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Michael asintió con los ojos entrecerrados. Seth lanzó la moneda al aire y el círculo de bronce describió una trayectoria de brillos parpadeantes, hasta detenerse de nuevo sobre la muñeca de Seth. Michael se inclinó a comprobar el resultado.

– Recuerdos a Aryami… -murmuró Seth.

La luz del día llegó finalmente a la casa del ingeniero Chandra tras una noche que parecía no querer acabar jamás. Ian bendijo por primera vez en su vida el sol de Calcuta cuando sus rayos velaron el manto de oscuridad que los había envuelto durante horas.

El día se llevó consigo el aspecto amenazador de la casa, y Ben y Sheere también agradecieron visiblemente la llegada de la claridad con un gesto relajado y de sincero cansancio. Les costaba recordar la última vez que habían dormido, aunque apenas fuese unas horas antes. El peso del sueño y el agotamiento que el ritmo de los acontecimientos les había deparado les permitían afrontar la situación ahora con una serenidad que, en la oscuridad de la noche, no hubieran osado considerar.

– Bien -dijo Ben-. Si hay algo que esta casa tiene, es que resulta segura. Si nuestro amigo Jawahal hubiese podido entrar aquí, ya lo hubiese hecho. Nuestro padre tendría aficiones excéntricas, pero sabía proteger una casa. Propongo que tratemos de dormir un poco. Tal como están las cosas, prefiero dormir a la luz del día y estar bien despierto al anochecer.

– No puedo estar más de acuerdo -convino Ian-, ¿Dónde podríamos dormir?

– Hay varias habitaciones en las torres -explicó Sheere-, hay donde elegir.

– Sugiero utilizar habitaciones contiguas-apuntó Ben.

– De acuerdo -dijo Ian-. Y tampoco estaría de más comer algo.

– Eso tendrá que esperar -convino Ben-. Más tarde saldremos a buscar algo.

– ¿Cómo podéis tener hambre? -preguntó Sheere.

Ben e Ian se encogieron de hombros. -Fisiología elemental -repuso Ben-. Pregúntale a Ian. Él es el médico.

– Como me dijo una vez una maestra que daba clases de lectura en una escuela de Bombay -dijo Sheere-, la principal diferencia entre un hombre y una mujer es que un hombre siempre antepone su estómago a su corazón. Una mujer siempre hace lo contra-rio.

Ben sopesó aquella teoría y no dudó en contraatacar.

– Cito textualmente a nuestro misógino favorito, Mr. Thomas Carter, soltero profe-sional y vocacional: «La verdadera diferencia es que mientras los hombres tienen el estómago mucho más grande que el cerebro y el corazón, el corazón de las mujeres es tan pequeño que siempre se les escapa por la boca.»

Ian asistió al cruce de citas Ilustres presa de un absoluto asombro.

– Filosofía barata -sentenció Sheere.

– La barata, querida Sheere -adujo Ben-, es la única filosofía que vale algo. Ian alzó una mano en señal de tregua. -Buenas noches, pareja -dijo dirigiéndose directa-mente hacia la torre.

Diez minutos después los tres estaban sumidos en un profundo sueño del que nadie les hubiera podido despertar. La fatiga pudo más que el miedo.

Seth descendió media milla hacia el Sur desde las escalinatas del museo indio en Chowringhee Road y torció en Park Street hacia el Este, en dirección al área del Bema-pukur, donde las ruinas de la antigua penitenciaría de Curzon Fort se alzaba en las inme-diaciones del cementerio escocés. El deteriorado camposanto de los escoceses había sido construido en lo que antiguamente suponían los límites oficiales de la ciudad. En aquella época, la elevada tasa de mortalidad y la velocidad con que los cadáveres se descom-ponían obligaron a trasladar todos los terrenos funerarios fuera de Calcuta por motivos de salud pública. Los escoceses, irónicamente, aunque habían controlado con mano firme durante décadas toda la actividad mercantil de Calcuta, descubrieron que no podían pagarse un entierro entre las tumbas de sus vecinos británicos y se vieron obligados a levantar su propio cementerio. En Calcuta los ricos se negaban a ceder su suelo a los más pobres, incluso después de muertos.

Al aproximarse a los restos de la penitenciaría de Curzon Fort, Seth comprendió por qué motivo todavía no había sido víctima de los sangrientos derribos habituales en la ciudad. La estructura del edificio parecía pender de un hilo invisible dispuesto a desplo-marse sobre el gentío al menor intento de alterar su equilibrio. El incendio parecía haber devorado la prisión como si se hubiera tratado de una maqueta de cartón, abriendo bre-chas y destrozando vigas y puntales con ferocidad inusitada. Las techumbres carboniza-das podían entreverse a través de los ventanales, como las encías enfermas de un viejo a-nimal.

Seth se acercó al umbral del edificio y se preguntó de qué modo iba a averiguar algo en aquella pila de maderos y ladrillos quemados. A buen seguro, no permanecería allí más memoria del pasado que los barrotes de metal y las celdas que acabaron sus días transformadas en hornos mortales y sin escapatoria.

– ¿Vienes de visita, muchacho? -susurró una voz quebrada a su espalda.

Seth se volvió, sobresaltado, y comprobó que las palabras que había oído provenían de los labios de un anciano harapiento cuyos pies y manos lucían amplias llagas en avanzado estado de infección. Sus ojos oscuros le observaban nerviosamente tras un rostro enmascarado por la mugre y una barba cana y rala que se diría cortada a cuchillo.

– ¿Es ésta la penitenciaría de Curzon Fort, señor? -preguntó Seth.

Los ojos del mendigo se agrandaron al escuchar el insólito tratamiento que le dedicaba el muchacho y una sonrisa desdentada afloró en sus labios apergaminados.

– Lo que queda de ella -contestó-. ¿Buscas acomodo, hijo?

– Busco información -repuso Seth, tratando de corresponder al mendigo con una sonrisa amable y cortés.

– Éste es un mundo de ignorantes; nadie busca información. Excepto tú. ¿Y qué quieres saber, muchacho?

– ¿Conoce usted este lugar? -preguntó Seth.

– Vivo en él -replicó el mendigo-. Un día fue mi cárcel, hoy es mi casa. La provi-dencia ha sido generosa conmigo.

– ¿Estuvo usted preso en Curzon Fort? -preguntó Seth, sin poder ocultar su asom-bro.

– Hubo un tiempo en que cometí grandes errores… y tuve que pagar por ellos -ofreció el mendigo como respuesta.

– ¿Hasta cuándo permaneció en esta prisión, señor? -preguntó Seth.

– Hasta el final.

– ¿Estaba aquí la noche del incendio? El mendigo se apartó los harapos que le cubrían el cuerpo y Seth contempló horrorizado la cicatriz púrpura de la extensa quema-dura que le cubría el pecho y el cuello.

– Entonces, tal vez usted pueda ayudarme -dijo Seth-. Dos amigos míos corren peligro. ¿Recuerda usted haber conocido a un interno llamado Jawahal?

El mendigo cerró los ojos y negó lentamente. -Ninguno de nosotros nos llamába-mos por nuestros verdaderos nombres aquí, hijo -explicó el mendigo-. El nombre, co-mo la libertad, era algo que todos dejábamos en la puerta al entrar y confiábamos en que, si lo manteníamos alejado del horror de este lugar, tal vez lo podríamos recuperar al salir, limpio y sin recuerdos. Nunca era así, por supuesto…

– El hombre al que me refiero fue condenado por asesinato -añadió Seth-. Era joven. Él fue quien provocó el incendio que destruyó la prisión y huyó.

El mendigo le observó entre sorprendido y divertido.

¡Que provocó el incendio! -exclamó con incredulidad-. El incendio empezó en las calderas. Una válvula de aceite explotó. Yo estaba fuera de mi celda, en mi turno de traba-jo. Eso me salvó.

– Ese hombre, preparó el incendio -Insistió Seth-, y ahora quiere matar a mis ami-gos.

El mendigo ladeó la cabeza, escéptico, pero asintió.

– Tal vez, hijo, ¿qué importa ya? -concedió el mendigo-. En cualquier caso, yo no me preocuparía por tus amigos. Ese hombre. Jawahal, poco podrá hacerles ya.

Seth frunció el ceño. -¿Por qué dice eso, señor? -inquirió Seth, confundido.

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