridad, el agotamiento y el dolor que sentía se fundieron paulatinamente en una embriagadora sensación de abandono y paz. Sus labios dibujaron un amago de sonrisa. Ya no tenía ningún motivo, ni esperanza, para seguir vi-viendo.

Los dedos largos y afilados del guante negro acariciaron la punta ensangrentada de clavo que asomaba del madero roto, al pie de la entrada al sótano del almacén. Lenta-mente, mientras sus hombres esperaban en silencio a su espalda, la esbelta figura que ocultaba su rostro tras la capucha negra se llevó la yema del índice a los labios y lamió la gota de sangre oscura y espesa saboreándola como si se tratase de una lágrima de miel. Tras unos segundos, se volvió hacia aquellos hombres que había comprado horas antes por unas simples monedas y la promesa de un nuevo pago al término de su labor y señaló hacia el interior del edificio. Los tres esbirros se apresuraron a introducirse a través de la trampilla que Peake había abierto minutos antes. El encapuchado sonrió en la oscuridad.

– Extraño lugar has elegido para venir a morir, teniente Peake -murmuró para sí mismo.

Oculto tras una columna de cajas vacías en las entrañas del sótano, Peake observó a las tres siluetas, introducirse en el edificio y, aunque no podía verle desde allí, tuvo la cer-teza de que su amo estaba esperando al otro lado del muro. Presentía su presencia. Peake extrajo su revólver e hizo girar el barrilete hasta situar una de las dos balas en la recámara, amortiguando el sonido del arma bajo la túnica empapada que le cubría. Ya no sentía reparos en emprender el camino hacia la muerte, pero no pensaba recorrerlo en solitario.

La adrenalina que corría por sus venas había mitigado el dolor punzante de su rodi-lla hasta convertirlo en un latido sordo y distante. Sorprendido ante su propia serenidad, Peake sonrió de nuevo y permaneció inmóvil en su escondite. Contempló el lento avance de los tres hombres a través de los pasillos entre las estanterías desnudas, hasta que sus verdugos se detuvieron a una decena de metros. Uno de los hombres alzó la mano en señal de alto y señaló unas marcas en el suelo. Peake colocó su arma a la altura del pecho, apuntando hacia ellos, y tensó el gatillo del revólver.

A una nueva señal, los tres hombres se separaron. Dos de ellos rodearon lentamente el camino que conducía hasta la pila de cajas, y el tercero caminó en línea recta hacia Peake. El teniente contó mentalmente hasta cinco y, súbitamente, empujó la columna de cajas sobre su atacante. Las cajas se desplomaron encima de su oponente y Peake corrió hacia la abertura por la que habían entrado.

Uno de los asesinos a sueldo salió a su encuentro en una intersección del corredor, blandiendo la hoja del cuchillo a un palmo de su rostro. Antes de que aquel criminal de alquiler pudiera sonreír victorioso, el cañón del revólver de Peake se clavo bajo su barbi-lla.

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