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– ¡Ben! -escuchó gritar a Sheere. Corrió hasta la puerta de su habitación y la abrió. Su hermana, inmóvil, estaba al otro lado de la puerta, temblando. La abrazó y la sacó de la estancia mientras contemplaba aterrado cómo, uno a uno, los ventanales de la casa se ce-rraban al igual que párpados de piedra.

– Ben -gimió Sheere-. Algo ha entrado en la habitación mientras dormía y me ha tocado.

Ben sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y condujo a Sheere hasta el centro de la sala de la maqueta de la ciudad. En un segundo, se hizo la oscuridad absoluta en torno a ellos. Ben rodeó a Sheere con sus brazos y le susurró que guardase silencio mientras trataba de escrutar en la oscuridad algún signo de movimiento. Sus ojos no consiguieron discernir forma alguna entre las sombras, pero ambos pudieron oír aquel rumor que parecía invadir los muros de la casa y hacía pensar en cientos de pequeños animales correteando bajo el suelo y entre las paredes.

– ¿Qué es eso, Ben? -susurró Sheere. Ben trataba de encontrar una respuesta cuan-do un nuevo acontecimiento le robó las palabras. Las luces de la maqueta de la ciudad se estaban encendiendo lentamente y los dos muchachos asistieron al nacimiento de una Calcuta nocturna frente a ellos. Ben tragó saliva y sintió que Sheere se aferraba con fuerza a él. En el centro de la maqueta, el pequeño tren prendió sus faroles y sus ruedas empeza-ron a girar lentamente.

– Salgamos de aquí -murmuró Ben conduciendo a tientas a su hermana en direc-ción a la escalera que descendía al piso inferior-. Ahora.

Antes de que pudieran recorrer unos pasos en dirección a la escalinata, Ben y Sheere vieron que un círculo de fuego abría un orificio en la puerta de la habitación que había ocupado la muchacha y, en menos de un segundo, la consumía como una brasa que atravesase una hoja de papel. Ben sintió que sus pies se clavaban al suelo y observó unas pisadas de llamas que se acercaban a grandes zancadas desde el umbral de la puerta.

– ¡Corre abajo! -gritó Ben empujando a su hermana hacia el pie de las escaleras. -¡Hazlo!

Sheere se precipitó escaleras abajo presa de pánico y Ben permaneció inmóvil en la trayectoria de aquellas huellas llameantes que se abrían camino hacia él a toda velocidad. Una bocanada de aire caliente e impregnado de un hedor a queroseno quemado le escu-pió en el rostro al tiempo que una pisada de llamas caía a dos palmos de sus pies. Dos pu-pilas rojas como hierro candente se encendieron en la oscuridad y Ben sintió que una garra de fuego se cerraba sobre su brazo derecho. Al instante notó que aquella tenaza pul-verizaba la tela de su camisa hasta quemar su piel.

– Todavía no ha llegado la hora de nuestro encuentro -murmuró una voz metálica y cavernosa frente a él-, apártate.

Antes de que pudiera reaccionar, la férrea mano que le asía le impulsó con fuerza a un lado y le derribó en el suelo. Ben cayó sobre un costado y se palpó el brazo herido. Entonces logró ver a un espectro incandescente que descendía por la escalera de caracol destruyéndola a su paso.

Los alaridos de terror de Sheere en el piso inferior le proporcionaron las fuerzas para ponerse de nuevo en pie. Corrió hacia aquella escalera que apenas era ya un esqueleto de barras de metal vestidas de llamas y comprobó que los escalones habían desaparecido. Se lanzó por el hueco de la escalerilla. Su cuerpo impactó contra el mosaico de la primera planta y una sacudida de dolor le recorrió el brazo lacerado por el fuego.

¡Ben! -gritó Sheere-. ¡Por favor! Ben alzó la mirada y contempló cómo Sheere era arrastrada sobre el suelo de estrellas encendidas envuelta en un manto de llamas traslúci-do, como la crisálida de una mariposa infernal. Se incorporó y corrió tras ella, siguiendo el rastro que su raptor dejaba en dirección a la parte trasera de la casa y tratando de esquivar el impacto furioso de los cientos de libros de la biblioteca circular que salían despedidos ardiendo desde los estantes y se descomponían en una lluvia de páginas en combustión. Uno de los impactos le derribó de nuevo, cayó de bruces y se golpeó en la cabeza.

Su visión se nubló lentamente mientras observaba al visitante ígneo que se detenía y se volvía a contemplarle. Sheere aullaba de pánico, pero susgritos ya no eran audibles. Ben luchó por arrastrarse unos centímetros por el suelo cubierto de brasas y trató de no ceder a aquel impulso de dejarse vencer por el sueño y abandonar la resistencia. Una sonrisa cruel y canina se dibujó frente a él, y entre la masa borrosa que convertía su campo de visión en un cuadro de acuarelas frescas, reconoció al hombre que había visto en la locomotora de aquel tren fantasmal cruzando la noche. Jawahal.

– Cuando estés listo, ven a por mí -le susurró el espíritu de fuego-. Ya sabes dónde estoy…

Un instante después, Jawahal asió de nuevo a Sheere y atravesó con ella la pared trasera de la casa como si fuese una cortina de humo. Antes de perder el sentido, Ben escuchó el eco del tren alejándose en la distancia.

– Está volviendo en sí -murmuró una voz a cientos de kilómetros de allí.

Ben trató de dilucidar las manchas borrosas que se agitaban frente a su rostro y pronto reconoció algunos rasgos familiares. Unas manos le acomodaron suavemente y colocaron un objeto blando y confortable bajo su cabeza. Ben parpadeó repetidamente. Los ojos de Ian, enrojecidos y desesperados, le observaban ansiosos. Junto a él estaban Seth y Roshan.

– ¡Ben! ¿puedes oírnos? -preguntó Seth, cuyo rostro parecía sugerir que no había dormido en una semana.

Ben recordó súbitamente y quiso incorporarse bruscamente. Las manos de los tres muchachos le devolvieron a su posición de reposo.

– ¿Dónde está Sheere? -consiguió articular. Ian, Seth y Roshan intercambiaron una mirada sombría.

– No está aquí, Ben -contestó Ian, finalmente. Ben sintió que el cielo se desprendía a trozos sobre él y cerró los ojos.

– ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó finalmente, más sereno.

– Me desperté antes que vosotros -explicó lan- y decidí salir a buscar algo para comer. Por el camino me encontré a Seth, que venía hacia la casa.

De vuelta vimos que todas las ventanas estaban cerradas y que salía humo del interior. Vinimos corriendo y te encontramos sin sentido. Sheere ya no estaba.

– Jawahal se la ha llevado. Ian y Seth se miraron de refilón.

– ¿Qué pasa? ¿Qué has averiguado? Seth se llevó las manos a su espesa mata de pelo y lo apartó de su frente. Sus ojos le delataban.

– No estoy seguro de que ese Jawahal exista, Ben -afirmó el robusto muchacho-. Creo que Aryami nos mintió.

¿De qué estás hablando? -preguntó Ben-. ¿Por qué iba a mentirnos?

Seth resumió sus averiguaciones en el museo con Mr. De Rozio y explicó que no existía mención alguna a Jawahal en toda la documentación del juicio excepto en una misiva particular firmada por el coronel Hewelyn, encubridor del asunto por oscuras razones, dirigida al ingeniero. Ben escuchó las revelaciones con incredulidad.

– Eso no prueba nada -objetó-. Jawahal fue condenado y encarcelado. Se fugó ha-ce dieciséis años y entonces empezaron sus crímenes.

Seth suspiró, negando de nuevo.

– Estuve en la prisión de Curzon Fort, Ben -dijo con tristeza-. No hubo ninguna fuga ni ningún incendio hace dieciséis años. La penitenciaría ardió en 1857. Jawahal nunca pudo haber estado allí ni fugarse de una prisión que ya no existía desde décadas antes de que se celebrase su juicio. Un juicio donde ni se le menciona. Nada encaja.

Ben le miró boquiabierto. -Nos mintió, Ben -dijo Seth-. Tu abuela nos mintió.

– ¿Dónde está ella ahora? -Michael está buscándola -aclaró Ian-. Cuando la encuentre, la traerá aquí.

– ¿Y dónde están los demás? -Inquirió de nuevo Ben.

Roshan miró con indecisión a Ian. Éste asintió gravemente.

– Díselo- dijo.

Michael se detuvo a contemplar la bruma crepuscular que cubría la orilla oeste del Hooghly.

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