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El mendigo rió.

– Hijo, la noche del incendio yo no tenía ni tu edad. Y era el más joven de la prisión -respondió el mendigo-. Ese hombre, fuera quien fuese, debe de tener ahora más de cien años.

Seth se llevó las manos a las sienes, absolutamente desconcertado.

– Un momento -dijo el muchacho-, ¿no ardió la prisión en 1916?

– ¿1916? -rió de nuevo el mendigo-. Hijo, ¿de dónde sales tú? Curzon Fort ardió la madrugada del 26 de abril de 1857. Hace exactamente 75 años.

Seth contempló boquiabierto al mendigo, que estudiaba su rostro con curiosidad y cierta consideración por la consternación que parecía haberse apoderado de él.

– ¿Cuál es tu nombre, hijo? -preguntó el mendigo.

– Seth, señor -respondió el muchacho, lívido.

– Siento no haberte sido de ayuda, Seth -dijo el mendigo.

– Lo ha hecho -repuso Seth-. ¿Puedo yo ayudarle en algo, señor?

Los ojos del mendigo brillaron al sol y una amarga sonrisa afloró a sus labios.

– ¿Puedes volver el tiempo atrás, Seth? -preguntó el mendigo mirando la palma de sus manos.

Seth negó lentamente. -Entonces no puedes ayudarme. Vete ahora con tus amigos, Seth. Pero nunca te olvides de mí.

– No lo haré, señor.

El mendigo sonrió por última vez y, alzando su mano en señal de despedida, se volvió y se internó en las ruinas de la prisión destruida. Seth le observó desaparecer entre las sombras y reemprendió su camino bajo el sol ardiente de la mañana. Un velo de nubes negras parecía acercarse serpenteando en el horizonte, como una mancha de sangre esparciéndose lentamente en un estanque.

Michael se detuvo al pie de la calle que conducía hasta la casa de Aryami Bosé y contempló atónito los restos humeantes de la que había sido la vivienda de la anciana. Las gentes de la calle observaban silenciosamente desde el patio a los miembros de la policía que rastreaban entre los escombros e interrogaban a los vecinos. Rápidamente, se aproxi-mó hasta el lugar y se abrió camino entre el círculo de curiosos y vecinos consternados por el incendio. Un oficial de la policía le detuvo.

– Lo siento, muchacho. No se puede pasar -le informó tajantemente.

Michael oteó sobre su hombro y comprobó cómo dos de sus colegas levantaban una viga caída que todavía desprendía brizas de brasa.

– ¿Y la mujer que vive en la casa? -preguntó Michael.

El policía le dirigió una mirada a medio camino entre la sospecha y el fastidio.

¿La conocías?

– Es la abuela de unos amigos -respondió Michael. ¿Dónde está?¿Ha muerto?

El oficial le observó sin aflojar la compostura durante unos segundos y finalmente negó.

– No hay rastro de ella -respondió-. Uno de los vecinos dice que vio a alguien co-rrer calle abajo poco después de que las llamas asomaran por el techo. Ahora, lárgate. Ya te he dicho más de lo que debería.

– Gracias, señor -dijo Michael, retirándose entre la masa humana que se apilaba en pos de eventuales descubrimientos macabros.

Una vez libre de la turba de curiosos y vecinos, Michael examinó las viviendas colindantes en busca de posibles indicios que sugiriesen a dónde podía haber huido la anciana que guardaba con ella el secreto que Seth y él apenas habían conseguido desentra-ñar. Los dos extremos de la calle se perdían en el amasijo de edificios, bazares y palacios de la ciudad negra. Aryami Bosé podía estar en cualquier lugar.

El joven consideró durante unos instantes varias posibilidades y finalmente se decidió por emprender rumbo hacia el Oeste, en dirección a las orillas del río Hooghly. Allí miles de peregrinos se sumergían en las aguas sagradas del delta del Ganges buscando la purificación del cielo y obteniendo la mayoría de las veces a cambio fiebres y enfermedades.

Sin volverse a contemplar las ruinas de la casa derribada por las llamas, Michael emprendió el camino a pleno sol, sorteando el gentío que poblaba las calles y las sumergía en una algarabía de mercaderes, riñas y rezos no escuchados. La voz de Calcuta. A su espalda, a una veintena de metros, una figura envuelta en un manto oscuro asomó entre los recodos de un callejón y empezó a seguirle entre la multitud.

Ian abrió los ojos a la luz del mediodía con la clara certeza de que su insomnio perenne no parecía estar dispuesto a concederle más que unas horas de tregua en honor a la fatiga que sentía tras los acontecimientos de las últimas horas. A juzgar por la consistencia de la luz que bañaba la habitación en la torre oeste de la casa del ingeniero Chandra, calculó que debían de estar cruzando el meridiano de media tarde. El apetito contumaz que le había asaltado al amanecer volvió a hacer rechinar sus dientes con toda su saña. Como solía bromear Ben, parodiando las palabras del maestro Tagore, cuyo castillo se encontraba a pocos metros de allí, cuando el estómago habla, el hombre sabio escucha.

Ian salió de la habitación con sigilo y comprobó que Sheere y Ben seguían disfrutando de un envidiable descanso en brazos de Morfeo. Y sospechó que, al despertar, incluso Sheere estaría dispuesta a dar cuenta del primer objeto comestible que se pusiera a tiro. Por lo que respectaba a Ben, no le cabía duda. En estos momentos su mejor amigo debía de estar soñando con una bandeja repleta de delicias culinarias y un suntuoso postre de dulces de Chhana, una mezcla de jugo de lima y leche hirviendo que enloquecía a los golosos bengalíes.

Consciente de que el sueño ya había sido más caritativo con él de lo que cabía espe-rar, decidió aventurarse al exterior en busca de provisiones con que aplacar su apetito y el de sus compañeros. Con algo de fortuna, pensó, estaría de vuelta antes de que ambos hu-biesen tenido tiempo de bostezar.

Atravesó la sala de la gran maqueta y se dirigió hasta la escalera en espiral, compro-bando satisfecho que a la luz del día el aspecto de la casa resultaba considerablemente menos inquietante. La primera planta permanecía imperturbable e Ian constató el hecho de que la casa aislaba el interior de la temperatura externa con prodigiosa efectividad. No le costaba imaginar el sofocante calor que debía de imponer su ley tras aquellos muros y, sin embargo, la casa del ingeniero se diría situada en el país de la eterna primavera. Cruzó varias galaxias a paso ligero sobre el mosaico a sus pies y abrió la puerta al exterior, con-fiando en no olvidar la combinación de la excéntrica cerradura que sellaba el santuario privado de Chandra Chatterohec.

El sol caía inmisericorde sobre el espeso jardín y la laguna que la noche anterior le había parecido una lámina de ébano pulido desprendía ahora intensos destellos sobre la fachada de la casa. Ian se dirigió a la boca de salida del túnel secreto bajo el puente de madera y por un momento se dejó llevar por la ilusión de que, a la luz de un día resplan-deciente y abrasador de verano como aquél, las amenazas que durante la noche les habían atormentado parecían desvanecerse con la misma facilidad que una figura de hielo en el desierto.

Disfrutando de aquel paréntesis de tranquilidad, se introdujo en el pasillo y, antes de que el hedor acre de su interior invadiese sus pulmones, salió de nuevo por la brecha que conducía a la calle. Una vez allí, lanzó mentalmente una moneda al aire, y decidió emprender su búsqueda alimentaria hacia el Oeste.

Mientras se alejaba canturreando por la calle desierta, poco podía imaginar que los cuatro círculos concéntricos de la cerradura de la casa habían empezado a girar de nuevo con infinita lentitud y que esta vez la palabra de cuatro letras que compondrían al fijarse en la vertical no era el nombre de Dido, sino el de otra diosa mucho más próxima: Kali.

Ben creyó escuchar un estruendo en sueños y despertó a la oscuridad absoluta de la habitación en que había estado descansando. Su primera impresión, en el aturdimiento de los segundos que siguen al brusco despertar de un largo y profundo sueño, fue de perplejidad al comprobar que ya había anochecido y que debían de haber dormido durante más de doce horas. Un instante después, al escuchar de nuevo el impacto seco que creía haber oído en su sueño, comprendió que no era la noche lo que impedía que la luz del día penetrase en la habitación. Algo estaba sucediendo en la casa. Los postigos se estaban cerrando con fuerza, como las compuertas de una esclusa, herméticamente. Ben saltó de la cama y corrió hacia la puerta en busca de sus amigos.

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